Columna de Héctor Soto: Bordes éticos

Zona de Interés.


Esta noche. Quizás no hay película perfecta. Acudir, sin embargo, con esta idea en mente al Oscar de esta noche puede ser muy matapasiones. Incluso si Los asesinos de la luna no fuera la maravilla que muchos pensamos, bueno, tendrá que concederse por lo bajo que esta imponente realización de Scorsese está muy cerca de serlo. Revisemos otros títulos. Anatomía de una caída funciona bien como artefacto de inteligencia, suspenso y emoción. Pero tal vez sea de esas películas que se achican con el tiempo, entre otras razones, porque contienen más cálculo que verdad. Vamos a otra: teniendo una bonita historia, a Los que se quedan seguramente le quedaría grande el Oscar a mejor película. Es demasiado nerd. Y si algo de justicia queda en Hollywood, debería llevarse el premio al mejor actor (Paul Giamatti). Por otro lado, si bien no están mal, es difícil encontrar verdadera grandeza en títulos como Oppenheimer, Maestro, Vidas pasadas o Barbie. Respecto de La zona de interés, el caso, claro, es más complejo. Esta cinta del Holocausto es muy dura y de tesis. Uno de esos títulos importantes y solemnes frente a los cuales Hollywood suele caer rendido, tanto por buenas como por malas razones. Más abajo, la cosa se pone color de hormiga, porque es un verdadero insulto a la decencia que una basura como Pobres criaturas compita nada menos que en 10 o 12 categorías. ¿En qué estaría pensando la Academia al nominarla? Aunque, por otro lado, ¿a qué tanto escándalo -me dice un amigo- si esta inmundicia de Yorgos Lanthimos ya consiguió el premio máximo en el último Festival de Venecia? Tiene toda la razón. Cambalache lo anticipó hace años: ¡Qué falta de respeto, qué atropello a la razón! ¡Cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón!

Prueba fallida. Aun sin ser su verdadero propósito, la película La zona de interés podría ser la expresión más acabada de la debilidad del concepto de “banalidad del mal”, que acuñó, con ocasión del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, la filósofa alemana Hannah Arendt para designar las prácticas administrativas, neutras, burocráticas, de la maquinaria genocida del Tercer Reich. Las vio como conductas de gente que rara vez se teñía las manos de sangre, que poseían una pasmosa frialdad procurando mantener debidamente engrasada la maquinaria del exterminio. ¿Cabe en la cabeza el concepto de banalidad respecto de estas infamias? La zona de interés intenta demostrar que sí y por eso presenta con rasgos idealizados y bucólicos la vida de la familia del comandante de Auschwitz. Okey: el oficial les lee cuentos a sus hijas y acaricia al perro de la casa; la esposa es una mujer devota de su marido y que está procurando criar a sus hijos en un entorno superprotegido, por mucho que la casa colinde con el campo de concentración. Pero la verdad es que la propia cinta prueba que la supuesta “banalidad” no es tal. Hay crematorios que se ven al otro lado. Hay reclusos que se encargan de las tareas más ingratas del hogar. A cada rato se oyen gritos y tiros. Uno de los hijos revisa por la noche la colección de dientes que está juntando (?). La esposa se prueba complacida un lujoso abrigo de piel que llega a sus manos sin saber cómo. ¡Qué curioso! ¿Alguien diría que hay banalidad en estas conductas? ¡Por favor! Arendt nunca se allanó siquiera a revisar su discutible noción de “la banalidad del mal”.

Dudas. ¿Tiene Secretos de un escándalo, la última película de Todd Haynes, una mirada condescendiente sobre la pedofilia? Es curioso que la crítica haya reparado poco en este aspecto. La protagonista es una maestra que se involucró con un alumno de 13 años, que después pagó con cárcel su delito y que, tras la condena, se casó con el chico en un matrimonio aparentemente feliz, casi como de cuento de hadas. El problema es que este no es un cuento y tampoco hay hadas. La actriz investigadora que está indagando en lo que fue esa experiencia, porque quieren convertirla en una película, sacará a flote aspectos oscuros de lo que pasa como una historia con buen final. Lo primero que establece el relato, claro, es que no todo fue luminoso. Y que el matrimonio de la inculpada con el muchacho no las tiene todas consigo. Esa dueña de casa tan compuesta que interpreta Julianne Moore tiene aspectos siniestros. La propia actriz, que a veces se ve preciosa, tiene momentos en que se ve horrible. Haynes maneja con ferocidad esta ambivalencia y se resiste a pensar que la pedofilia sea sólo un asunto de desajuste temporal en las relaciones afectivas y eróticas. Claramente, es más que eso. Es difícil no conectar esta historia con Lolita, la soberbia novela de Nabokov que Kubrick traicionó con su adaptación fílmica del año 62, con James Mason y Sue Lyon. Nabokov dejó pocas dudas en el libro en orden a que su protagonista se enamoraba de la chica. La protegía, la cuidaba, la defendía…, pero al intentar establecer relaciones de paridad, también la usaba, y este factor, al margen de la perversidad de la chica y de las intenciones que tuviera él, degradaba toda la relación. No es un dato menor que tanto en esta cinta como en Lolita las respuestas de las policías y la justicia terminen siendo muy insuficientes. En Secretos de un escándalo hay una condena, pero no hay redención. En Lolita, por su parte, la justicia es más oblicua y viene por el lado de la fatalidad, a estos efectos quizás más confiable.

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