Hace treinta años exactos, un 1 de febrero de 1989, con 65 kilos y el pelo completamente negro, ingresé por la puerta de una casa que ya no existe, para trabajar en una revista que ya no existe, que pertenecía a un grupo editorial que ya no existe. La casa estaba en la calle Holanda y el barrio ha sufrido tantos cambios que hoy no podría ubicar el lugar exacto. Solo hay edificios modernos que envejecen rápidamente y se superponen unos a otros como un muro de cristal y ladrillos.

En el estacionamiento de la casa había un Lada Samara azul que debía ser entregado, como gran premio, al ganador de un juego de raspe que venía junto a la revista. Mi primera nota fue una producción fotográfica con jugadores y técnicos veraneando en el litoral central.

La primera entrevista fue a cuatro páginas con Hugo González ¿se acordará?. El primer comentario de un partido fue el empate 1-1 entre Universidad Católica y Everton, en San Carlos, donde la figura fue Solís, un arquero que dejó pocos registros en su paso por el fútbol profesional.

Pocos meses antes, la selección juvenil había fracasado con estrépito en el Sudamericano de Argentina y mi conclusión era que se había trabajado mal, que el cuerpo técnico encabezado por Eugenio Jara era incompetente y que, lo más grave, el fútbol chileno carecía de materia prima para ser optimistas: no teníamos jugadores desequilibrantes, dábamos ventaja en altura y potencia, éramos frágiles a la hora de resolver o asumir. Entonces, las selecciones juveniles eran como las canciones del verano: duraban un par de meses para ser olvidadas sin remedio.

El fútbol chileno tenía grandes desafíos en 1989. Enfrentaba a Brasil en las eliminatorias y blandía la goleada 4-0 en la Copa América dos años antes como gran argumento. El resultado en Córdoba se condimentaba con permanentes bravatas, llevando la voz cantante el técnico Orlando Aravena, quien no perdía la oportunidad de provocar a los brasileños resaltando su condición de choro, de vivo y de "parao'".

El mismo Aravena fue protagonista de mi primera polémica en el periodismo. El entrenador de la selección había dicho que con Cornez y Wirth tenía arquero para la eliminatoria, que no necesitaba a Roberto Rojas. El director me dijo que llamara al Cóndor a Sao Paulo y le preguntara que opinaba. Rojas manifestó su extrañeza y "dolor" por las declaraciones de Aravena. El Cabezón se puso furioso tras leer la nota en la revista y dijo que yo la había inventado. Tenía 19 años y ya me había tirado al entrenador de la selección encima.

Fue un pequeño episodio, una escaramuza sin importancia, pero que de alguna forma me indicó cómo venían las cosas. Con el paso de los meses, el ambiente en la selección se puso cada vez más beligerante, más violento y confrontacional. Culminó todo el 3 de septiembre en Maracaná, con el Cóndor sangrando en la cancha y Aravena, castigado por la FIFA en una cabina, gritando por walkie talkie: "¡Que no se pare! ¡Que no se pare!".

Una semana más tarde, en Zúrich, la FIFA dio a Brasil como ganador y Chile quedó fuera del Mundial. Después vendrían los castigos al Cóndor, Aravena y el fútbol chileno en su totalidad. La historia es conocida, pero nunca termina de escribirse.

A comienzos de octubre cerró la revista y el Lada azul del concurso, todavía estacionado en su lugar, fue vendido para paliar las catastróficas pérdidas. El fallecido periodista Orlando Escárate me dijo que en La Tercera necesitaban colaboradores. Debuté el fin de semana siguiente. Mi primera nota, un partido de softbol donde yo era el único espectador.

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