Columna de Óscar Contardo: Tráfico de niños

Adopciones


Era joven, no más de 30 años, y se llamaba Celinda. Lo único que tengo de ella es la carta que le mandó a una mujer que a fines de la década de los 80 fue voluntaria en una casa que recibía a personas enfermas de sida. Ambas se conocieron en ese hogar y luego perdieron contacto. La carta está fechada en noviembre de 1989. Celinda había llegado allí a atenderse con su pareja; los dos vivían en la calle y hacían lo que les pidieran a cambio de un poco de dinero. Así fue como se contagiaron, me explicó la mujer que me dio la carta. Al principio entraban y salían de la casa a su antojo, según cómo se sintieran. Vivían a su aire. La voluntaria los respetaba en sus costumbres y en la carta Celinda se lo agradece de modo franco y desmesurado. Un día, Celinda se embarazó y tuvo una niña que nació con el virus en la sangre. En algún momento alguien decidió que lo mejor era separar a la niña de sus padres, buscarle una nueva familia en otro lugar y enviarla hasta allí; ese alguien podía hacerlo y lo hizo. En la carta Celinda cuenta que le quitaron a la niña, pero que “en ningún momento he olvidado a mi hijita, usted supiera la humillación más grande que me hicieron”. Repite varias veces la palabra “humillación”, con la caligrafía y la ortografía de una niña pequeña que apenas ha ido a la escuela. “No se imagina lo que pasé y cómo me gustaría saber algo de mi hija”. El remitente tiene una dirección en un pasaje de la población Chorrillos de Valdivia. La mujer que alguna vez fue voluntaria me contó que sólo logró averiguar que a la hija de Celinda la habían mandado a Europa. “Nunca la voy a olvidar, no se olvide de mí”, repite Celinda como forma de despedida.

La mujer me entregó la carta hace más de 10 años a propósito de un libro que yo estaba preparando. Me dijo que le gustaría saber qué habrá sido de la hija de Celinda. Seguramente estaría mejor de lo que hubiera estado aquí, dijimos los dos, como para quitarnos un peso difícil de cargar y resolver de manera instantánea un dilema del que es imposible salir indemne.

Cada vez que veo una nota sobre el tráfico de recién nacidos en Chile durante los años de la dictadura, recuerdo la historia de Celinda y la de su hija. La pauta se repite: mujeres pobres, la mayor parte del tiempo campesinas, que luego de parir son separadas de sus hijos, por la voluntad de alguien frente a oponerse quien no pueden: la guagua nació muerta, la guagua va a estar mejor en otro lado. Los destinos se bifurcan, la burocracia funciona de manera expedita para lograr sacar a los recién nacidos del país, rumbo a un futuro aparentemente más luminoso.

Las autoridades suecas iniciaron hace una semana una investigación judicial sobre miles de adopciones irregulares de niños chilenos llevadas a cabo entre 1974 y 1990. Los niños eran sacados del país como parte de una campaña del régimen de Pinochet, en colaboración con el centro de adopciones del país escandinavo y una organización de la ultraderecha sueca, así lo estableció una investigación de la historiadora Karen Alfaro replicado por la prensa sueca y británica. En Chile hay una investigación judicial abierta, pero el avance ha sido lento, según algunos porque, por los años en que ocurrieron los hechos, lo lleva el antiguo sistema judicial; según otros, porque significaría molestar a demasiada gente poderosa que el ministro a cargo prefiere no incomodar.

Gracias al trabajo de la ONG Nos Buscamos, cada vez resulta más nítido que en Chile hubo un tráfico sistemático de niños y niñas, que este tráfico significaba un grado de coordinación entre jueces, médicos, asistentes sociales y autoridades de distinto rango que sabían cómo actuar y qué hacer para no dejar rastro. No fueron una decena de niños, sino miles, eso significa repetir una y otra vez un procedimiento que funcionaba de manera eficiente. Si ocurrió con Suecia, también pudo haberse llevado a cabo con otros países. La pregunta inevitable es por qué luego de tres décadas esto comienza a aparecer recién ahora. Es posible que la respuesta sea la misma que explica tragedias como las ocurridas en el Sename: porque involucraba a niños pobres, madres pobres, personas fáciles de olvidar porque carecen de importancia. En este punto es inevitable volver a pensar, como un consuelo tramposo, que lo mejor que les pudo pasar a esos niños y niñas es haber sido criados por familias europeas viviendo en Estados de bienestar, en lugar de quedarse aquí a enfrentar un destino clausurado de antemano. Esa forma de resignación, sin embargo, no resuelve la consecuencia trágica que supone: vivimos en un país en donde es posible que un grupo de voluntades se coordine para robar recién nacidos durante varias décadas, hacerlo sin sufrir ninguna consecuencia, o incluso ganando dinero con ello y, además, presentar el tráfico como una torcida manera de ejercer beneficencia. Así dispuestas las cosas, no queda más que encarar que habitamos en un lugar en donde a lo que más puede aspirar una mujer pobre y enferma que extraña a la hija de la que nunca más supo, es a escribir una carta en donde le pide a la única persona que la trató con respeto que por favor nunca se olvide de ella.

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