Aula segura, sociedad insegura

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Durante las últimas semanas han estado en discusión y debate los alcances y modificaciones del Proyecto de Ley "Aula Segura" –impulsado vehementemente por el Ejecutivo– y que ahora tiene un nuevo nombre: "Convivencia Escolar". El mensaje presidencial ha sido claro:

"Les decimos a todos nuestros compatriotas, nuestro Gobierno está comprometido con la calidad de la educación de todos y cada uno de nuestros niños y jóvenes, con la dignidad e integridad que merece toda la comunidad escolar, pero va a perseguir con toda la fuerza de la ley a aquellos delincuentes y violentistas que, disfrazados de estudiantes, sin respetar a nada ni a nadie, pretenden causar un clima de terror al interior de nuestros establecimientos educacionales".

El problema no radica necesariamente en el nombre que se les da a las leyes, o en sus contenidos más apegados o contradictorios a lo que la Academia y las investigaciones evidencian, sino a lo que éstas instalan en el imaginario social que se configura en torno a la convivencia ciudadana y los mecanismos para abordar el conflicto y las faltas graves cometidas al interior de la escuela.  Identificar a los escolares agresores como disfrazados de estudiantes, delincuentes violentos que no respetan nada y a nadie, y que causan terror en su comunidad escolar, por tanto, deben ser expulsados o suspendidos no resuelve el problema.

Lo grave de estas iniciativas que requieren de leyes para convivir en la escuela es que instalan en la ciudadanía un errado concepto de lo que estamos comprendiendo por escuela o centro escolar. El sujeto que realiza acciones graves, criminales, deleznables, ¿Es suspendido y quizás cancelada su matrícula por su conducta para que otro centro educativo lo recoja? ¿Qué diferencia habría entre un centro escolar que expulsa el desecho y otro que lo recoge? Bajo la premisa que estos sujetos criminales atentan contra la comunidad, todo centro debiera expulsarlo sino, ¿El centro escolar que lo recoge estaría faltando a la premisa del Gobierno de la calidad educativa y cuidado por la integridad y dignidad de los "bien comportados? ¿Habría que tener centros escolares con las manzanas sanitas y otro para las podridas?

Por otra parte, estas leyes creadas para regular y sancionar las conductas de los sujetos configuran una concepción de escuela ajena y distante con las problemáticas de la drogadicción, el narcotráfico, la explotación laboral y la enorme desigualdad social que existe en Chile, una de las más graves según el informe de la OCDE. El país no se puede jactar de calidad en los derechos sociales como lo son la salud, la educación, las pensiones y la comida, una de las más caras del planeta. Hace poco salió a la opinión pública que los fármacos están entre los más caros del continente, y las estadísticas señalan que Chile tiene uno de los índices de suicidios más altos del mundo.

Culpabilizar al sujeto supone instalar en la sociedad a una escuela que no le interesa la vida adversa de algunos estudiantes y sus contextos sociales difíciles y vulnerables. Supone asumir que todos los problemas de violencia extrema son responsabilidad del sujeto que los comete y no las causas que lo llevaron a esas conductas. Supone instalar además en el imaginario social que la educación y los centros educativos son meros espacios técnicos de adiestramiento para satisfacer las mediciones estandarizadas y no las cunas para generar una sociedad más justa, más humanitaria y más comunitaria, en la que todos caben y nadie sobra y en las que el lema que debiera subyacer en la vida de toda comunidad, siguiendo a Paulo Freire, es: "O nos salvamos todos, o no se salva nadie".

Las medidas legales instalan y refuerzan en la sociedad chilena la dinámica punitiva, polar y maniquea de "los buenos y los malos", los dignos y los indignos, en la que los malos son expulsados y los buenos amurallados. No podría existir una política más dañina para la ciudadanía que atenta a la cohesión social de un pueblo que saturar a la escuela con leyes para que puedan convivir. Lo político se define y se construye en el antagonismo, en la diferencia, en la tensión que supone la diversidad propia de lo humano. Lo más dañino es instalar en el imaginario social y en el tejido subjetivo del estudiantado la negación de un "nosotros", que los problemas tienen causas individuales y no colectivas, que las situaciones graves y muy graves sólo se resuelven sancionando o expulsando a la manzana podrida y no desde la potencia del "común", la fuerza vincular de la comunidad como la única dinámica que nos permitirá soñar con una sociedad más cohesionada y justa.

Es comprensible que este tipo de medidas y acciones se den en una sala de la Corte de Justicia para hacer cumplir los derechos civiles ante el dictamen o veredicto en un debido proceso judicial. Confundir la escuela –que es el soporte de la base moral de un pueblo– con una corte en la lógica judicial criminalística es haber perdido el único espacio que nos queda para transformar la violencia en solidaridad, la debilidad en fortaleza, el desconocimiento en conocimiento y la desafección en afectos, es perder toda esperanza de mejor vida, es perder a la escuela. Los directores no son jueces, son pedagogos que no actúan solos, su autoridad se debe a una comunidad.

Termino con un relato:

Por el año noventa me desempeñaba como educadora de párvulos en un centro/escuela/jardín en donde había un niño de cinco años de edad, que cada día cometía faltas graves de violencia: se escapaba a la vía pública, me daba fuertes patadas en mis piernas, se subía a los techos, no hablaba, no expresaba afectos, agredía a sus pares, y lo más grave: con una tijera cortó el labio de una compañera, teniendo que hacerle puntos y llevarla al hospital.

Los apoderados de Gilbert no asistían a las citaciones y en la única entrevista concluí que ese hijo no les importaba y no había recibido nada de afectos en su crianza. La directora, ante las reiteradas quejas de los apoderados, me sugirió expulsarlo. Yo le pedí sólo una oportunidad más… Intentaba dar cariño a "Gilbert" pero no respondía a los afectos, hablarle pero no escuchaba, parecía ausente, ido, y sólo reaccionaba con violencia desmedida para relacionarse con otros.

Un día de una patada rompió el vidrio de la puerta de la sala y por primera Gilbert, lloró. Sus compañeros de cinco años se sentaron a su alrededor y comenzaron a preguntarle el motivo de su llanto desconsolado y angustiado, respondiendo que su padre le pegaría muy fuerte con una correa. Y yo agregué consternada, que la directora lo expulsaría.

La niña con la cicatriz en su boca organizó al grupo para que nadie supiera que Gilbert había roto el vidrio. Armamos un proyecto para vender bolas de nueces y galletas en los recreos, para ganar dinero y comprar el vidrio para repararlo. Con el proyecto los niños y niñas aprendieron a sumar, las formas geométricas, recortar, pintar, amasar, triturar, pero lo más importante: aprendieron a ser una verdadera comunidad. Desde ese día Gilbert fue otra persona, amable y feliz. ¿Qué hubiera pasado con Gilbert si la directora y los docentes asumieran como principio rector expulsar al violento? ¿A dónde creen que llegarán esos niños Gilbert?

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