Camino sin retorno

Daniel Araya/Aton Chile


Han sido dos semanas muy aleccionadoras, donde hemos podido comprobar que el signo del gobierno ya no es relevante; que la violencia adquirida en estos años como parte de un aprendizaje social no se fue con Sebastián Piñera, y que sigue extendiéndose hacia los más diversos ámbitos de nuestra convivencia: secundarios que se agreden entre sí en las escuelas, apoderados que acuchillan profesores, vendedores ambulantes que se enfrentan a estudiantes en plena Alameda, el frontis de la ex Fuente Alemana ardiendo de nuevo, un carabinero que al ser golpeado por una turba hace uso de su arma de servicio.

Violencia nuestra de cada día, cultivada con paciencia y dedicación; justificada, relativizada y contextualizada una y mil veces. Porque siempre tendrá “razones profundas” que es equivocado desconocer; porque sociológicamente quienes la ejercen son en realidad sus víctimas. Y porque no solo sería una respuesta legítima a tanta injusticia, abuso e inequidad, sino que también ha sido eficaz. En rigor, ella es la que hizo posible que se abrieran las grandes alamedas del proceso constituyente y un nuevo ciclo político.

Como un símbolo perfecto, en su primer viaje al sur la ministra del Interior fue recibida a balazos. Y si bien toda autoridad tiene la obligación de denunciar ilícitos de los que toma conocimiento, decidió no hacerlo. Porque, otra vez, las causas son históricas y profundas. Tan profundas como las que explican que los asesinos de la pareja Luchsinger-Mackay hayan obtenido beneficios carcelarios con una huelga de hambre. O que un grupo de vecinos de La Florida matara a golpes a un joven al que creía delincuente, y que en realidad huía de un asalto.

Suena duro decirlo y más todavía asumirlo, pero todo esto no tiene vuelta atrás; porque la violencia, la sensación generalizada de que no existen los límites, que toda expresión de rabia, frustración o malestar es por definición legítima, se ha convertido en un canon sociocultural. Y porque es demasiada la gente que en estos años ha visto en la violencia a un catalizador virtuoso de una supuesta nueva sociedad, más justa y más digna. En particular, los jóvenes y los estudiantes, que llevan más de una década siendo justificados y aplaudidos en todas sus manifestaciones, sin importar las formas y las consecuencias.

En síntesis, mientras no exista entre nosotros un acuerdo sobre el imperativo de restablecer límites precisos y categóricos, mientras las explicaciones de estos fenómenos sirvan al final de justificación, no habrá cómo controlarlos. Al contrario, la espiral de deterioro de nuestra convivencia seguirá su curso, sin importar quien gobierne. Y el drama es que la posibilidad de generar mínimos comunes sobre esto no se ve por ninguna parte. Por tanto, solo queda asumir que en el Chile de hoy la violencia cotidiana seguirá siendo parte del paisaje, una semilla siempre fértil, fruto de lo que nosotros mismos, con tanto esmero, hemos sembrado.

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