Columna de Carlos Meléndez: ¿Por qué ha retrocedido Chile?



Llegué a vivir a Chile el 2014 y suelo decir -con nostalgia neoliberal me dirán algunos- que todavía vi al “modelo” funcionar. Las condiciones de vida no eran óptimas, por supuesto, considerando la gran desigualdad. Pero ¿acaso no era un mejor país comparado con el que vivimos ahora en medio de recesión económica, incertidumbre institucional, inseguridad pública y violencia social instalada en la convivencia cotidiana de un Santiago rayado, no solo en sus paredes sino en las almas de sus habitantes?

Un experimentado observador gringo de la política latinoamericana me confiesa que era “fan” de Chile hasta Bachelet II, coincidentemente con la temporada en la que me instalé en el país. ¿Qué pasó desde entonces -nos preguntamos- para que Chile perdiera el rumbo y esté, como hoy, atrapado por un nudo gordiano? Ensayar una respuesta nos lleva a los usual suspects: las élites. Pero, a diferencia de la crítica usual, no me refiero exclusivamente a las políticas sino también a las intelectuales. Creo que en los últimos diez años -de los que soy testigo-, ha predominado una lectura sobreideologizada de la realidad, en general, y de los rivales políticos, en particular.

Hasta ahora no ha dejado de sorprenderme la percepción, para un sector de la derecha, de Bachelet como una “amenaza comunista” (sic), así como el odio contra Piñera cimentado en un sector de la izquierda (a veces más fulminante que el rechazo a Pinochet). Se trata de sentimientos atroces portados en anteojeras doctrinales que distan mucho de los consensos programáticos a los que habían llegado las coaliciones partidarias. Mientras más confluían los manifiestos electorales de derecha e izquierda, más crecía el odio mutuo entre los extremos. Ha ganado la idea de que el consenso es tibieza y del radicalismo como statement moral. Esta “polarización afectiva” predominante en las élites ha conducido a operar la realidad de manera errada. Y, lamentablemente, con el beneplácito de algunos intelectuales públicos influyentes que otorgaban presunta autoridad académica a diagnósticos exagerados. La categorización de Chile como una democracia mediocre que reclamaba cambios radicales distaba mucho del país que había elegido para vivir, entre muchos latinoamericanos, con acierto creo. Yo que soy de uno acostumbrado a tomar malas decisiones sería testigo nuevamente de otro fracaso colectivo.

La mayoría de las interpretaciones del estallido social y de la necesidad de una salida constituyente continuaron por el camino de la hiperideologización. Así, los manifestantes fueron leídos como sujetos empoderados en búsqueda de un “nuevo contrato social” (para la izquierda) o como una suerte de alienígenas “manipulados por los enemigos de la nación” (para la derecha). Los primeros ganaron la narrativa, pero se volvieron a chocar con la realidad (proceso 1.0). Los segundos creyeron recuperar terreno, pero ese supuesto giro popular a la derecha ha sido una ficción (proceso 2.0). En la última década he visto a Chile, un país de instituciones sólidas, economía vigorosa y sociedad ambiciosa, retroceder por responsabilidad de sus líderes políticos (y sus acólitos intelectuales) que han convertido la memoria histórica en simbolismo barato y el respeto al prójimo en una inútil batalla cultural.

Por Carlos Meléndez, académico UDP y COES

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