Columna de Óscar Contardo: El sueño republicano

Los consejeros republicanos.


Las enmiendas presentadas por los consejeros republicanos al anteproyecto constitucional anuncian el país que ese partido aspira a construir. Son el mapa de un sueño que resulta demasiado familiar. En ese país anhelado, la libertad consistiría en que cada quien se las arregle como mejor pueda de acuerdo a sus ingresos para acceder a salud, educación y pensiones, y en donde existirá una moral, elevada al rango constitucional, que imponga límites a la creación artística; un país en donde las mujeres no puedan decidir sobre su propio cuerpo, en el que las niñas violadas se vean obligadas a ser madres, y en donde una institución pueda ignorar la ley si la norma no se acomoda a las creencias religiosas de quienes la conducen. El sueño republicano pasa, además, por eliminar las contribuciones a la primera vivienda, beneficiando así a un grupo de ciudadanos que ellos identifican como “clase media”, pero que demográfica y estadísticamente representan a la población más afortunada, desfinanciando con ello a los municipios más pobres. Es decir, una medida que seguramente significará los votos de los beneficiados directos con la exención, a costa de que en el mediano plazo las condiciones de vida de miles de comunidades empeore.

Las enmiendas presentadas por los consejeros republicanos lejos de cumplir la promesa de construir un Estado social de derecho que reemplace al subsidiario, que marca nuestra convivencia actual desde la dictadura, lo que hacen es inyectarle esteroides al espíritu de la Constitución del 80, fortaleciendo todo aquello que se suponía debía ser corregido para restablecer el pacto roto entre la ciudadanía y el poder político. Con las enmiendas republicanas el espacio público quedará pauperizado y jibarizado; la participación del país en la comunidad internacional, minimizada; el derecho a huelga, restringido; la desigualdad, intensificada; la redistribución del poder, ninguneada; los desafíos del cambio climático, abandonados, y las perspectivas de una mejor convivencia entre chilenos y chilenas, rotas.

Aunque el significado del estallido de 2019 ha sido reescrito por los sectores más conservadores luego del fracaso del primer proceso constituyente, reduciéndolo a una asonada delictual, la historia es otra. Las jornadas de marchas y protestas que venían sucediéndose desde la primera década del presente siglo reventaron hace cuatro años en todo el país -porque fue nacional, no solo santiaguino- enviando un mensaje claro de descontento y hastío con las élites políticas y económicas. Las demandas por cambios no son un capricho mal gestionado de la izquierda. La mayoría de las fuerzas políticas intentó responder suscribiendo el acuerdo del 15 de noviembre de ese año: era necesario ofrecer una nueva Constitución. El Partido Republicano no se sumó a ese acuerdo, pero sí al que le dio continuidad al proceso estableciendo determinados “bordes” que debían ser respetados. Hacerlo significaba aceptar las premisas de origen del proceso y considerar todas las críticas que el sector político que representa el Partido Republicano levantó en contra de la primera Convención Constitucional. Nada de eso ha ocurrido. El funcionamiento del Consejo en curso no ha tenido los despliegues performáticos que minaron la confianza de la opinión pública en el anterior, pero ha estado lejos de resultar convocante o dialogante. Republicanos ha impuesto su proyecto de país sin consideración alguna con los llamados “bordes” acordados por los expertos, y menos aún por sus adversarios políticos, en jornadas de votaciones en las que el caos ha sido disimulado por señales de distinción de clase y buenas maneras que complacen a cierta platea de la llamada “centroizquierda” que llamó a rechazar en el último plebiscito. “El día del fin del mundo será limpio y ordenado como cuaderno del mejor alumno”, escribió Jorge Teillier.

Quienes antes ejercieron de críticos feroces de la Convención, desde la autodenominada “centroizquierda” por el rechazo, hoy apenas difunden opiniones tibias, o se han desentendido de la responsabilidad que deberían asumir frente al avance de una propuesta que contiene textos que, según expertos del CEP, “contradicen explícitamente” algunas de las bases institucionales acordadas por los partidos. Nada de lo que esas personalidades prometieron con tanta seguridad, cuando llamaron a rechazar en septiembre de 2022, se ha cumplido. La llamada centroderecha, en tanto, apenas se ha diferenciado de los representantes republicanos en las votaciones dentro del Consejo. Un sector que frente a la más tímida propuesta progresista levanta acusaciones de radicalidad identitaria ahora apenas susurra sus disensos con las enmiendas republicanas más extremas. ¿Qué diferencia a la derecha tradicional del Partido Republicano? Casi nada, según el desempeño de los últimos meses en el Consejo. Todos en el sector parecen haber quedado fascinados con las expectativas electorales de corto plazo abiertas tras el 4 de septiembre de 2022, y la posibilidad de que lo acontecido desde 2019 hasta la fecha no sea más que un sacudón incómodo que, a fin de cuentas y mirado en perspectiva, solo sirva para asegurar aún más el privilegio tradicional que tiene la derecha a la hora de manejar las riendas del poder. Un largo y accidentado rodeo en la ruta para volver al mismo punto sin haber concedido nada, sin haber satisfecho demanda alguna, ni apoyado ninguna reforma. La habilidad propia de quien conoce sus propias fuerzas y sabe emplearlas con paciencia y astucia, pero también la irresponsabilidad de quienes son capaces de negar los hechos de la realidad -el hastío que no disminuye, la desconfianza generalizada en la política, la alarmante falta de cohesión social- y comprometer con su soberbia el futuro de una democracia en riesgo.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.