Columna de Pablo Ortúzar: Hay dos panes

Nicanor Parra


En mi libro Sueños de cartón: sobreoferta de credenciales académicas y sobreproducción de élites en un país estancado (2024) trato, entre otras cosas, de buscar explicación a dos fenómenos: el auge de la polarización política entre las élites, por un lado, y el apoyo y participación de las nuevas clases medias chilenas en el estallido social de 2019, por otro. Para hacerlo me guío principalmente por el marco teórico desarrollado por Peter Turchin para describir los procesos de descomposición política, resumido en su último libro Final de partida (2023).

Turchin propone que las sociedades entran en espirales de colapso cuando hay demasiados aspirantes calificados luchando por los cargos de poder, riqueza y autoridad, al tiempo que el resto de la población experimenta una sensación de miseria o precariedad progresiva producto de la falta de oportunidades y seguridades vitales. Aunque no profundiza en el tema, uno de los elementos que usa para caracterizar al “precariado”, siguiendo al sociólogo británico Guy Standing, es el esfuerzo por obtener certificados académicos que supuestamente conduzcan a posiciones de mayor seguridad y respeto, lo que ocurre cada vez menos en la medida en que el acceso a esos títulos se masifica en extremo.

Si uno mira el conjunto de las cifras del desarrollo de nuestro país de los últimos 30 años, salta a la vista que ninguna de las generaciones previas de chilenos vivieron mejor ni tuvieron más oportunidades. El chileno promedio de hoy vive en el mejor Chile de la historia. Este era el oasis referido por el expresidente Piñera a inicios de 2019. Sin embargo, también se registran en ellas un estancamiento tanto del crecimiento como de la productividad por más de una década. Eso, y un agotamiento del sistema educativo: 20 años egresando de media un 80% de estudiantes con discapacidad en comprensión lectora y uso de aritmética básica.

Observar la sobreproducción y consiguiente polarización de las élites chilenas es difícil: país con mucha plata arriba de la mesa, élites de la generación pasada debilitadas y desprestigiadas por escándalos, y mucho aspirante joven, calificado y ansioso de poder, dinero y respeto. Basta Twitter para ver esa guerra de egos en vivo. Más difícil era observar nuestro “precariado”. ¿Por qué tantos miembros de una clase media que, en promedio, vive mucho mejor que nunca se plegaron a la violencia de octubre?

Responder exige hacerse una idea de la operación de una unidad doméstica de clase media. Leer a Kathya Araujo, Juan Pablo Luna, Manuel Canales y Alberto Mayol ayuda. Ricos frente al Estado, pobres frente al mercado, sostenidos en deuda (bicicleteo, carga financiera de entre 30-50%). Hogares que, además, comienzan ya a fines de los 2000 a resentir la jubilación precaria de la generación del “boom”, que se ven particularmente afectados por el estancamiento del último decenio, y a los que se les ofrece el camino profesional como única y gran salida a su situación. Camino que se hacía ancho, en teoría, con el CAE y luego con la gratuidad (que premia volumen por sobre calidad). Las expectativas sobre el cartón, por supuesto, eran muy altas.

¿Se abrió ese ancho camino? Bernardo Lara (UAI) me responde en su columna “Inflación de ideas” que, en promedio, claro que sí. Harald Beyer (UAI), aunque con más cautela, concuerda. Sin embargo, el tema de la desilusión de expectativas, para empezar, no se vería en los promedios, sino en la distribución (los panes de Parra). Luego, uno de los efectos de la inflación de títulos (siguiendo a Bryan Caplan) es que se hace cada vez más necesario tener uno, pues comienzan a ser exigidos para puestos que antes no. La pregunta clave, en todo caso, es si los títulos están permitiendo escapar del precariado a quienes lo buscan. El último informe del COES dice que para la mayor parte de las personas encuestadas, pero especialmente para las de clase media, “el avance que lograron en educación no se condice con la percepción de mejoría en la posición social”. Sergio Urzúa (Maryland-UChile) y Arturo Fontaine (UChile) llevan años advirtiendo, como el payaso de Kierkegaard, que se quema el teatro, mientras todos aplauden (a los recién titulados).

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