Columna de Sebastián Edwards: En defensa de la indecisión



Chile es un país que no deja de sorprender. Lo sorprendente se nos aparece en todo tipo de cosas: en deportes, en cultura, en economía y en política. Pero lo que más sorprende en estos días es el proceso constituyente.

Ningún analista extranjero -y yo hablo con muchos, ya que no vivo en Chile - entiende lo que pasó en el Consejo Constitucional. No logran comprender que sus miembros no hayan escrito una propuesta amplia que concite el apoyo de una gran mayoría. Esto es particularmente cierto si uno considera que la Comisión de Expertos sí pudo hacerlo al producir un borrador por unanimidad.

Un periodista amigo que escribe en uno de los medios más importantes del globo me dijo: “La derecha, liderada por los republicanos, ha cometido un error garrafal. Independientemente de la opción que gane, lo hará por un margen estrecho. Eso significa que la inestabilidad política va a continuar”. Luego de suspirar como un búfalo, agregó: “Una Constitución sólo funciona y da estabilidad si en sus orígenes es respaldada por una mayoría muy, pero muy amplia. Entre 60 y 70% de los votantes”. Antes de que yo pudiera intercalar palabra, mi amigo dictaminó: “Desde luego que esta propuesta es infinitamente mejor que la rechazada el 4 de septiembre. Pero eso no era muy difícil. El borrador anterior parecía sacado de una historia de terror”.

Mi amigo, desde luego, tiene razón.

Lo que hicieron los republicanos fue una torpeza. Es verdad que el Consejo actuó con mucho más cuidado y decoro que la Convención del primer proceso. Esta vez hubo orden y buenos modales. Pero eso no es suficiente. Lo que se necesitaba era inteligencia estratégica, conocimientos de historia y sentido común. Y nada de eso hubo.

Una de las primeras lecciones en teoría de las decisiones se refiere a lo que los técnicos llaman “optimización sujeta a restricciones”. El principio es simple, pero importante. Lo que hay que buscar es la mejor solución disponible, dentro de un conjunto de opciones que satisfagan ciertos requerimientos -las llamadas “restricciones”. En cierto modo, el proceso constitucional 2.0 se definió de esa manera. El Consejo debía escribir una propuesta que satisficiera los 12 bordes, que no eran otra cosa que “restricciones”. Y eso, efectivamente, se hizo.

Pero había una restricción adicional que no estaba escrita, pero que era obvia. Esta era una restricción política: la propuesta debía tener apoyo muy amplio. Por lo bajo debía ser respaldada por un porcentaje parecido al del Rechazo del 4 de septiembre del 2022. Cualquier votación menor al 62% representaba un problema.

Dada esta realidad -una propuesta larguísima, que más parece el programa de un candidato presidencial que una Carta Magna-, los votantes tendrán que decidir cómo votarán el 17 de diciembre. Y eso es lo que han estado haciendo en estos días. Muchos ciudadanos y ciudadanas que respeto ya han decidido y han dado su opinión. Varios de ellos vienen del mundo progresista y el año pasado habían optado por el Rechazo.

Antonio Bascuñán, Javiera Parada, Andrés Velasco, Óscar Landerretche, Jorge Correa Sutil, Ignacio Walker, Felipe Harboe y Genaro Arriagada van por el “En contra”. Sus razones son atendibles y se basan (entre otros argumentos) en el tenor excesivamente conservador del proyecto como un todo.

José Luis Daza, David Gallagher, Ximena Rincón, Iris Boeninger, y Matías Walker se inclinan por el “A favor”. Al hacerlo, también dan razones lógicas. Argumentan, entre otras cosas, que el cambio al sistema político -bajar el número de diputados a 138 y establecer un umbral mínimo del 5% para la sobrevivencia de un partido- es una mejoría sustancial, que más que compensa las deficiencias del texto en otras materias.

Hace unas semanas me pidieron que firmara una carta de economistas, pero me pareció que los argumentos eran muy estrechos y preferí no firmarla.

La verdad es que aún no he decidido cómo voy a votar. A veces me inclino por una opción, para tan solo recular y mirar a la otra con mejores ojos. Mis dudas se deben a razones múltiples, que incluyen cuestiones generales, detalles y artículos transitorios. Pero mientras vacilo y pienso, dos ideas no me abandonan: la primera es que nos perdimos una oportunidad de oro para lograr una visión compartida para el país. La segunda es que, gane la opción que gane, debemos dar por terminado el tema constitucional, tenemos que cerrarlo. Un tercer proceso sería sumamente negativo para el país.

Creo que a un mes del plebiscito estar indeciso no es algo grave. De hecho, me parece natural y necesario. Mientras haya indecisos podemos seguir conversando, sin entrar en trincheras partisanas. Conversar sobre el futuro, sobre un país que se mueva hacia la prosperidad, como alguna vez lo hicimos. En definitiva, un país como el de los “30 años”.

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