Columna de Yanira Zúñiga: Participación y confianza



Por Yanira Zúñiga, profesora del Instituto de Derecho Público, Universidad Austral de Chile

Las encuestas vienen alertando sobre un aumento de la opción Rechazo en el plebiscito de salida, lo que fue calificado por el Presidente Boric como “un llamado de atención” que no debe ignorarse. Efectivamente, aunque el proceso constituyente chileno se encuentre entre los más participativos de la historia del constitucionalismo, no siempre la participación ciudadana garantiza una adhesión incondicional al texto propuesto, como ocurrió en Islandia. La participación popular fuerza a las élites a abordar problemas ajenos; pero el cambio de las coordenadas de discusión pública y la radicalización de un pluralismo aceptado a regañadientes, puede acrecentar las tensiones en lugar de aplacarlas. El ingreso de nuevos actores a “lo público” tiende a trastocar la “normalidad” del juego político. Ahí donde reinaban una visión y un lenguaje hegemónicos ahora campea un mosaico de caras y conceptos que resultan amenazantes. Así las cosas, de la incomodidad a la resistencia puede haber solo un paso, sobre todo si quienes se han beneficiado del statu quo promueven acciones para bloquear un cambio que amenaza con restarles influencia política futura.

Asimismo, la desconfianza juega también un rol importante como disolvente de los acuerdos constituyentes. En las sociedades donde esta abunda -como ocurre en Chile-, la sospecha puede erosionar y pulverizar la discusión pública. La glorificación de una suerte de “derecho a dudar de todo” (menos de las convicciones propias) termina alimentando tesis conspiracionistas, tergiversaciones, conscientes o inconscientes, y el recelo generalizado frente a todo lo que huela a poder.

Sin embargo, nos guste o no, la democracia constitucional requiere participación y confianza. De la misma manera que no podríamos salir a la calle sin confiar en que peatones y conductores respetarán razonablemente las reglas del tránsito (aun cuando es obvio que a veces no lo hacen), un proceso constituyente precisa confiar en los mecanismos aprobados para encauzarlo (como el quórum de 2/3 para la adopción de normas). Desde luego, esa confianza no puede ser ciega, pero tampoco puede consistir en un ejercicio autorreferente o rígido. Una nueva Constitución no es un traje a la medida de cada ciudadano/a ni tampoco una fotografía de instituciones y derechos fosilizados en el tiempo, inmunes a los cambios culturales y políticos. Es un arreglo sociopolítico, fruto de un momento histórico determinado, fraguado mediante procedimientos mutuamente aceptados, y cuyo horizonte es aumentar el respeto y la inclusión de grupos tradicionalmente marginados. Quienes defienden ideas que finalmente no “triunfan” en el debate constitucional pueden, también, sentirse “acogidos” por una nueva Constitución (de ahí la manida idea de la “casa común”) no porque ésta recoja fielmente sus preferencias, sino porque es portadora de acuerdos de vida en común, aceptables y útiles (al menos, plausiblemente) para resolver problemas actuales y futuros.

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