Por Matthias Erlandsen, Universidad del Desarrollo, María Fernanda Hernández-Garza, Pontificia Universidad Católica de Chile, y Carsten-Andreas Schulz, Universidad de Cambridge

El nombramiento de jefes y jefas de misiones diplomáticas es una prerrogativa común entre los y las líderes del poder Ejecutivo en muchos países del mundo. Existen buenas razones para que así sea, dado que el rol principal de la diplomacia es representar y promover los intereses del país en el extranjero. En Chile, como en cualquier otro lugar, le corresponde al gobierno de turno interpretar estos intereses y definir los ejes centrales de la política exterior. El Presidente Boric ha tomado la causa de la paridad de género y de la protección y promoción de los derechos humanos como intereses transversales, por lo que no debiera sorprender el nombramiento de profesionales que tengan amplia experiencia y el perfil necesario para profundizar en esas materias.

Al mismo tiempo, es conveniente que los jefes y las jefas de misiones tengan peso político y, por supuesto, una relación de confianza con el Presidente, especialmente con socios estratégicos como Argentina, o las misiones permanentes ante las organizaciones internacionales, como Naciones Unidas.

Por supuesto, los embajadores y las embajadoras no trabajan solos, sino que son apoyados por equipos diplomáticos profesionales entrenados en el servicio exterior. La consolidación de una diplomacia profesional no solo pasa por la selección de cargos discrecionales, sino que depende de un proceso de selección y promoción transparente y equitativo.

Algunas personas tienen la opinión de que los embajadores y embajadoras deberían reclutarse exclusivamente desde el grupo de diplomáticos y diplomáticas de carrera. Esto, sin dudas, dotaría al país de una política exterior con una estabilidad y credibilidad robusta. Sin embargo, surge el problema de que el servicio exterior no es un reflejo de la composición social y demográfica del país. Como afirma la historiadora Glenda Sluga, la profesionalización de la carrera diplomática durante los siglos XIX y XX conllevaba la exclusión de las mujeres de funciones formales y de peso político. La diplomacia latinoamericana no es la excepción, pues históricamente hombres, reclutados entre las elites políticas y sociales, han ocupado los altos cargos en los servicios exteriores de la región.

Nuestra propia investigación demuestra que los gobiernos de América Latina, que abogan por la paridad de género, usualmente utilizan los poderes discrecionales para atenuar la brecha de género que todavía existe en los altos rangos del servicio exterior. La administración del Presidente Boric, además de nombrar a Antonia Urrejola como la segunda canciller en la historia del país, trajo consigo una serie de otras primeras veces, incluyendo la designación de María del Carmen Domínguez como directora de la Academia Diplomática y varias mujeres designadas embajadoras en misiones de suma relevancia política: Bárbara Figueroa en Argentina, Paula Narváez como representante permanente ante las Naciones Unidas en Nueva York, y Claudia Fuentes, académica especialista en derechos humanos, liderando la misión ante las organizaciones internacionales en Ginebra.

Llamar a los puestos diplomáticos con rango de embajador o embajadora “premios de consuelo” es entenderlo de forma errónea y obviar su función representativa e inherentemente representativa. El debate centrado en unos pocos casos polémicos pierde de vista el panorama general, desconociendo así la amplia experiencia profesional de la gran mayoría de las personas designadas a estos cargos. Tampoco es correcto afirmar que en esta ocasión sigamos con más de lo mismo, pues el porcentaje de designaciones “políticas” han disminuido constantemente desde el retorno de la democracia, y hoy se sitúa alrededor del 20%.

La Constitución de 1980 le arroga la prerrogativa de nombramiento de embajadores y embajadoras al Presidente de la República sin contar con una aprobación del Senado, lo que en la práctica se traduce en un acuerdo tácito. Tener potestad para adjudicar cargos de embajadores o embajadoras desde fuera de la carrera diplomática es en principio deseable, siempre que cuente con límites claros. Tal vez estamos en un momento propicio para formalizar la amplitud de dicha prerrogativa y de esta manera mejorar la legitimidad democrática del proceso, lo que le permitiría a este y futuros gobiernos lograr un equilibrio entre fortalecer el servicio exterior profesional y mantener un margen de maniobra para dar forma e implementar la política exterior.

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