El riesgo de desvirtuar la labor del Congreso



Por Stéphanie Alenda, directora de Investigación, Fac. de Educación y Ciencias Sociales, Universidad Andrés Bello

¿Cuáles son las funciones de las y los parlamentarios? ¿Cuál es el lugar que ocupa o debería ocupar el Congreso en el sistema político? Estas preguntas fundamentales para el debate constitucional cobran un sentido especial a la luz de lo que rodeó la performance del diputado Naranjo en la acusación constitucional contra el Presidente Piñera. Más allá de ofrecer una ilustración más de un “parlamentarismo de facto” disruptivo respecto al fuerte presidencialismo que caracteriza a Chile, esta acusación -la undécima desde el inicio de la actual administración y la segunda de que es objeto el Mandatario- desvirtúa una de las funciones claves del Congreso: su rol de fiscalización de los actos del Presidente y/o sus ministros, recurriendo a un instrumento excepcional, que solo debería poder atentar contra la naturaleza de la elección presidencial en casos de extrema gravedad.

El punto no es que la acusación carezca de mérito, sino que los parlamentarios hayan abandonado su deber de imparcialidad, el cual requiere tomar distancia de las legítimas motivaciones partidistas con las que uno abraza una carrera política, para asumir una función legislativa. Al contrario, se desdibujaron los fines de un procedimiento para efectuar una censura política -por lo demás, con poca probabilidad de prosperar en el Senado- en base a muchas especulaciones, sin que se constituyera una comisión especial investigadora, y aunque el Congreso contara con un plazo de seis meses para acusar al Presidente luego de que terminara su mandato.

Lo que puede ser considerado como una desnaturalización de la función de control del Congreso es revelador de un fenómeno aún más preocupante: una desvirtuación del rol legislativo o una comprensión errónea de la función representativa que no convierte el Congreso en una mera caja de resonancia de las demandas de la calle, por muy justificadas que estas puedan aparecer. En su libro La justicia como imparcialidad, Brian Barry plantea que en las decisiones relativas a las políticas públicas, el criterio que debería primar ya no es la imparcialidad sino lo razonable, el peso de los argumentos más allá del conteo de los votos. Aunque voces técnicas transversales hayan alertado sobre los efectos nefastos de un cuarto retiro en un contexto de implementación del IFE, el proyecto estuvo a punto de ser aprobado en el Senado, a pesar de que los senadores reconocieran su impacto negativo. “Poner fin a las AFP”, o el planteamiento populista de “hacer lo que el pueblo exige” bajo la modalidad de una mediación directa que busque anular los tiempos institucionales de la democracia representativa, fueron los argumentos esgrimidos para la extracción de los fondos previsionales.

La pregunta que dejan instaladas estas prácticas es si el hecho de dar una respuesta cortoplacista a problemas complejos contribuye a devolver al Congreso la confianza ciudadana de la que carece dramáticamente. Lo que muestra al revés la literatura comparada es que la tentación populista es sintomática de una baja confianza en las instituciones. En resumidas cuentas, la normalización de ciertas prácticas, junto con erosionar la capacidad del Congreso de obrar en pos del bienestar de la sociedad, abre interrogantes acerca de si serán suficientes las modificaciones al sistema presidencialista que promete la nueva Constitución para evitar un choque entre poderes.

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