Hacia la ley mordaza



Por Julio Alvear, profesor titular de Derecho Constitucional Universidad del Desarrollo

El proyecto de ley que castiga el “negacionismo” crea un monstruo jurídico. Se sanciona, en realidad, como delito un “negacionismo” muy distinto al que se tipifica en países como Alemania, España o Francia, por colocar algunos ejemplos. Es otra figura: aquí se aproxima más a un grotesco instrumento de censura de un sector político a otro, quizás a un futuro comisariado del pensamiento.

El proyecto presenta varios problemas. No puedo nombrarlos todos, ni tratarlos en su debida dimensión. Discúlpeme, entonces, el lector, que tenga que centrarme en los que parecen más relevantes, casi a modo telegráfico.

El negacionismo es un problema para el derecho constitucional. Porque implica restringir un discurso que prima facie es fruto del ejercicio de una libertad fundamental. Por tanto, se debe ser muy cuidadoso en los estándares que se deben exigir para limitar esta libertad. Estándares que este proyecto no cumple, como lo ha hecho ver Human Rights Watch. Es muy delgada la línea que separa la ley mordaza del castigo eventualmente legítimo del negacionismo. Con palabras de buena crianza en torno a la causa de los derechos humanos, las leyes mordaza liquidan el ejercicio legítimo de la libertad de expresión, la libertad ideológica, la libre investigación histórica, el libre debate público, la licencia para criticar y esa entrañable libertad para hacer preguntas, primer enemigo de los totalitarismos.

Lo primero que sorprende de este proyecto es la confusión conceptual. El negacionismo es un tipo de discurso que niega la veracidad de las pruebas que existen sobre un hecho histórico (la masacre del bosque de Katyn, por ejemplo, llevada a cabo por la NKVD, policía secreta soviética) para sustituirlas por falacias lógicas que no contrastan con la realidad. El proyecto, sin embargo, hace otra cosa. Al penalizar la negación, aprobación o justificación de las “violaciones a los derechos humanos” (obviamente ocurridas durante el Régimen Militar, no antes) no se reconoce la diferencia elemental que existe entre negar un hecho (asesinatos, desapariciones, etc.), interpretarlo (situarlos históricamente, inquirir sus causas) y calificarlos jurídicamente (si son crímenes de genocidio, de lesa humanidad, etc.). El término “violación a los derechos humanos” parece querer arrastrar todo a su paso, operando -digámoslo en términos penales- una desaparición injustificada de elementos típicos.

Es interesante observar que en la legislación comparada, los delitos de negacionismo se vinculan a toda una sistemática de ilícitos de incitación a la violencia y al odio. Y es que no basta la mera negación de un hecho, para que el “negacionismo” sea penado. La Decisión Marco 2008/913JAI de la Comisión Europea, por ejemplo, incluye cualificaciones adicionales para reducir el ámbito punitivo del negacionismo, en caso de que los estados opten por esta vía. Se exige, vr. gr., la perturbación del orden público, o el uso de fórmulas objetivamente denigratorias, abusivas y degradantes, o que los crímenes negados hayan sido reconocidos por sentencia firme. También se integran elementos subjetivos del tipo delictivo (por ejemplo, la motivación discriminatoria, antisemita, etc. etc.). Muy poco de esto aparece en el proyecto que comentamos. Aparte de utilizar sin más precisión la genérica categoría de “violación de los derechos humanos”, hace uso de un umbral mucho más bajo en la constatación de los hechos: basta que estén consignados en informes de órganos administrativos y no judiciales, como el Informe Rettig y otros, para que no se pueda debatir/investigar/preguntar.

Se dirá que este proyecto también contiene cualificaciones. Pero son pompas de jabón. Nada más. Terrible futuro nos espera si a pretexto de los derechos humanos nos quitan la libertad.

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