O plebiscito

bolsonaro
Foto: AFP


El 6 de octubre de 1988 fue de fiesta para los demócratas en Chile. Y fue de pánico para la Bolsa de Santiago. El IPSA se derrumbó 16,7%, su peor caída de la historia.

El 2 de octubre de 2018 fue de euforia en los mercados brasileños. El Bovespa se disparó en 3,8%, su mejor día en dos años, tras la publicación de una encuesta que ponía al militar retirado Jair Bolsonaro arriba en una eventual segunda vuelta.

En 1988, Chile vivía el plebiscito que nos devolvió la democracia. En 2018, Brasil se asoma al vértigo de un plebiscito que amenaza hacerla retroceder. Y, ciegos de nuevo, los mercados vuelven a apostar contra el único modelo que garantiza su propia legitimidad.

Larry Diamond dice que vivimos una ola de "recesión democrática". Este sistema se derrumba en países como Venezuela y Nicaragua, y se tambalea frente a líderes elegidos por voto popular y devenidos en aspirantes a autócratas que aplastan las libertades de opositores y minorías en Turquía, Hungría y Filipinas.

Más preocupante aun es la legitimación de modelos como el de Putin, Trump y en especial, el del capitalismo sin democracia que promueve China.

Este incendio sin control acecha ahora a la cuarta democracia más grande del mundo: Brasil. Jair Bolsonaro, el "Trump tropical", un exmilitar con una hoja de vida discreta como parlamentario, y con un prontuario brutal de alabanza a dictadores y desprecio por los derechos humanos, las mujeres, los homosexuales y los negros, se acerca a la victoria. Lo suyo es el consabido menú de defensa del hombre común contra un largo listado de amenazas y agravios, aderezado con el condimento de las noticias falsas y salpimentado por el músculo de un Ejército que interviene en política contingente.

La corrupción de Brasil ofrece un plebiscito atroz. Porque frente al autoritario Bolsonaro asoma el plato indigesto de Fernando Haddad, el sucedáneo del condenado Lula. Menú a la carta entonces, elija usted: vote por la represión o condone la corrupción.

Y en un drama en tres actos, la élite empresarial brasileña ha sido fundamental en esta espiral de degradación democrática.

Primero, lucraron de un esquema de corrupción institucionalizada en complicidad con las dirigencias políticas, especialmente con el izquierdista Partido de los Trabajadores de Lula. Cuando "O Mecanismo" derrumbó el sistema, movieron los hilos para medrar de los restos del desastre. Lo reconoció esta semana en La Tercera el influyente exlíder de los industriales paulistas, y ahora candidato a gobernador de Sao Paulo, Paulo Skaf, uno de los líderes de la campaña para destituir a la presidenta Dilma Rousseff: "mi compromiso con el impeachment se dio debido a las políticas económicas equivocadas de Dilma".

Así, tras derribar a una presidenta porque no le gustaba su política económica, Skaf y gran parte del empresariado apoyan ahora a Bolsonaro. Poco importa que el referente mundial del liberalismo, The Economist, advierta en su portada que el exmilitar "es una amenaza para Brasil y América Latina". La perspectiva de una pasada ganadora importa más que la salud de la democracia. El cuento chino de un capitalismo sin democracia suena tentador.

Son demasiados lo que siguen sin entender que solo una democracia estable proporciona una base para legitimar la riqueza. Cuando corrompen la política para lucrar de ella, cuando manipulan las instituciones para instalar títeres en el poder, y cuando empujan el vagón del autoritarismo, muchos dueños del capital no hacen más que demostrar desprecio por la sociedad de la que dependen y ceguera por su propia sobrevivencia.

¿Cuánto de este cóctel de corrupción, manipulación e instinto autocrático aplica a Chile? ¿Cuán a salvo estamos de tener a un Trump, un Erdogan o un Bolsonaro tocando las puertas de La Moneda? Un solo dato para la reflexión: en una reciente nota, Forbes cita un estudio internacional del Pew Research Center como explicación de lo que ocurre en Brasil. El 33% de los brasileños dice en él que la democracia es "una mala manera" de gobernar el país.

Es una de las cifras más altas del mundo. Pero no la mayor. En Chile llega al 35%.

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