A propósito de la crisis del agua potable en Osorno

Autoridades fiscalizan la planta afectada en Osorno
Autoridades fiscalizan la planta afectada en Osorno.


La privación del suministro del servicio público de agua potable en Osorno abre varios frentes de análisis.

En primer lugar, como ha quedado de manifiesto por expresiones del propio Ministro de Obras Públicas, las condiciones en que se llevaba a cabo la producción de agua eran una combinación entre incompetencia y negligencia. Considerando lo señalado por la autoridad, parece del todo apropiado sancionar a la empresa con la caducidad de la concesión, que, de acuerdo a la Ley General de Servicios Sanitarios, es procedente, entre otras causales, cuando "las condiciones del servicio suministrado no corresponde a las exigencias establecidas en la ley o en sus reglamentos, o a las condiciones estipuladas en el decreto de concesión".

Discontinuar el servicio por varios días, en virtud de una deficiente organización interna de la sanitaria, con los graves efectos que de ello se han seguido para la población, son razones suficientes para determinar que la empresa debe dejar la actividad y ser sustituida por otra que sí sea competente para proveer el servicio. No es una excusa atendible que se haya tratado de un "error humano", puesto que el altísimo nivel de cuidado en la prestación de servicios públicos exige que, a pesar de la existencia de esos errores, no se interrumpa la provisión. Mención aparte merece la —a todas luces— defectuosa capacidad de reacción de la empresa para enmendar el problema, con información confusa que puso incluso en una incómoda situación al Presidente de la República, quien, como jefe de la Administración del Estado es el encargado de decretar la caducidad.

En segundo término, ha quedado en cuestión el regulador (la Superintendencia de Servicios Sanitarios) y su insuficiente capacidad de fiscalización, algo que fue detectado ya hace un par de años por el Informe anual de Derechos Humanos de la UDP. Ciertamente, como lo indica alguna literatura regulatoria, ningún órgano estatal tiene capacidad y recursos suficientes para cumplir en un cien por ciento con las tareas que el legislador le encarga y, por lo mismo, hay ciertos aspectos prioritarios o mínimos que han de atenderse: en este caso, prever los riesgos asociados a tener combustible cerca del sistema de tratamiento del agua parece ser uno de ellos.

Con todo, hay que poner cuidado con la crítica desmedida al Estado cuando, como acontece en no pocos ámbitos regulados, se ha tendido a atraer a las empresas y sus inversiones a cambio de una carga regulatoria laxa que quizá pudo haber tenido algún fundamento cuando se configuró el mercado, pero que hoy se muestra inapropiada. Como se sabe, en Chile la discusión en torno al aumento de las cargas regulatorias es compleja cuando hay actores políticos que, con capacidad de veto, consideran que cualquier mercado —como el de las sanitarias— funciona mejor mientras más desregulado esté.

En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, se ha puesto en tela de juicio la forma de prestación del servicio público a través de una empresa privada (el modelo de concesiones). Superando los dogmatismos, en la gestión pública comparada —e incluso en la nacional— existe actualmente una tendencia reinternalizadora de los servicios estatales que se concesionaron durante la ola ochentera de privatizaciones. Las razones para esta "vuelta a lo público" van desde los aspectos de eficiencia y calidad en la provisión del servicio hasta cuestiones estratégicas o bien ecológicas, cada vez más fundamentales en la época actual.

Abrir el debate sobre este punto importa desechar la discusión ideológica, que confronta a quienes creen que el Estado no debe intervenir en una actividad económica porque es siempre ineficiente, con los que consideran que el Estado debe hacerse cargo a todo evento de cualquier servicio público. Esto permite entender que el modelo chileno de concesión de servicio público es contingente, que podría ser de otro modo. Entrar en esa discusión, en fin, puede significar, como sucede en otros países, que los posibles afectados —los usuarios o "clientes"— participen en la decisión de quién debe prestar el servicio que, no ha de olvidarse, es originariamente estatal.

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