Que no se acabe Chile

FMI: Chile liderará crecimiento regional en 2021 y será uno de los ganadores de la transformación verde

Ningún discurso ni constelación simbólica con la que pretendamos recubrir nuestra realidad dañada va a ayudarnos. Lo que nos tiene que obsesionar durante los próximos años son dos cosas relacionadas: la construcción del Estado y la integración social en un contexto de constante catástrofe.



Asumamos, como todo indica, que la humanidad no logrará coordinarse para evitar un aumento de 1.5 grados en la temperatura del planeta durante los próximos 30 años. El escenario catastrófico que se abre es uno donde las potencias planetarias lucharán por asegurar a sus ciudadanos el mejor suministro posible de bienes de todo tipo, al mismo tiempo que intentarán evitar a toda costa la migración masiva hacia sus territorios centrales. Dado que los países política y económicamente débiles colapsarán, el escenario para una administración colonial indirecta quedará totalmente abierto. Las potencias mundiales buscarán generar y apoyar órdenes de subsistencia en estos países periféricos para extraer materias primas de ellos, al tiempo de evitar que sus habitantes se desplacen. Regímenes autoritarios títeres y fuertes medidas de control de la natalidad deberían ser la tónica en estas zonas. Una nueva época imperial despunta.

¿Cómo se integrará Chile en este concierto mundial? No somos parte de una potencia, así que nuestro destino es la periferia. Sin embargo -y éste es el gran error de muchos teóricos de la dependencia- no todas las naciones periféricas son iguales. Cada país negocia su dominación en mejores o peores condiciones según su fortaleza política, económica e institucional. Basta leer la historia de cualquier imperio para notar que no todos los dominados son iguales. Y que muchos países de segundo orden han logrado posiciones relativamente ventajosas gracias a su capacidad de organización y a su inteligencia estratégica.

Chile tiene, entonces, 10 años para sellar su destino en el nuevo orden mundial. De nuestra capacidad para organizarnos dependerá si terminaremos entregándonos como país chatarra a la potencia que llegue primero, para ser luego explotados sin misericordia, o si lograremos negociar una posición ventajosa.

Lamentablemente, vamos mal. Nuestras fisuras sociales y políticas nos perfilan más como nación inviable que como ninguna otra cosa. Ni hablar de la “Convención” y su proyecto desconstituyente. El país, desde el 2019, está en modo “sálvese el que pueda”, y lo que vemos hoy es más bien una repartija de despojos que otra cosa. De seguir este proceso, la tendencia natural será que las élites políticas y económicas negocien salvarse solas frente a las fuerzas imperiales, quedando el ciudadano común y corriente, junto con las materias primas, como saldo en remate.

Este escenario terrible no será culpa de las élites mencionadas. Cuando no hay margen de negociación, no hay margen de negociación. “Los suplicantes no eligen”, dicen los gringos. Por lo mismo, da igual la ideología política de quienes tomen esas posiciones de liderazgo. Por florido, nacionalista, socialista y enojado que sea tu discurso como líder, si no tienes espalda institucional real, vales hongo y tienes que aceptar lo que te tiren. De hecho, es esperable que los discursos políticos sean cada vez más grandilocuentes y autoritarios mientras más sometidos estemos. A los perros sin dientes sólo les queda ladrar.

No es de la remolienda político partidista o ideológica, entonces, que podemos esperar remedios. Ningún discurso ni constelación simbólica con la que pretendamos recubrir nuestra realidad dañada va a ayudarnos. Lo que nos tiene que obsesionar durante los próximos años son dos cosas relacionadas: la construcción del Estado y la integración social en un contexto de constante catástrofe. Al respecto, gracias a los terremotos y a nuestra compleja geografía, algo sabemos. La reconstrucción post 2010, el enfrentamiento de la pandemia (2020-2021) y la experiencia de muchas organizaciones de la sociedad civil que ofrecen apoyo a comunidades en contextos extremos resultan valiosas como reservas de experiencias útiles.

Esta es la reflexión a la que deberían abocarse los partidos políticos, los técnicos y los pensadores políticos. Ahí está la madre del cordero. Seguir patinando en las categorías de la Guerra Fría y jugando a la payaya en Twitter mientras se viene la noche encima es sólo idiota.

¿Cómo orientar el razonamiento? Una mirada pragmática debería hacernos ver al país como un sistema de energía social. Nuestro desafío de la próxima década sería organizar la producción y distribución de dicha energía de tal manera que logremos enfrentar, a nivel local y nacional, constantes crisis de distinto tipo sin que el sistema colapse. Y lo primero que nos enseñan las experiencias mencionadas es que la pluralidad de regímenes institucionales (Estado, mercado y sociedad civil) es una fortaleza, en la medida en que permite la liberación de la mayor cantidad de energías disponibles en la sociedad, al ofrecer distintas modalidades de expresión a las diferentes motivaciones socialmente existentes. En cambio, el fetichismo con cualquiera de estas formas organizacionales llevará a perder potencial y capacidad conjunta. Reconocer esto implica mirar con sospecha tanto a la izquierda estatista como a la derecha libertaria, fanáticas de tocar siempre la misma tecla del piano. Un país constantemente expuesto a catástrofes necesita toda su capacidad operativa disponible.

Ahora bien, para que esta capacidad disponible se oriente hacia el bien común es necesario tener una regulación inteligente y adecuada. No nos sirve un buen generador si el sistema de transporte y distribución de la energía es un adefesio. Enlazar la ganancia privada con la generación de verdadero valor para las personas, lograr estándares adecuados de transparencia administrativa en las ONG y hacer costoeficiente el Estado son desafíos fundamentales. Y, frente a un mundo de catástrofes, es clave la capacidad de hacer operar en red estas distintas instituciones. Durante la pandemia lo hemos visto funcionar en el sector salud, y resulta urgente estudiar y aprender de esa experiencia.

Esta capacidad de integración en red es también fundamental para pensar una organización política capaz de responder a los desafíos que vienen. Todas las formas de localismo, incluyendo el indigenista y el regionalista, que se basen en la pretensión de capturar rentas por parte de élites locales son un puro lastre. Su pretensión es colgarse de la red central, sin aportarle nada. Si queremos generar capacidad productiva y administrativa a nivel local, en cambio, necesitamos una descentralización pragmática, con unidades locales orientadas a mantener andando capacidades locales críticas e integradas verticalmente con los demás niveles de la administración. El feudalismo autárquico municipal, en su mejor versión, conduce a una miseria orgullosa. En su peor versión es un régimen de pillaje por pequeñas bandas de ladrones y matones. Y lo que necesitamos es mantener andando el país, no cortarlo en pedacitos y repartirlo.

Por último, resulta urgente buscar regenerar el tejido social a nivel local. La unidad de propósito nacional se alimenta de ir generando comunidades de propósito locales. Y dicha regeneración depende críticamente de incentivar la emergencia de núcleos asociativos virtuosos que vayan madurando e integrando a más miembros. Es lo que Felipe Berríos nos relató en su reciente columna en Ciper respecto a su experiencia en La Chimba de Antofagasta: mediante un proceso de selección, coordinación y crecimiento orgánico, y con la ayuda de una organización civil, un núcleo de familias es capaz de hacer frente a condiciones extremas. Si el Estado apoya la constitución de estos núcleos y fuerza a los elementos anómicos hasta conducirlos hacia ellos, podemos comenzar a regenerar nuestro tejido social. Entender esto exige un cambio enorme respecto a la forma en que el Estado y las empresas conciben su trabajo con la sociedad civil (real, no los grupos clientelistas de protesta digitados políticamente) y con las comunidades de propósito y sus instituciones.

Todo esto es un bosquejo tosco, por cierto, y muchas otras lecciones emergen de los lugares señalados. Pero el mensaje de fondo es claro: estamos perdiendo y jugando los descuentos. Y, o nos ordenamos, nos ponemos serios y pensamos cómo seguir siendo un país durante la crisis climática que ya comienza a reconfigurar el mundo, o lo que vendrá para la mayoría será la más abyecta servidumbre. Que se acabe Chile dejó de ser un cliché irónico de adolescentes taimados. Hoy es una triste posibilidad.

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