Columna de Álvaro Vargas Llosa: Apuntes de Rusia

rusia 2018

Este Mundial nos revela que todavía hay, desde el punto de vista del desarrollo, una distancia entre los prósperos y los que todavía están lejos de serlo lo bastante amplia como para que se cuele, en el medio, un país como Rusia.



Escribo estas líneas brincando de un sitio a otro en Rusia, embebido en fútbol, una de las bellas artes, pero también intrigado por lo que este asunto de masas dice sobre los países que participan en él. Pienso en lo que, a estas alturas, con el torneo en pleno desarrollo, significa para América Latina. La primera constatación me temo que no nos deja bien parados. Este Mundial está mucho mejor organizado que el de Brasil: es más eficaz y su infraestructura es mejor. El de Brasil transmitía la sensación de que el evento había desbordado al país; aquí es al revés: el vasto perímetro ruso no es solo una realidad geográfica, sino también estructural: no es el evento el que desborda al país, sino el país el que contiene el evento. Quiere decir que algo hay en el sistema ruso que supera el sistema latinoamericano, al menos el de esa parte fundamental de la región latinoamericana que representa Brasil. Rusia es un país que viene de siglos de zarismo, un siglo de comunismo y tres décadas de democracia precaria, primero, y autoritarismo centralista, después. América Latina, en cambio, es, con las excepciones, una región que, si bien arrastra una historia no menos vertical e impositiva, lleva varias décadas en democracia. Dice mucho acerca de la mediocridad comparativa de una parte importante de América Latina el que Rusia, un país que está lejos de la prosperidad y calidad institucional del primer mundo, luzca más desarrollada que esta zona del mundo. Lo parece en varios sentidos, que en el caso de este Mundial se resumen en una: la capacidad para movilizar recursos detrás de ciertos objetivos con éxito.

Podría pensarse que Rusia ha logrado este objetivo puntual a costa del país, distrayendo recursos de la sociedad a la fuerza y sacrificando a la población en aras de la gran obra. Después de todo, eso mismo permitía que la URSS compitiera de cerca -durante unas décadas- con el Occidente liberal en lo militar y deportivo. Un sistema totalitario, como sucedía durante los regímenes precolombinos, puede, si concentra las energías en una meta, erigir grandes fortalezas y ciudadelas a un alto precio humano. Pero sería una exageración decir esto en el caso de Rusia hoy. A pesar de que a finales de la década se terminó el "boom" de los commodities y de que la recuperación de los últimos tiempos es pálida, el Mundial encuentra a Rusia en capacidad de hacer frente a este objetivo de Estado sin apretar a la sociedad más de lo que el sistema la aprieta regularmente.

La tradición zarista ha resucitado, a lo cual hay que añadir que el legado centralista y vertical del comunismo seguramente juega su papel en esta capacidad para organizar desde arriba grandes acontecimientos colectivos.

La comparación que me importa, en estos apuntes, no es lo lejos que está Rusia del primer mundo, sino la pobre realización de América Latina, en comparación con el segundo mundo, en las décadas más o menos democráticas transcurridas desde la caída de las dictaduras militares en los años 80. Aunque la anticuada clasificación de los países en primer, segundo y tercer mundo ha sido superada por expresiones como "países emergentes" y otros calificativos por el estilo, este Mundial nos revela que todavía hay desde el punto de vista del desarrollo una distancia entre los prósperos y los que todavía están lejos de serlo lo bastante amplia como para que se cuele, en el medio, un país como Rusia. No hablo, por supuesto, de libertades, dominio en el que Rusia está muy por detrás de muchas democracias latinoamericanas. Hablo de la capacidad para estructurar nuestras sociedades y a partir de esas estructuras obtener resultados de conjunto. El primer mundo demostró que eso se puede hacer en libertad y que bajo un estado de derecho y unos intercambios libres (o más o menos libres) se puede llegar muy lejos como colectividad. El tercer mundo demuestra que la baja intensidad de nuestras libertades a lo largo de estas décadas y la incapacidad para afirmar ciertas instituciones han retardado nuestro desarrollo. ¿Y qué nos demuestra el segundo mundo, el de los autoritarios herederos del comunismo, convertidos en regímenes de fuerza con capitalismo de Estado y un capitalismo privado limitado por la complicidad entre el poder y sus favoritos? Yo diría que lo que nos demuestra no es tanto su éxito como el fracaso de los otros: es decir, el tiempo que han perdido buena parte de América Latina y otras zonas del antiguo tercer mundo en su carrera hacia el desarrollo.

¿Y qué nos dice el rendimiento de los equipos latinoamericanos? Lo más evidente, lo que quema los ojos: la agónica contradicción que es Argentina. Algunas veces he reflexionado en este rincón sobre la decadencia del fútbol argentino como reflejo de las opciones políticas que adoptó ese país a lo largo de las últimas décadas. Lo fascinante, aquí en Rusia, es la convivencia de las dos Argentinas: la del populismo barriobajero, que encarna (mi admirado) Maradona, encaramado grotescamente en la tribuna y suicidándose poco a poco a la vista de todos, y la del primer mundo, encarnada en la cancha por Lionel Messi, que procura, con dificultad y sufrimiento, arrastrar hacia el triunfo a los demás. Allí, desgarrada entre el Maradona de la tribuna y el Messi del césped, está la contradictoria Argentina de hoy. El equipo no termina de acompañar a Messi: hay desorden, improvisación, ausencia de sistema, caos, falta de claridad en la idea común. En una palabra: subdesarrollo. Pero la Argentina política de hoy ha derrotado al populismo en las urnas y procura, con esfuerzo y no sin contramarchas y tropiezos, dejar atrás el subdesarrollo. ¿Están la selección y el país desfasados? No exactamente: la selección no es subdesarrollo puro.

Hay en ella algunos elementos de desarrollo, además de Messi. Lo que sucede es que, como la Argentina de Macri, ellos conviven con otros elementos que obstaculizan la solución definitiva.

¿Qué sucede con Brasil? Como Argentina, se clasificó para octavos. Ha obtenido buenos resultados, pero no ha exhibido aún el poderío que había demostrado en las eliminatorias que lo clasificaron al Mundial. ¿Por qué? Quizá porque lo venció, en los primeros partidos, la inseguridad. Hay aquí un espejo: el Brasil político de hoy hace reformas, progresa lentamente, en medio de todos los problemas imaginables, empezando por la desconfianza de la ciudadanía en su gobierno y su Presidente. Su progreso, por ello, es dubitativo, proyecta poca confianza en sí mismo. Solo los observadores que se fijan en Brasil muy de cerca llegan a notar los avances de los últimos tiempos. Si uno no acerca la mirada, todavía se ve algo que parece un fracaso sin atenuantes. ¿Será capaz Brasil, tras las elecciones de octubre, de dotarse a sí mismo de un gobierno que, con mucha más credibilidad que el actual, continúe y acelere las reformas de Michel Temer? ¿Será la selección, a su vez, capaz, en los octavos de final y, si vence a sus rivales, en etapas posteriores, de superar la inseguridad dubitativa y dar el salto a la plenitud futbolística? No quiero exagerar el paralelo, pero me seduce esta misteriosa relación entre ambas cosas.

¿Qué decir de México? Que empezó la fase de grupos mejor que como la acabó, que fue de más a menos, trazando una trayectoria no demasiado distinta de la que hizo México como país desde el inicio de su democracia en el año 2000.

Parecía entonces, con esa transición democrática limpia, a lomo de unas reformas (semi)liberales que había iniciado el PRI y, se suponía, iban a continuar, que México era candidato al primer mundo. Pero el entrampamiento de su vida política, la supervivencia de la corrupción, la distracción de energías en la lucha contra el narcotráfico y la escasez y lentitud de las reformas condenaron al país a un rendimiento económico mediocre, por debajo del promedio latinoamericano. Eso podría mejorar -o empeorar, si el López Obrador que ganará hoy las elecciones presidenciales adopta el populismo-, pero la constatación, dos décadas después de alcanzada la democracia, es que, como la selección que empezó de forma fulgurante la fase de grupos del Mundial y la acabó pobremente ante Suecia, el país se privó a sí mismo de la gloria con el paso de los años.

Fascinante, lo del Perú y Colombia. Por donde voy oigo hablar bien del fútbol que exhibió Perú, del encanto de su afición, de la historia romántica en que se convirtió el paso del equipo por este torneo. Y, sin embargo, la mala suerte y una cierta incapacidad para la definición cuando más importaba privaron a la selección peruana del pase a octavos de final. Los nombres de Guerrero, Cueva y compañía se han incrustado en la retina del mundo del fútbol, pero ello no basta para obtener resultados competitivos. ¿No hay aquí algo semejante a lo sucedido con el Perú de las últimas décadas? Me refiero al Perú cuyo "milagro económico" se incrustó también en la retina del mundo pero que con los años ha ido frustrándose por no saber poner la política a la altura de la economía y la iniciativa de sus emprendedores. El Perú, como su selección, no termina de superar la fase de grupos en el campeonato del desarrollo.

Colombia pasó octavos por su pundonor más que por su fútbol, que por ahora ha decepcionado a quienes esperábamos más de él. Como la Colombia de los últimos años, que se fue encogiendo desgarrada por sus fracturas ideológicas, esta selección empezó muy bien hace pocos años y se ha ido desdibujando poco a poco. Pero, también como el país al que representa, ha dado, a la hora undécima, un respingo, clasificándose a octavos. Parece decirnos: luego del bache, estamos de regreso. ¿Hay en esto un eco de la Colombia que se entrega a Duque con la esperanza de superar el encono de la era Santos?

Qué ironía que no esté Chile, el país más desarrollado de América Latina, en un Mundial donde tantas cosas en el terreno futbolístico están reflejando -en muchos casos por coincidencia antes que por causa y efecto- las realidades de esas naciones. Más irónico aun resulta el hecho de que Chile tenga una selección muy superior a las de Panamá, que participó en su primer Mundial, y Costa Rica, que estuvo muy lejos del rendimiento del Mundial pasado, y no haya podido colarse, esta vez, en la vitrina del fútbol mundial.

Sé que me olvido de Uruguay y no es justo. Su selección no es novedad: siempre está en la pelea, como lo está el país en la tabla del éxito latinoamericano. Pero aquí sí hay un desfase. Puede decirse que el equipo anda hoy por delante del país, que ha perdido fuelle, que se ha ido "quedando", en los últimos años, aunque no se note demasiado por la ventaja que le lleva, en desarrollo acumulado, a buena parte de sus vecinos.

Lo siento, tengo que parar: me espera un partidazo en Kazán. Prometo retomar estos apuntes sobre la extraña relación entre el truculento perímetro verde y el mundo loco de allá afuera.

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