Diez años después de Lehman Brothers

¿Puede volver a ocurrir una crisis como la de hace diez años?—respondo: sí, claro que puede. Cobrando otras formas y con otras peculiaridades, claro que puede.



El 15 de septiembre de 2008 el mundo se acabó… por un momento. Ese día Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión gringo, con más de 600 mil millones de dólares de pasivos (dos Chiles y medio) y unos 65 mil millones de dólares de activos tóxicos (dos Bolivias) vinculados a hipotecas, quebró. Las repercusiones fueron planetarias. Lehman fue el detonante de una crisis general que habría estallado en cualquier otro lugar si no lo hubiera hecho allí.

Interesa, 10 años después, recordar cuál fue el problema de fondo, preguntarse si se puede repetir y observar qué consecuencias políticas acarreó.

Al inicio del nuevo milenio se puso de moda entre economistas hablar de la Gran Moderación que reinaba desde los años 80 en las economías capitalistas. Atrás había quedado, se decía, el ciclo económico clásico, ese subibaja ciclotímico que había imperado por tanto tiempo. La economía, se creía, había entrado en una nueva etapa gracias a los avances de las democracias capitalistas; todo era más previsible, estable. La expresión clave de esa Gran Moderación eran las tasas de interés. Desde los años 80 habían bajado sistemáticamente, con pequeñas interrupciones puntuales. Gracias a ello, millones de familias podían progresar, los negocios crecer y la economía prosperar.

Era una ilusión. La manipulación de las tasas de interés siempre acarrea consecuencias. La más grave es el exceso de deuda. Otra es el precio desorbitado de ciertos activos, por ejemplo inmobiliarios o bursátiles. A finales de los 90, la deuda estadounidense había aumentado mucho, el ahorro había dejado de importar, y había surgido la burbuja de las "puntocom", que se pinchó con el colapso de la Bolsa entre 2000 y 2002. Nada de esto detuvo la Gran Moderación. En el nuevo milenio la gente, las empresas y el Estado se siguieron endeudando y la tasa de interés referencial, después del repunte temporal, volvió a caer a un irrisorio 1%.

Un factor importante para el excesivo endeudamiento era que los activos aparentemente se revalorizaban mucho. ¿Qué importa tener cuatro hipotecas si los precios inmobiliarios imparables ponen en manos del deudor una riqueza muy superior a su deuda? A esto se había sumado otro factor: los políticos. Presas del espíritu de la Gran Moderación, habían tomado medidas para facilitar el acceso a la propiedad de quienes no estaban en condiciones reales de adquirirla. Desde Bill Clinton, en los 90, hasta Bush hijo, en los 2000, todos contribuyeron. Hacia 2007, la deuda total de Estados Unidos -incluyendo al gobierno, las empresas y los hogares-equivalía a 350% de su producto bruto, más del doble que en décadas previas a la Gran Moderación.

El endeudamiento vino acompañado, a su vez, de innovaciones financieras que aprovecharon la regulación laxa, como la creación de papeles cuyo valor dependía de un "subyacente", especialmente las hipotecas. Esto ya existía, pero en los años locos se generalizó. Fannie Mae y Freddie Mac, las entidades semiestatales que se volvieron famosas, venían comprando hipotecas desde hacía mucho tiempo, pero en esos años apretaron el acelerador. Adquirían hipotecas, "empaquetaban" muchas de ellas y, con un lacito que equivalía a una garantía del gobierno, las revendían. Mantenían la otra parte de las hipotecas en sus carteras. Hacia 2008, llegaron a poseer o garantizar un total de cinco billones de dólares (tres Brasiles) en hipotecas.

En la década de 2000, muchas otras entidades financieras empezaron a hacer lo mismo. Lehman era solo una de ellas. Las compañías de seguros, los bancos de inversión, los fondos y todo lo que se conoce como "banca en la sombra" se sumó a esta bacanal. Atrás habían quedado los años en que las hipotecas tenían que ver solo con banca comercial. Ahora cientos de instituciones financieras jugaban ese partido. Si no había riesgo de impagos y los inmuebles subían de precio constantemente por encima del valor de las deudas, ¿por qué no participar de esta farra crediticia?

En un sistema monetario como el existente, estos excesos, que serían peligrosos en cualquier sistema, tienen un importantísimo agravante. Consiste en que la euforia exacerba la tendencia a endeudarse a corto plazo para invertir -o prestar- a largo plazo. Mientras todo parecía ir bien, los bancos pedían prestado a corto plazo y compraban estos productos tóxicos de largo plazo. Cuando tenían que refinanciar su deuda de corto plazo, lo que sucedía por definición muy a menudo, utilizaban sus activos de largo plazo, a su vez refrendados por las altas calificaciones que les conferían las calificadoras de riesgo, como garantía. Así, ¿qué podía fallar?

La respuesta es: todo. El mundo se empezó a desmadejar por el lado más obvio, que casi nadie tomó en cuenta: los deudores morosos. Al principio, la morosidad, que afectaba distinto tipo de créditos pero sobre todo los hipotecarios, aumentó poco a poco. Pero hacia el 2007, el efecto acumulativo ya era demasiado importante como para ignorarlo. Aunque parezca increíble, en el mundo de las finanzas -con las pocas excepciones que han pasado a la historia por su perspicacia- nadie se percató… o quiso percatar. Hacia 2008, había 6,1 billones (seis Méxicos) en hipotecas inmobiliarias; la morosidad de los créditos hipotecarios en general era bastante alta, pero la de los "subprime" (gente con pobre historia de crédito) alcanzaba un ¡25%!

Recordemos que todo dependía de estos créditos. Si las deudas no se pagaban y para colmo las casas bajaban de precio porque los bancos que ejecutaban las hipotecas salían al mercado a venderlas como pudieran, el sistema peligraba. ¿Por qué? Porque todas las instituciones que habían participado del negocio de los títulos basados en créditos como esos se endeudaban a corto plazo e invertían a largo plazo. El problema consiguiente era doble: tenían muy pocos fondos propios para respaldar esas apuestas de largo plazo (en el caso de Lehman, los fondos propios equivalían a apenas 4% de sus activos) y contaban con que el mercado les permitiría constantemente refinanciar sus deudas de corto plazo gracias al respaldo de esos activos que ahora, por culpa de la morosidad y la caída de los precios de los inmuebles, ofrecían escasísima garantía.

Así fue que, uno a uno, todos estos bancos comerciales, bancos de inversión, aseguradoras, fondos monetarios y demás intermediarios financieros que habían participado de la fiesta entraron en graves problemas. Nadie quería refinanciar a nadie, nadie confiaba en los activos de nadie. En marzo de 2008, por ejemplo, Bear Sterns entró en crisis y acabó siendo absorbida por JP Morgan, bajo presión y con garantía del Tesoro, por la irrisoria suma de ¡dos dólares la acción! Cuando en septiembre Henry Paulson, secretario del Tesoro, dejó caer a Lehman, el sistema ya estaba en realidad hundido.

Una enorme onda expansiva de la crisis financiera era inevitable: los precios de las acciones y las casas caían de precio precipitadamente, y los créditos de corto plazo, indispensables para las empresas pequeñas y medianas que sostienen tres cuartas partes del empleo, se habían frenado en seco. El problema ya no era solo el de los tiburones financieros: también el de todos los pececitos de la economía.

La crisis no era privativa de Estados Unidos. El sistema financiero no está fragmentado por fronteras: unos y otros están conectados entre sí. Toda clase de instituciones habían comprado los mismos papeles sin importar el origen nacional. Además, cada país había cometido sus propios excesos: algunos con deuda privada, otros con deuda pública, la mayoría con ambas cosas. El resto -la década conocida como la Gran Recesión- es historia.

La respuesta a la crisis en el campo financiero ha sido, me temo, en gran parte, repetir los errores del pasado. No es el lugar para discutir esto a fondo, pero las tasas de interés han sido objeto de una manipulación sin precedentes (llegando a terreno negativo en muchos lugares) porque se creía que así se estimularían el crédito y la inversión. Eso no ocurrió, pues la gente prefirió ser prudente y dedicar tiempo a reducir su deuda. Pero sí ha habido efectos peligrosos, como la revalorización artificial de activos, incluyendo los de la Bolsa, y el sostenimiento de un enorme mercado de derivados potencialmente tóxicos. Las políticas de los gobiernos -la fiscal y la monetaria- han hecho que la deuda de los Estados siga creciendo y que la de los particulares, especialmente las empresas, después de unos años de prudencia, vuelva a aumentar. La deuda total de Estados Unidos (Estado, empresas, hogares) sigue equivaliendo a alrededor de 350% del producto bruto.

Tarde o temprano, cuando los "espíritus animales" se terminen de poner en marcha (algo que en Estados Unidos ya está ocurriendo desde hace un rato), los bancos centrales, ante el riesgo de que se dispare la inflación, tendrán el gran problema de cómo retirar la enorme cantidad de dinero artificialmente creado. No retirarlo disparará la inflación, pero retirarlo provocará una descomunal recesión. ¿O hay una tercera vía que no conocemos?

Si esa fue la respuesta en el campo monetario, la consecuencia política ha sido el resurgimiento del populismo en el mundo desarrollado. Varios factores relacionados con el estallido de la burbuja han contribuido: los rescates financieros a las grandes entidades bancarias (y de otro tipo) exacerbaron el resentimiento con las élites internacionales; la percepción de que la clase política fue responsable de gran parte de la burbuja y respondió a su pinchazo sin pensar en el ciudadano de a pie profundizó el fenómeno de la desafección hacia los políticos tradicionales; el odio a las élites internacionales a su vez ahondó la desconfianza en la globalización, con sus dislocaciones (y sus migraciones); por último, la prolongación de la Gran Recesión ayudó a que resurgiese el nacionalismo, tanto el cultural como el comercial. El resultado es un Estados Unidos donde el Partido Republicano y el Partido Demócrata están viviendo una profunda transformación, una Europa donde las divisiones y la amenaza de la desintegración se renuevan con cada elección nacional y un mundo emergente en el que el autoritarismo parece regodearse, como lo prueba Vladimir Putin, con el desprestigio de la idea democrática en las democracias occidentales.

No quiero desmoralizarlos demasiado con esta nota final. Después de todo, el Occidente liberal ha sobrevivido a todo, incluyendo la Gran Depresión de los años 30, las dos guerras mundiales y la URSS. Solo que a la pregunta que hice al comienzo -¿puede volver a ocurrir una crisis como la de hace 10 años? -respondo: sí, claro que puede. Cobrando otras formas y con otras peculiaridades, claro que puede.

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