Columna de Óscar Contardo: El vocabulario del orden

aula segura

El proyecto Aula Segura fue un triunfo para el gobierno, pese a las modificaciones de la oposición en el Congreso. La iniciativa logró cambiar completamente la conversación en torno a la enseñanza pública: la puso en el ámbito de la criminalidad, un área en el que la derecha se maneja acudiendo al alfabeto del temor, aquel que invoca palabras fuertes como antídoto, medidas inmediatas como el castigo y la expulsión. El gobierno echó mano del "sentido común", ese universo irreflexivo y cómodo que busca soluciones simples a problemas complejos, iniciativas que lucen obvias, populares y rápidas y que, por lo general, van a contramano de lo que indican los especialistas.



El eje cambió, el encuadre es otro y la conversación súbitamente alteró su rumbo. Ya no escuchamos hablar de educación pública, ni de su futuro, ni siquiera de cómo fue desmantelada hasta perder todo prestigio y transformarse en un pozo del que nadie quiere hacerse cargo. La última vez que el tema había aparecido en su tradicional enfoque fue gracias a las declaraciones de Gerardo Varela, el exministro de Educación que en un acto oficial manifestó su irritación con los liceos y colegios del país que persistentemente le pedían ayuda económica a su cartera. Varela sugirió que organizaran bingos. La frase fue un escándalo. La oposición reaccionó indignada. Varela fue reemplazado. A esas alturas las noticias sobre los ataques de jóvenes vestidos de overoles blancos eran habituales en los noticieros. Grupos que irrumpían en liceos del centro de Santiago -los más antiguos, los que conservaban jirones de prestigio- y atacaban con bombas molotov, cortaban el tránsito y se enfrentaban con carabineros. ¿Eran alumnos? ¿Eran parte de una organización? ¿La policía había logrado identificarlos? Los directivos de los establecimientos aseguraban que actuaban de manera repentina, que no respondían a una movilización, ni a un petitorio anterior insatisfecho. Simplemente aparecían, intimidaban y destruían.

Las notas de televisión se hicieron frecuentes. De un modo vertiginoso la educación pública sumaría otro baldón a su desmejorada fama: las escuelas y liceos ya no solamente eran lugares en donde la educación era deficiente y los medios para impartirla escasos; donde los paros y tomas descontaban días de clases; ahora también era un sitio inseguro y violento acechado por delincuentes. Puede que los ataques de los overoles blancos ocurrieran solo en un puñado de establecimientos de una zona geográfica muy limitada, pero se trataba de liceos con renombre, instituciones sobre las que se había construido la historia de la educación pública chilena. ¿Si eso podía suceder ahí qué se espera para la periferia? Frente a esto, la oposición -y la centroizquierda en general- permaneció muda. Parecía no tener un vocabulario suficiente para enfrentar lo que se repetía periódicamente y que instalaba en la opinión pública la sensación de miedo, el estado de ánimo que menos le conviene al progresismo. ¿Cuántos eran esos estudiantes? ¿Cómo se organizaban? ¿Quién querría que sus hijos estuvieran cerca de ellos?

Para las declaraciones como las del exministro Varela la oposición tenía respuestas inmediatas, frases contundentes y claras. Sin embargo, para comentar las imágenes de un grupo de jóvenes insultando y arrojándole combustible a una profesora, solo reaccionaba con el mismo desconcierto y espanto del ciudadano común. No existía un discurso para la seguridad y el orden, aquello que las familias legítimamente buscan que exista en el lugar en donde sus hijos estudian. Naturalmente, dirigentes y parlamentarios de centroizquierda condenaban los hechos, pero ¿cómo contener el daño que estaban provocando? ¿Qué mensaje enviar a la ciudadanía? La derecha sí sabía cómo responder y lo hizo apelando a la mano dura, capturando de paso el beneplácito de la mayor parte de la opinión pública.

El proyecto Aula Segura fue un triunfo para el gobierno, pese a las modificaciones de la oposición en el Congreso. La iniciativa logró cambiar completamente la conversación en torno a la enseñanza pública: la puso en el ámbito de la criminalidad, un área en el que la derecha se maneja acudiendo al alfabeto del temor, aquel que invoca palabras fuertes como antídoto, medidas inmediatas como el castigo y la expulsión. El gobierno echó mano del "sentido común", ese universo irreflexivo y cómodo que busca soluciones simples a problemas complejos, iniciativas que lucen obvias, populares y rápidas y que, por lo general, van a contramano de lo que indican los especialistas. Es más, un grupo de más de 30 investigadores expertos en convivencia escolar rechazó la propuesta del ministerio, argumentando que la evidencia internacional indicaba que medidas como las que proponía el proyecto Aula Segura a la larga incrementaban la violencia. Pero en política nadie quiere escuchar sobre el camino apropiado que indica un mapa minuciosamente elaborado, si repentinamente encuentra un atajo que le ayudará a conseguir popularidad. Ya ni siquiera es necesario invocar la calidad de la educación, la trinchera en la que los sectores conservadores se habían refugiado para enfrentar la demanda por la igualdad iniciada en 2006 con la "revolución de los pingüinos". La irrupción de los overoles blancos acabó por arrastrar todo diálogo al ámbito de los piedrazos y las golpizas; la imagen del escolar como un sujeto que merece igualdad de derechos desapareció de escena y fue reemplazada por la del sospechoso sin rostro, situando el debate sobre educación en el más primitivo de los puntos: el de la violencia y el límite que distingue a estudiantes de meros delincuentes.

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