Bitácora de un científico en la Antártica, Día -1: la cuarentena


Este será mi quinto viaje antártico, si nada lo impide a última hora, y aún me parece tan increíble como la primera vez fui el continente blanco. Este año, a mi incredulidad normal, se suma lo que ha acontecido en el mundo en los últimos 19 meses.

Estoy atrapado en una habitación de hotel desde hace seis días cumpliendo con la cuarentena previa a nuestro viaje y el encierro me ha llevado a reflexionar. Aunque parezca el guion de una película, la última vez que regresé de Antártica a América coincidió con el día que el presidente del Chile anunció el cierre de fronteras por la pandemia de Covid-19. Después de dos meses por el océano Austral, volver se sintió como una especie de dramatización del filme de zombies 28 días después.

La vista desde mi hotel, donde estoy llevando a cabo la cuarentena.

Parece mentira que, con toda la angustia, incertidumbre y situación precaria generada por la pandemia, hoy esté en Punta Arenas haciendo una cuarentena mientras tres dosis de vacuna me defienden de ese virus que aún da vueltas entre nosotros. Doy las gracias a mi colegas científicos que desarrollaron las vacunas, así como a todas las personas que hicieron posible mi vacunación. Sin esas personas, estar aquí sentado hoy escribiendo estas líneas sería mucho más difícil o directamente imposible. A todos los lectores de esta columna, les pido por favor que sigan cuidándose y se pongan la dosis de refuerzo cuando les corresponda. Ahora no podemos relajarnos; la meta se ve cada vez más cerca.

Cuando me doy cuenta de lo increíble que me parece estar aquí a las puertas de embarcarme hacia la Antártica me sorprendo de cómo funciona (o no funciona) la mente humana. Llevo más de siete meses preparando, organizando y peleando para que este momento pueda realizarse. Es el viejo truco que me juega mi mente cada vez que vengo. Ese viejo truco que me hace regresar al continente blanco como si fuese un ave migratoria, y que cada vez que vuelvo hace que se me olviden todos los agobios previos y posteriores al viaje y la expedición.

Parte del equipaje que llevaré a la Antártica.

A pesar de estar encerrado y más quieto que nunca, siento que la Antártica se acerca cada día un poquito más, como si una fuerza telúrica nos atrajese hacia un abrazo que durará dos meses. Organizar la campaña de este año ha sido más desafiante que nunca, y la energía y horas de sueño que he invertido nadie me las puede devolver, pero me da igual. A través de la ventana siento, o imagino el aroma salado del estrecho de Magallanes y sé que después nos espera el mar de Hoces (o paso Drake) y al final nuestro regalo: la Antártica.

Estos días de cuarentena nos han transformado en unos bebés gigantes que viven según el horario de las comidas, pero también me han servido como una pequeña cámara de descomprensión. Un descanso antes de la tormenta y la perfecta ocasión para terminar tareas que quedaron postergadas por las obligaciones impuestas por el imperativo logístico que es participar en una expedición antártica.

Acá junto al equipo con el que viajaré a la Antártica.

Prontamente deberé abandonar esta burbuja, porque todo lo bueno ha de terminar para emprender el tramo final de mi migración estacional. Esperemos que Poseidón y Eolo se apiaden de nosotros y podamos llegar sin tener que practicar ayuno forzoso o regurgitar la comida a un nido con agua y sin polluelos. Al otro lado nos espera el continente blanco y una nueva oportunidad para desvelar alguno de sus secretos.

Bon boyage!

* Juan Höfer es oceanógrafo español del Centro de Investigación Dinámica de Ecosistemas Marinos de Altas Latitudes (Ideal) de la Universidad Austral de Chile (Uach), y académico de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV).

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