El fútbol que queremos

Monumental


No sé quién fue el personaje que acuñó ese lugar común que de tanto en tanto los periodistas seguimos usando para referirnos al deporte que nos convoca domingo a domingo: la fiesta del fútbol. A Julio Martínez Pradanos se lo escuché infinidad de veces cuando, frente a la cámara de televisión, abría sus comentarios deportivos en Canal 13. Como suele ocurrir con los lugares comunes, imagino que la primera vez que ocupó esa imagen para dar cuenta de aquello que había visto las palabras transmitieron toda la carga emotiva que JM quería imprimir a sus palabras, pero con el correr del tiempo las frases se van gastando, dejan de significar lo que en algún momento significaron y se convierten en signos vacíos, banales, superfluos.

Leo los diarios dominicales y ninguno hace alusión a la fiesta del fútbol. No porque los periodistas hayan entendido que hay frases hechas que es preferible no usar, sino porque el clásico entre Colo Colo y Universidad de Chile tuvo la palidez de un moribundo. En el mundo ideal, uno esperaría que si la fiesta estuvo ausente de la cancha, esta recorriera las gradas dando al encuentro deportivo ese marco de espectacularidad que cuando menos yo recuerdo haber vivido en los días en que mi padre me llevaba al estadio de la mano. Sin embargo, lo que se vivió ayer en el Monumental estuvo lejos de eso. Y no me refiero tanto al uso de bengalas y fuegos de artificio como a las distintas formas de violencia que afloraron como un tributo adelantado a la primavera.

La odiosidad de parte de algunos hinchas de Colo Colo en contra del arquero Johnny Herrera son una muestra de ello. Hablo de los cánticos dedicados al golero azul y de la bandera que mostraba a un indio degollando una imagen de Herrera. Podrán decirme que eso es parte de la cultura futbolera, que ahí reside la sal y pimienta de los clásicos o rescatar aquellos argumentos que hace poco más de un año la propia ANFP avalaba para que Chile no fuera sancionado por cantos xenófobos contra las selecciones que llegaron a Santiago para disputar las clasificatorias a Rusia 2018. Ni hablar de la mala leche que por momentos los jugadores de uno y otro club mostraron en la cancha contra sus compañeros de profesión. Yo me pregunto, ¿en qué momento naturalizamos el odio y la violencia hacia el otro?, ¿en qué momento la fiesta del fútbol se convirtió en un carnaval iracundo y ruin?

Siento que el problema es mucho más de fondo y trasciende los márgenes futbolísticos. Hace un par de años me tocó participar en un proyecto de prevención del delito y la violencia en escuelas y liceos rotulados como vulnerables. Me sorprendió cómo la violencia física y verbal estaba naturalizada en los niños. Entiendo que hay realidades en donde la violencia es parte de la cotidianidad, que está en las calles, en las familias, en los vecinos, pero eso no significa que debamos aceptarla ni mucho menos replicarla.

Por momentos, el nuestro me parece un país indolente, incapaz de reaccionar ante situaciones atentatorias contra los derechos que todos tenemos: la violencia, la discriminación, la falta de oportunidades, la desigualdad. Así como no quiero un país que de vuelta la cara ante estas realidades, tampoco quiero un fútbol que promueva situaciones como las vividas este sábado en el estadio. Quiero otro fútbol para mis nietos. Uno más parecido al que a mí me tocó vivir, el mismo que permitió acuñar ese lugar común tan gastado hoy en día: la fiesta del fútbol.

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