Columna de Ricardo Lagos: Jacinda Ardern y Nueva Zelandia, otra forma de hacer política

Es una líder que le demostró al mundo cómo ejercen el poder las nuevas generaciones: de manera directa y viviendo la horizontalidad que les permiten las nuevas tecnologías. Y eso mismo es lo que se refleja al momento de anunciar su renuncia.



Tal vez en el pasado Nueva Zelandia fue un país lejano para los chilenos. Ya no. Hoy tenemos vuelos directos, más de siete mil jóvenes chilenos han estado allí más de un año aprovechando la visa “working holiday”, tenemos el Acuerdo de Economía Digital junto con Singapur y, por último, allí se depositó nuestra aprobación al TPP11 en cuyo origen está, precisamente, el diálogo entre Nueva Zelandia y Chile al comenzar el siglo XXI.

Por todo eso, nos atrajo mucho el devenir de ese país cuando Jacinda Ardern asumió como primera ministra en 2017, convirtiéndose con sus 37 años en la gobernante más joven del mundo. Con un estilo de liderazgo empático, directo y fresco, instaló a Nueva Zelandia en el centro de las conversaciones políticas. Y por eso, también nos impactó su renuncia, dando muestras de sabiduría y honestidad política. Su anuncio fue noticia en todo el mundo al dar un paso al costado y permitir que su partido, el Laborista, se reposicione para las próximas elecciones de octubre.

Jacinta Ardern fue una estrella en la política internacional durante los cinco años que lideró el gobierno de Nueva Zelandia y representó allí los valores de la centroizquierda del siglo XXI. Defensora del pluralismo y la tolerancia, enarboló la bandera por el feminismo y la acción por el cambio climático. Su gabinete tras ganar la reelección en 2020 fue el más diverso de la historia de su país, con un 40% de mujeres, un 25% de personas de origen maorí y un 15% de personas de la comunidad LGBTQ. Madre primero y ministra después, pasará a la historia por ser la primera Jefa de Estado que dio un discurso ante el resto de los líderes mundiales en la Asamblea de las Naciones Unidas con su guagua recién nacida en sus brazos.

Nueva Zelandia es un país constituido por dos islas principales y otras adyacentes, tiene una población de 4,4 millones de habitantes y es uno de los países desarrollados más aislados geográficamente. Habitada desde sus orígenes por el pueblo maorí, en 1840 se convirtió en colonia inglesa y comenzó esa convivencia étnica que le determina hasta hoy. Pero hay un signo clave en su historia: en 1893 fue el primer país en el mundo en dar voto a la mujer.

En los albores del siglo XXI, con Helen Clark a la cabeza, Nueva Zelandia avanzó en un proceso de apertura inédito por el cual ese país, aunque pequeño, ganó influencia política y económica en el Asia Pacífico. Desde su sensibilidad como miembro del Labor Party, había recorrido América Latina en su juventud. Por eso, fue un gesto muy trascendente para ambos países cuando en marzo de 2000 visitó Chile con motivo de mi asunción como Presidente. Nos conocíamos, porque ambos fuimos parte en 1997 de la Comisión de la Internacional Socialista presidida por Felipe González. Aquello hizo fácil, ya ambos en el gobierno, el diseño de un acuerdo de libre comercio que sería bilateral, pero al sumarse también Singapur y Brunei, pasó a ser el P4. Se firmó el 2005 y tiempo después, el Presidente George Bush señaló el interés de unirse. Largo recorrido, retiro después con Trump, y al final lo que hoy tenemos: un TPP11 con una marcha persistente.

¿Qué significó aquello para nosotros? Encontrar en Nueva Zelandia un país que veía, en la alianza con otros, la posibilidad de abrirse al mundo y ganar injerencia activa en el panorama geopolítico, más allá del tamaño de su mercado.

Jacinda Ardern continuó ese camino. Durante estos casi seis años de mandato transformó sus convicciones en acciones. Es una líder que le demostró al mundo cómo ejercen el poder las nuevas generaciones: de manera directa y viviendo la horizontalidad que les permiten las nuevas tecnologías. Y eso mismo es lo que se refleja al momento de anunciar su renuncia. Honesta, reconoció el desgaste personal y político sufrido en su cargo y por ello cabía renovar los liderazgos dentro de su coalición, priorizando también su vida personal. “Sé lo que exige este trabajo”, dijo en una emotiva rueda de prensa, “Y sé que ya no me quedan fuerzas para hacerle justicia”. Ha dejado la tarea en medio del aplauso de todos sus conciudadanos. Todos saben que su figura no abandonará el escenario político: aún hay muchos años que la esperan.

Nueva Zelandia y su exprimera ministra irradian valores que debemos sentir cercanos, aquellos que miran más al siglo XXI que a las dimensiones de hegemonías del pasado. Ella trajo su juventud, su capacidad de adaptarse a un entorno que se transforma más rápido de lo que muchas veces podemos asimilar. Y desde allí supo abrirse al mundo, desde lo que es, para participar en el quehacer geopolítico internacional.

En cierta forma, Nueva Zelandia se gestó a la sombra de Australia, siempre mirando a Londres. Pero supo desligarse de esa marca cuando entendió que en el respeto y la buena convivencia entre sus habitantes estaba su fortaleza como país. Han organizado un sistema de servicio público fuerte y eficiente; han construido una identidad sólida que es ejemplo y, en este sentido, Nueva Zelandia es una inspiración para Chile. La defensa de los valores democráticos, el respeto irrestricto a los derechos humanos y la búsqueda hacia un consenso –ese valor que es la única verdad para las sociedades modernas– son parte de la receta por la cual ese archipiélago emergió como protagonista en el ordenamiento del mundo. A través del Pacífico, aquí en el sur del mundo, Chile y Nueva Zelandia tienen mucho que compartir, especialmente cuando se trata de construir sociedades abiertas a las imaginaciones y capacidades de todos.

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