Columna de Héctor Soto: "La brecha"

CHILE-CRISIS-PROTEST
People demonstrate on the fifth straight day of protests against a now suspended hike in metro ticket prices, in Santiago, on October 22, 2019. President Sebastian Pinera convened a meeting with leaders of Chile's political parties on Tuesday in the ho...


Del alejamiento de los jóvenes de los partidos políticos se comenzó a hablar en serio hace por lo menos 20 años. El supuesto inicial era que la juventud no estaba ni ahí, sin embargo, tres décadas después hemos venido a saber que fue un error de percepción. Los jóvenes estaban tal vez en otra, pero de estar, estaban.

Hoy posiblemente la principal amenaza sobre el sistema político proviene no de la desigualdad entre ricos y pobres, sino de la brecha generacional que separa a los jóvenes del resto. La culpa -dicen- es de la transición política, que despolitizó a la sociedad, que alejó a la Concertación de la ciudadanía para concentrarla durante dos décadas en los dilemas y prebendas del poder y que, a su turno, también tranquilizó a la derecha, dado que la centroizquierda se había vuelto razonable y mal que mal en el gobierno se estaba portando bien. A este relajo se sumó la falta de renovación de las dirigencias. Tras la vuelta de la democracia el año 90, la generación que vivió el embargo de la dictadura retomó el timón y ahí se apernó para siempre. Paró el tiraje de la chimenea y los cuarentones que alguna vez se prepararon como contingente de reemplazo envejecieron esperando el minuto que nunca les llegó, simplemente porque -educados en un cierto vasallaje- siempre prefirieron pedir permiso a pedir perdón. El fenómeno, particularmente dramático en la centroizquierda, es lo que produjo el cisma de la izquierda chilena, lo que explica la aparición del Frente Amplio y lo que permite entender -quizás solo en parte- la profunda atomización de los movimientos de protesta asociados al reciente estallido social.

Son complicados estos quiebres generacionales. La política también es una cinta transportadora de experiencias y, como lo demuestra la historia, cuando esta dinámica se bloquea o se interrumpe el efecto suele ser traumático. Algo de eso ocurrió en la Europa del 68. A la larga, la rebelión juvenil fue políticamente irrelevante, pero en términos culturales, sin embargo, el mundo nunca volvió a ser el de antes. En Estados Unidos ocurrió algo parecido con el surgimiento de la Nueva Izquierda, que a partir de los campus universitarios radicalizó al país en los tiempos de la guerra del Vietnam. Esta dimensión ahora se subestima no obstante que en su época fue tremenda e incendiaria. La pugna de ese movimiento de intelectuales y estudiantes, incluso con el sector más izquierdista del Partido Demócrata, fue feroz y los únicos que ganaron fueron los republicanos. Con el tiempo, sin embargo, parte de la Nueva Izquierda se fue a Wall Street y sus proclamas y descalificaciones se desgastaron, entre otras cosas, porque en algún momento la rebelión tenía que ajustar cuentas con el sentido común. Como dice el ensayista y crítico literario estadounidense Irving Howe, en algún momento tenía que imponerse la realidad. Porque, claro, en Estados Unidos no iba a haber ninguna revolución; tampoco era un país fascista y la revuelta estudiantil en ningún caso interpretaba a los trabajadores norteamericanos. ¿Suena familiar algo de esto?

El gran problema de este tipo de brechas es bastante obvio: se rompe la cadena de la historia, se interrumpe el traspaso de las experiencias y lecciones, y las nuevas generaciones no tienen más remedio que repetir los mismos errores en que incurrieron las anteriores. En términos etarios, cada cual es libre de escoger incluso los desaciertos que quiera cometer. En términos colectivos, no obstante, ese sagrado derecho individual puede convertirse en una tragedia, particularmente en sociedades que están al filo del ser y el no ser, y donde un paso atrás puede significar no un retraso sino el despeñadero.

La larga siesta de los partidos políticos entre los jóvenes no tiene visos de terminar. Es cosa de mirar el listado de las federaciones de estudiantes, que ya en sí mismas representan poco porque han sido elegidas en comicios famélicos, al borde del raquitismo, y son hijas de la vocación minoritaria del extremismo político. Ni siquiera las colectividades del Frente Amplio se libran de la falta de conexión con este mundo, de por sí inconexo y atomizado.

¿La causa fue la falta de trabajo político, el abandono territorial de los partidos, el hecho de creer que la política pasa antes por la exposición a los medios o a las redes sociales que por la capacidad de persuadir y movilizar a la gente? ¿O es, más bien, que los partidos son organizaciones demasiado institucionales e invasivas, demasiado controladoras y del siglo XX, para acoger las pulsiones a menudo erráticas, con frecuencia emocionales y muchas veces efímeras de los jóvenes? ¿Será que los partidos no supieron adaptarse a los tiempos o el problema es más profundo que eso?

Cualquiera sea la dimensión del problema, lo dramático es que sin partidos no hay democracia que sea sólida. Los movimientos sociales agitan. Pero son los partidos los que jerarquizan y procesan.

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