Un chileno en la fiesta yanqui: Así se vivió el Super Bowl, el partido que detiene a EE.UU.

Hinchas, Superbowl
Foto: AP.

Predicadores, mucha seguridad, comida por montones y un estadio futurista fueron los ingredientes de la final del fútbol americano que se jugó anoche en Atlanta. Un evento en que, aunque suene contradictorio, lo menos importante es el partido en sí mismo.


Es un mal día para ser pollo en Estados Unidos.

La idea se viene a la cabeza cuando corren bandejas y bandejas de alitas con salsa barbacoa y chicken tenders en el State Farm Arena, un estadio para 20 mil personas donde hace de local los Atlanta Hawks de la NBA, pero que este domingo estaba completamente cerrado para un evento privado de Stubhub, una cadena de venta de entradas estadounidense que premiaba a quienes compraron su ticket para el Super Bowl con toda la comida y bebida que pudieran consumir.

Son las 12 del día y faltan seis horas y media para el partido que enfrentará a New England Patriots con Los Angeles Rams, la final del fútbol americano, pero acá las prioridades son otras: un completo, pizza, ensaladas césar y bebidas con refill ilimitado. Porque el Super Bowl es un partido, pero es mucho más que un partido. Es el día que paraliza a Estados Unidos, que reúne a los amigos en torno a un balón –ovalado, pero balón-, y, por cierto, la jornada del año donde, según las estadísticas, se consumen más alitas de pollo, chicken wings y sus derivados.

Ya está dicho: este domingo es un mal día para ser pollo en Estados Unidos.

Y en Atlanta, afuera del Mercedes Benz Stadium –un coloso para 70 mil personas que se construyó con el propósito de volver a albergar este partido tras casi dos décadas y que se inauguró en 2017-, parece ser un buen día para los predicadores. Es imposible dar más de unos cuantos pasos antes de toparse con alguien entregando un papel que dice "Cristo Salva", otras personas con altavoces predicando la fe en Jesucristo o, directamente, grupos que denuncian que los fanáticos del fútbol americano creen en una idolatría falsa.

Están ahí, sus parlantes se escuchan y no se puede evitar: parecen tan parte del paisaje como las camisetas de Tom Brady –el veterano jugador estrella de los Patriots- que aparecen una y otra vez. Y, de vez en cuando, aparecen otros grupos. Algunos pidiendo por frenar el calentamiento global. U otro, en una esquina, protestando con un letrero de "Me Too" por lo que consideran una causa ignorada: detener la circuncisión masculina. Con todo el país paralizado y cada medio que se precie de tal con un enviado en Atlanta, es el momento de hacerse notar.

También, con chaquetas rojas, se hacen notar los encargados de seguridad. Sin muchos aspavientos, pero siempre presentes. Con más de un millón de visitantes y las cámaras apuntando a la ciudad, el fantasma de un atentado ronda en las preocupaciones de las autoridades. Atlanta, además, tiene sus razones: en 1996, cuando organizó los Juegos Olímpicos de Verano, sufrió un ataque en una de sus actividades dedicadas al público que terminó con la muerte de dos personas. Por eso, hay policías y voluntarios en cada paso, aunque todos se esfuerzan por sonreír. Porque esto, al final, es una fiesta.

Un estadio del futuro

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Foto: AP.[/caption]

Los alrededores del estadio están repletos, con personas con sus caras pintadas, gorros y todo tipo de atuendos, pero la escena es cualquier cosa menos caótica. Si el Estadio Nacional albergará la final de la Copa Libertadores a fines de este año, hubiera sido deseable que alguna de las personas a cargo del evento visitara Atlanta este fin de semana: todo en orden, la gente en filas con cientos, quizás miles, de voluntarios guiando a quienes se extraviaban en un complejo grande, tanto como para tener dos estaciones de metro dedicadas especialmente para el evento.

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Foto: EFE.[/caption]

Adentro del estadio hay música, una pantalla gigante que recorre imponente todo el cielo y un techo retráctil que deja ver la luz. Y, de nuevo, mucha comida, en especial por un detalle: Arthur Brown, el dueño del estadio y de los Atlanta Falcons –el equipo de la NFL que hace de local acá-, estableció un sistema de "precios populares" para los principales productos. Un vaso de bebida cuesta dos dólares ($1.400), pero puede ser rellenado ilimitadamente en cualquier lugar del estadio. Las papas fritas cuestan cinco dólares ($3.500). Y así.

Desde las alturas del estadio se ven manchas rojas. Porque hay algo extraño para un evento de este nivel: quedan asientos vacíos. Cientos, o miles, casi al menos uno por fila. No es por falta de demanda. Quizás son los precios: una entrada cuesta, por lo bajo, un millón y medio de pesos, y las mejores ubicaciones se rematan a cerca de seis millones. Quizás es otro factor: la mayor parte de las entradas se entrega a los equipos y a los auspiciadores, los que, si no se las dan a alguien, simplemente las pierden.

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Foto: USA Today.[/caption]

Desde las mismas alturas, impresiona otro detalle: la precisión quirúrgica con la que un ejército de seres humanos vestido de negro arma un escenario en cinco minutos para el espectáculo de medio tiempo, donde toca la banda Maroon 5. Parecen hormigas, armando como si se tratara de un Lego una tarima gigante en forma de "M" en el centro del campo. Las mismas hormigas-seres humanos volverán tras la presentación de la banda –doce minutos cronometrados, porque no hay más tiempo- para repetir el ejercicio y desarmar su construcción. Esta vez, desaparece en seis minutos.

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Foto: AP.[/caption]

Con todo eso ocurriendo, parece casi intrascendente agregar que hubo un partido. Que fue un duelo de defensivas como no se veía hace tiempo –un encuentro "aburrido", según la prensa estadounidense-. Que Tom Brady, quizás el mejor jugador de la historia del deporte, llegó a seis títulos, récord absoluto. Y que los Patriots, usualmente odiados por el mismo éxito que los hace competir todos los años por llegar a esta instancia, fueron locales en el estadio, con los fanáticos coreando el nombre de su mariscal de campo.

Porque el Super Bowl es, al final, una excusa. Una fiesta invernal estadounidense que lleva 53 ediciones y que el próximo año volverá a paralizar el país, esta vez en Miami. Allí, como si fuera la película del Día de la Marmota –que este año cayó justo un día antes del encuentro-, volverán los predicadores, la seguridad, la bebida y la comida.

Y, por cierto: será otra vez un mal día para ser pollo en los Estados Unidos.

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