A favor de la presencia real



Por Patricio Domínguez, profesor de Filosofía Universidad de los Andes

Quizá algún lector piense que esta columna pretende retomar la disputa teológica entre católicos y protestantes en torno al sacramento de la eucaristía. Lamento decepcionarlo. El tema de esta columna es otro, pero no está ajeno a la disputa. Se trata de un debate que ya ha comenzado a darse en las universidades, y que probablemente nos acompañará un buen tiempo.

Como todos sabemos, las universidades se han visto forzadas por la contingencia a asumir el formato “en línea”. En un principio, tanto profesores como alumnos asumieron dicho formato conscientes de que se trataba de una medida de salvataje. Sin embargo, se escuchan hoy voces dentro de la academia que consideran que la experiencia en línea ha sido provechosa y que lo que al principio parecía una solución forzosa hoy muestra una cara amable que debe ser contemplada para el futuro. Algunos incluso creen que el formato virtual es simplemente mejor que el formato presencial.

Con todo, me temo que los entusiastas del formato virtual son presa de ciertos malentendidos conceptuales que vale la pena aclarar. Por motivos de espacio, me referiré a uno solo. Este consiste en pensar que la clase es una forma (entre muchas posibles) de “transmisión” de un discurso llamado “conocimiento”, y que su sentido último es divulgativo. Según esta concepción, mientras más personas tengan acceso a dicho “traspaso”, mejor cumplirá su función la clase. Así las cosas, una clase por Zoom cumpliría más cabalmente con su cometido, pues a ella pueden acceder potencialmente muchísimos más oyentes.

Sin embargo, este modo de concebir las cosas presenta al menos tres problemas: en primer lugar, si extraemos sus consecuencias lógicas, habría que explicar por qué la práctica pedagógica no quedó obsoleta con la invención de la escritura en Sumeria o Egipto hace miles de años. En efecto, ¿qué motivo habría para que existan todavía profesores, si existen medios más eficientes de “transmisión” (ya sea el papiro o youtube)?

En segundo lugar, esta idea asume acríticamente una imagen mecánica de la pedagogía, según la cual lo importante estriba en el “traspaso” de una cosa llamada “contenido” desde un cerebro a otro, como si se tratara de llenar un vaso vacío con el agua de un vaso más colmado (el chiste es de Platón). Esta imagen olvida que la mente humana no funciona como un ente mecánico producido en masa, y que por lo tanto su cultivo exige la presencia constante de un interlocutor que vaya guiando al aprendiz sin echar mano a recetas mecánicas pre-establecidas. Desde este punto de vista, la clase que realmente merece el nombre de tal se parece más a una conversación personal que a una conferencia multitudinaria cuyas ondas se disgregan en un infinito espacio virtual.

En tercer lugar, el entusiasmo por el formato virtual olvida la jerarquía evidente entre lo original y su sucedáneo. Pretender que el formato en línea sea preferible a la clase presencial es tan absurdo como sugerir que la existencia del CD de la novena sinfonía de Beethoven es una buena razón para no ir a escucharla al Teatro Municipal, o que la existencia de la transmisión televisiva del clásico River-Boca es una buena razón para desechar un una invitación a “la Bombonera”. No se trata de un romanticismo del pasado ni de un gusto por lo añejo. Se trata simple y llanamente de preferir la presencia real.

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