Aunque nos duela



La negación de las violaciones a los Derechos Humanos, o incluso su justificación o relativización, es una conducta miserable, que denota la ausencia de toda humanidad y civilidad, lo que a veces nos impulsa a censurarla o castigarla. Sin embargo, por varias razones difiero, en la forma y fondo, del texto aprobado en la comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, que tipifica "el negacionismo" como un delito con penas privativas de libertad.

Primero, porque pone en cuestión una de las conquistas civilizatorias más significativas de toda democracia, al limitar o condicionar la libertad de expresión, pilar esencial de todo debate sano y vigoroso. Los "derechos en sentido fuerte" -nos recuerda Dworkin- son una carta de triunfo de las minorías frente a las mayorías, para que justamente no se confunda la validez de una opinión con, cosa muy distinta, el que la consideramos valiosa o decente.

Segundo, porque si bien la libertad de expresión reconoce ciertos límites, como es el caso de la dignidad humana, resulta controvertido que la delimitación de ésta quede en manos de una mayoría política circunstancial. La reducción de ciertos tipos de libertad por la exigencia de que se cumpla con la "conciencia común" -como lo denomina Durkheim- podría ser un pequeño problema cuando determinadas normas son compartidas por toda la sociedad. Sin embargo, no es éste el caso, ya que justamente asistimos a un acalorado y dividido debate sobre la memoria histórica del país.

Tercero, porque contrario a lo perseguido por los impulsores de este proyecto, la iniciativa podría terminar devaluando el discurso sobre los DD.HH. Por una parte, y pese a todo lo que creamos con gran convicción y certeza, a menos que se le cuestione y problematice, podríamos terminar sosteniéndolo a manera de un prejuicio, es decir con poca comprensión o sentimiento de sus fundamentos racionales. Por la otra, el silenciar ciertas opiniones solo contribuirá a victimizar a las personas o grupos que las promueven, ensalzando tales argumentos, a sus voceros y generando la sospecha de que no somos capaces de enfrentarlos en un espacio donde no debería haber más fuerza que la que importan los propios argumentos.

Cuarto, porque como ciudadano no quiero entregarle a la autoridad la posibilidad de que, según su contingente criterio, castigue toda opinión u "acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra" nuestras convicciones más profundas, aun cuando "propugnen la violencia o una concepción de la sociedad, del Estado o del orden jurídico… contrario al ordenamiento institucional de la República". (Las frases entre comillas son del antiguo artículo 8vo de la Constitución de 1980).

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