Columna de Ascanio Cavallo: El eje de las izquierdas

Foto: Mario Téllez / La Tercera


La izquierda atraviesa por otra de esas grandes encrucijadas que cada cierto tiempo la atormentan. ¿O habría que decir las izquierdas? Es más exacto, y ha sido cierto por más años de los que se pueda recordar, pero hoy, con su proliferación elefantiásica de grupos y partidos, es otro síntoma de crisis, no de mera arquitectura. También es cierto que no se trata de una crisis local, sino global, y tampoco es exclusiva, porque una crisis simétrica afecta también a la derecha, o las derechas.

El problema no se entiende muy bien si uno se queda con la polémica del día -si gobierna más el Socialismo Democrático que Apruebo Dignidad, o viceversa- o si se enreda en las declaraciones tácticas, del tipo “realismo sin renuncia” (el tipo de vacío conceptual que le gustaba a la Presidenta Bachelet) o “revisión crítica del programa” (el tipo de exceso retórico que apacigua a los socialistas).

Se trata de algo más profundo. El verdadero alcance del vacío que dejó el derrumbe de la Unión Soviética recién ha venido a notarse en los últimos años. Aunque discreparan de ese modelo, las izquierdas tenían allí su principal punto de orientación: estimulante para los comunistas, ingrato para los socialistas y condenable para los socialdemócratas. La alternativa de China nunca lo fue en este lado del mundo, y menos lo puede ser ahora, después de saber que Mao merece un lugar prominente en la galería más tenebrosa del siglo XX. El Estado monstruoso y tiránico no ha sido una invención literaria.

En los últimos 30 años, la gran alternativa de la izquierda libertaria pasó a ser la socialdemocracia, la “tercera vía”, cuyo reinado logró dos cosas contradictorias: impulsó el acceso a nuevos bienes de inmensos segmentos de población (Chile y Brasil, por ejemplo), con lo que aceleró la modernización social, pero al mismo tiempo se convirtió en una especie de socia pecaminosa del capitalismo, y en especial de sus peores defectos, como la corrupción y la venalidad.

La literatura sobre los cambios globales de estos años es abrumadora. Pero para la izquierda chilena el más importante ha sido la paulatina erosión de sus ideales universalistas, que fueron cediendo paso, a veces por convicción y a veces por conveniencia, al predominio de los particularismos y los programas identitarios, nacionalistas, “generizados”, “etnicizados”, todos encarnaciones de minorías ofendidas. Una razón obvia es que muchos de estos grupos creen ser de izquierda, incluso cuando están muy lejos del universalismo y pueden hasta ir en la dirección contraria, como ocurre con los etnonacionalismos. Huelga decir que una suma de minorías no hace una mayoría. Pero esto no basta.

La proclamación de la diferencia ha desplazado a la de la igualdad; es como si el viejo Marx hubiese escrito “proletarios del mundo, desuníos”. ¿Por qué el Frente Amplio son tres partidos más varios movimientos en vez de uno solo? Esta semana, RD descartó la discusión del partido fusionado por este año y el 2023, o sea, hasta el fin del gobierno. Se dirá: siguen la lógica de los movimientos estudiantiles. Está bien, pero sus dirigentes dejaron de ser estudiantes hace mucho rato, obtuvieron el gobierno de la República y, después de todo, como escribió Janet Malcolm, “los motivos de las organizaciones estudiantiles no son más que transferenciales”.

El FA se ha convertido en el eje de la izquierda chilena. Un eje funcional, necesario como un gozne, pero no ideológico: las ideas principales de gobierno no están pasando por allí y hasta se diría que, con escasas excepciones, lo que tiene a su cargo son las malas ideas, las excesivas y las inviables. Desde un punto de vista más sentimental que político, el último cambio de gabinete fue un desastre para el FA, y no sólo por lo que cambió, sino peor aún, por lo que quedó pendiente.

El vigor que el frenteamplismo les atribuyó a las políticas identitarias -partiendo, engañosamente, del único movimiento realmente exitoso, el feminista- no existe en el país real. Eso es lo que demostró la derrota del proyecto de la Convención Constitucional, el más particularista que haya conocido la historia de Chile. El contundente voto de rechazo fue una negativa a la desintegración y a los intereses identitarios, dialécticamente unidos.

Las políticas identitarias son lo contrario de la deliberación y el acuerdo, porque sus demandas no son negociables. Su dinámica en el mundo muestra que sólo pueden subsistir escalando sus reclamos, extremándolos hasta que ya no caben otros proyectos en el mismo espacio.

¿Por qué el FA se ha sentido más cómodo primero con esos grupos, luego con el PC y después con el Socialismo Democrático? No todo se puede atribuir a oportunismo político. Algo se agita en el fondo de ese mar de las nuevas generaciones. Las metáforas sobre padres y abuelos suelen ser ingeniosas, pero no describen el problema intelectual. Las nuevas izquierdas llaman “neoliberalismo” al complicado proceso de modernización del último medio siglo (en Chile incluye a la Concertación de donde viene el Socialismo Democrático), pero esa descripción tiene algo de suicida, porque para superarla tendrían que producir una inversión cultural que lograra hacer pensar que el mundo de hoy es peor que el de ayer. La maldición es terminar presas de la misma aporía que ya se infligió el PC chileno: denunciar un período (“los 30 años”) en el que también fue gobierno.

La modernización aumentó la diversidad, pero sólo unos pocos entienden que ella se ganó para usarla en contra de otros, como lo han hecho varios de los indultados que le siguen complicando la vida al gobierno.

El problema de la unidad de propósitos es el futuro del gobierno de Boric. No es su situación débil en el Parlamento, ni su falta de mayoría electoral, ni la oposición de la derecha, ni la cultura capitalista. Es definir lo que quiere hacer, sabiendo que en ese momento se desgranará el choclo.

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