Columna de Francisco Medina: El PDG y la agonía de la política



El partido más grande de Chile parece haber encontrado la clave del éxito. Con sus más de 46.000 militantes, según las cifras oficiales del Servel, el Partido de la Gente hoy atraviesa un extraordinario momento de popularidad, llegando incluso a convertirse en la bancada bisagra de la Cámara. La fórmula ganadora, según explican desde la interna, ha sido someter todas las decisiones a la opinión de sus bases, mediante lo que ellos llaman la “democracia digital”.

Sin embargo, tal modus operandi se sostiene sobre una premisa preocupante: la política debería renunciar a su vocación conductora de los procesos sociales y allanarse, sin más, a los resultados de la última encuesta a sus bases. Sin ir más lejos, en una reciente entrevista, su secretario general, Emilio Peña, declaró que a pesar de que personalmente está en contra del aborto libre, se vería en la obligación de votar a favor si así lo deciden sus militantes. No hay reflexión que valga ni principios que la sustenten: el partido se contenta con convertirse en una caja de resonancia de la mayoría de sus afiliados.

Conscientes o no, el PDG ha operativizado los dictados de la “democracia radical”, sostenida por autores como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, quienes conciben como irremediablemente conflictiva la relación entre los políticos y el pueblo. Como hemos explicado en un reciente estudio de IdeaPaís —titulado “Por una Constitución Democrática”—, esta forma de entender la democracia promueve mecanismos de participación donde la ciudadanía pueda expresarse libremente, sin necesidad de recurrir o depender de lo que decida la clase política.

Por cierto que esta manera de comprender y ejercer la política abriga problemas importantes, basta recordar los retiros del 10% y las consecuencias que hoy padecemos. Sin embargo, todo esfuerzo por rehabilitar la mediación política debería partir por reconocer que la democracia digital y radical del PDG, con todos sus males, es un intento por salvar la grieta que separa a los partidos de sus adherentes y la ciudadanía. Es decir, nada de lo que propone el PDG haría sentido si no existiera en la gente un sentimiento de abandono o de desprecio por parte de los partidos tradicionales y sus cúpulas.

Pensemos, por ejemplo, en las elecciones del Partido Comunista (PC) del año 2020, donde se reeligió por enésima vez a Guillermo Teillier como presidente de la tienda, sin perjuicio de haber alcanzado la posición 70 entre 96 opciones. Otro caso paradigmático fue el de la frustrada carrera presidencial de Ximena Rincón, quien luego de haber ganado las elecciones internas de la Democracia Cristiana, terminó siendo reemplazada entre gallos y medianoche por la también senadora Yasna Provoste.

Si en un primer momento fueron los independientes quienes lograron capitalizar este descontento, hoy nos enfrentamos ante una curiosa alternativa institucional, una estructura partidaria que ha logrado reunir la rabia contra el propio sistema del que forma parte. Todo esto merece ser tomado muy en serio de cara a un nuevo proceso constituyente o eventuales reformas legales.

Sería un triste error que, al observar el boom del PDG, el resto de los partidos decidiera transitar un derrotero similar. Ante su alicaída situación, la tentación de renunciar a la mediación y conducción política puede ser muy fuerte, sobre todo si los resultados son visibles en el corto plazo. Pero ceder ante esta moda implica la muerte de la política en su sentido más profundo. Es reemplazarla por un mero hacer despojado de fines, convicciones y propósitos últimos. En virtud de una pretendida democracia pura, la política pierde en grandeza lo que gana en frivolidad, y con ello mina sus propios cimientos.

Ahora bien, la conducción política no puede esgrimirse como excusa para actuar de espaldas a la gente. Urge que los partidos, desde sus idearios particulares, vuelvan a conectar con sus bases. En este sentido, probablemente la reforma de 2016 fue un avance en la medida en que los obligó a adoptar el principio “una persona, un voto”, pero ejemplos como los de Teillier y Rincón nos muestran que siempre es posible conservar prácticas decimonónicas si la cúpula respectiva así lo decide. Disponer distintas formas de militancia o crear incentivos para que la sociedad civil se involucre más activamente en la construcción de sus programas ideológicos, pueden contribuir a solucionar el desajuste con la ciudadanía, cuyos efectos ha rentabilizado tan hábilmente el PDG.

Por Francisco Medina, IdeaPaís

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