Columna de Óscar Contardo: Leyendas

Gloria Naveillán sacó múltiples reacciones por negar la violencia sexual de agentes de la dictadura.


En un momento de la reciente entrevista concedida por la expresidenta Michelle Bachelet a CNN Chile ella contó que después del Golpe de Estado, el teléfono de la casa en donde vivía su familia comenzó a sonar. Como su padre era general de la Fuerza Aérea, la línea del domicilio figuraba como número institucional en las guías de la época. Quienes llamaban eran personas que, por alguna razón espuria, decidían denunciar a algún vecino o conocido, tal vez para darles un susto, tal vez como una pequeña revancha. Ángela Jeria, la madre de la expresidenta, atendía y fingía anotar los datos que le proporcionaban ciudadanos anónimos de manera libre y voluntaria. Lo más probable es que en muchas otras residencias de uniformados recibieran llamados como los que recordaba la expresidenta, pero que, a diferencia de Ángela Jeria, en esos otros casos sí hubiera personas dispuestas a anotar la información de los colaboradores anónimos.

Durante los días posteriores al 11 de septiembre de 1973, lo que ocurría con las personas delatadas que eran detenidas debió ser una incógnita que pocos querían dilucidar, la mayoría por miedo. Los cadáveres flotando en el río Mapocho podían ser un invento; las ejecuciones, seguramente enfrentamientos entre extremistas de izquierda. Hubo un tiempo, meses tal vez, durante el cual alguien desprevenido podría haber juzgado que los rumores y testimonios que circulaban a baja voz eran parte de un plan de sus enemigos políticos. En el peor de los casos podría tratarse de una cadena de “excesos”, similares al inconveniente provocado por quien vierte demasiado té en una taza pequeña que se rebasa. Pero los testimonios y denuncias aumentaron de manera sostenida conforme la dictadura se instalaba. La presión internacional creció, la información disponible también, al punto que el régimen organizó en enero de 1978 una “consulta nacional”. Una frase impresa en el voto indicaba explícitamente que el gobierno de facto buscaba con ese sufragio frenar “la agresión internacional desatada en contra de nuestra patria”.

El temor ya se había extendido como forma de vida.

Las detenciones arbitrarias, las torturas y ejecuciones en contra de civiles no fueron cometidas por delincuentes comunes, sino por agentes del Estado que seguían órdenes. El trabajo que se les encomendaba consistía en reprimir, detener, secuestrar, torturar, asesinar y hacer desaparecer cuerpos: tenían un sueldo y todos los recursos públicos a su disposición para perpetrar los crímenes encomendados. Tan rutinaria era su labor, que incluso les inventaban nombres de fantasía a los centros de detención clandestinos en donde la cumplían; por ejemplo, a la casa de la calle Irán de la comuna de Macul le decían La venda sexy. La razón para el mote era simple: allí las mujeres recluidas -y también algunos hombres- eran sometidas a vejaciones sexuales. La venda sexy funcionó entre 1974 y 1975, y los delitos cometidos allí fueron acreditados por el informe de la Comisión nacional sobre prisión política y tortura publicado en 2010. No fue el único centro de detención en donde estas prácticas de tormento eran recurrentes. En el mismo informe, conocido por el apellido de Sergio Valech, el sacerdote que encabezó la comisión, queda establecido lo siguiente: “Miles de personas refirieron haber sido víctimas de agresión verbal con contenido sexual; de amenazas de violación de su persona o de familiares suyos; de coacción para desnudarse con fines de excitación sexual del agente; de simulacro de violación; de haber sido obligadas a oír o presenciar la tortura sexual de otros detenidos o de familiares; de haber sido fotografiados en posiciones obscenas (…) Otro número importante de personas denunciaron tocamientos; introducción de objetos en ano o vagina; violación en todas sus variantes (penetración oral, vaginal, anal); violaciones reiteradas, colectivas o sodomíticas; haber sido forzados a desarrollar actividades sexuales con otro detenido o un familiar. Se registran también casos que refieren haber sufrido la introducción de ratas, arañas u otros insectos en boca, ano o vagina”.

El pasado martes 22 de agosto la Corte Suprema sentenció a 15 años y un día de presidio a Manuel Rivas Díaz, Hugo Hernández Valle y Raúl Iturriaga Neumann, tres de los agentes de La venda sexy. La sentencia ocurrió después de 49 años de cometidos los crímenes. Al día siguiente de la sentencia, la Cámara de Diputados propuso una moción condenando los delitos sexuales perpetrados en dictadura. Gloria Naveillán, diputada del Partido Socialcristiano, votó en contra, declarando que las violaciones “no están probadas” y que los crímenes no eran “sistemáticos”, sino más bien “parte de la leyenda urbana”.

Dentro de dos semanas se conmemora medio siglo del Golpe de Estado que marcó el inicio de 17 años de dictadura. Para un sector político las ejecuciones, secuestros, violaciones, torturas y desapariciones deben evaluarse como la consecuencia de un contexto anterior que los explicaría. Por algo pasó lo que pasó, dicen. Otros ven en la demanda de justicia una especie de venganza, y hay algunos que incluso proponen otorgarle la libertad por la vía constitucional al puñado de exagentes encarcelados por violaciones a los derechos humanos. Las palabras de la diputada Naveillán van aún más lejos. En este caso no se trata de un punto de vista sobre los hechos, sino simplemente negar que ocurrieron, tal y como ha quedado constatado que sucedieron. Más que una opinión, la diputada lanzó una suerte de advertencia que resuena como el timbre de un teléfono que despierta en mitad de la noche; el sonido perturbador que antecede al mensaje de quien comunica una desgracia o anuncia el destino cruel que nadie, ni el peor de los enemigos, merece.

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