El otro opositor

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El Presidente Piñera junto a senadores oficialistas el 17 de julio pasado, durante una reunión antes de la cuenta pública del Congreso.


En una entrevista reciente, el Presidente se ha quejado de la oposición. No le gusta como ésta ejerce su rol. Incluso la tildó de antipatriota. El gobierno dice querer acuerdos pero no parece saber cómo se construyen en un contexto de mayor normalidad democrática como el actual.

En su imaginario rondan de manera nostálgica los "consensos" de la transición, omitiendo el recuerdo de que estos eran obtenidos, por lo general, a través de una mayoría artificial que los senadores designados y otros mecanismos contramayoritarios le daban a la derecha. Su idea de grandes acuerdos se expresó en las "comisiones" de los primeros meses de gobierno, que consistían en cooptar representantes por fuera de la institucionalidad de los partidos y del Parlamento en torno a temas que no tocaban la parte dura de la agenda (reforma tributaria, previsional y laboral). Era una estrategia que buscaba proyectar una imagen de acuerdos, pero no era una manera seria de buscarlos.

Parte de esa visión de la oposición como una entidad subordinada se ha expresado también en esa proclividad por "conversos" y otros personajes políticos secundarios que dicen exactamente lo que el gobierno quiere escuchar. El opositor o el izquierdista bueno es aquel que se dio cuenta de que sus ideas estaban profundamente equivocadas. No se reconoce al verdadero "otro" opositor. Este es alguien que vive en el error y que tarde o temprano verá la luz y enmendará el rumbo.

El dato duro que explica el actual momento político en lo relativo a las relaciones gobierno-oposición es que el gobierno ganó la segunda vuelta, pero perdió la primera y se encuentra en minoría parlamentaria. La mayoría parlamentaria opositora no es muy amplia ni muy sólida, pero dependiendo de la agenda logra unificarse. Hasta ahora, esta mayoría no parece proclive a profundizar reformas neoliberales en materia tributaria ni previsional; tampoco parece estar disponible para seguir debilitando el poder de negociación sindical como se evidenció en la plurianualidad del sueldo mínimo; y los derechos humanos la unen y reponen antiguas lealtades. Todo ello está lejos de expresar un proyecto alternativo, pero si configura una sensibilidad que hasta ahora el gobierno no ha sabido o no ha querido leer.

No resulta democrático que el gobierno exija a la oposición que abdique de su rol fiscalizador ni menos que asuma su programa. La racionalidad democrática indica que el gobierno debe revisar su programa en función de las mayorías que sean viables de construir con la actual configuración parlamentaria.

Más que enojarse con una oposición que de manera precaria cumple su tarea, lo que el gobierno debiera evaluar es su deficitaria gestión política. Comenzar a revisar cierta euforia inicial y asumir que en el Parlamento y en la calle hay poco piso para el programa de restauración y profundización neoliberal original.

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