No hay motivo para alarmas

acusación constitucional
Foto: Dedvi Missene


Pese a que la acusación constitucional en contra de tres ministros de la Corte Suprema fue rechazada, algunas voces han advertido que el evento habría alterado, para siempre, las relaciones institucionales. Así, se ha dicho que la sola intentona habría puesto en jaque el Estado de Derecho, al desconocer la facultad exclusiva de los tribunales para juzgar; que la acusación ha afectado la imparcialidad de los tribunales pues, a partir de ahora, jueces y juezas se preocuparán de agradar a las mayorías políticas antes que mirar solo a la ley; en definitiva, que, pese a su rechazo, el daño ha sido irreparable dejando una judicatura atemorizada.

¿Hay razones para tanta alarma? La verdad es que no.

Primero que todo, debe anotarse que la acusación constitucional busca examinar la responsabilidad político-constitucional de los magistrados y magistradas de los tribunales superiores de justicia, sin poder volver a examinar sus fallos y sus fundamentos. La garantía constitucional de exclusividad e independencia queda, de este modo, a salvo -y a todo evento, incluso declarada la responsabilidad política-.

En segundo lugar, no debe olvidarse que la acusación constitucional se encuentra establecida como herramienta de control de la supremacía constitucional en el propio texto constitucional. Esto no es irrelevante, pues impone a su práctica cauces institucionales que permiten realizar, antes que mancillar, el principio de separación de poderes y controles mutuos. Desde luego que, del solo hecho que la acusación encuentre cauces institucionales constitucionalmente establecidos, no sigue que no pueda abusarse de su uso -frustrando, por esa vía, el balance de poderes-.

Sin embargo, y, en tercer lugar, si observamos la práctica constitucional en torno a la acción constitucional, en general, y a los hechos recién acaecidos, en particular, no hay motivos para la sobrerreacción. En términos generales, las acusaciones constitucionales que se presentan son pocas y su éxito (en términos de ser acogidas) muy acotado. Contribuye a ello algo que el mundo legalista suele pasar por alto, cuando no, derechamente, menospreciar: la capacidad deliberativa del Congreso. En efecto, la acusación es, de entre todo lo que se dice que es, una instancia de interpretación política del texto constitucional. Y desarrollando esa actividad, parlamentarios y parlamentarias se embarcan, con buenas y con malas razones, con elegantes y también con chapuceros argumentos - como todas las personas, incluidos jueces y juezas-, en una práctica argumentativa orientada a convencer a la mayoría de las cámaras. De ambas. Los obstáculos a su aprobación no son menores.

Finalmente, deben observarse las circunstancias particulares de este caso. Esto nos permitirá apreciar las eventuales ramificaciones de este caso, las que deberían llevarnos a matizar los exagerados pronósticos arriba identificados. ¿Es posible que, de aquí en más, jueces y juezas vayan a decidir sus casos cuidando agradar a las mayorías políticas? Lo primero que uno debiera preguntarse es si acaso jueces y juezas no deciden ya así. Pero dejando de lado esa exploración -iniciativas hay al respecto -, es preciso anotar que las circunstancias que motivaron la acusación se refieren a -permítanme decirlo con innegable generalidad- casos relativos a violaciones masivas a los derechos humanos ocurridos durante la dictadura cívico-militar. No hablamos, pues, de cualquier caso, ni producto de cualquier circunstancia.

Creer, entonces, que el Congreso pueda avanzar a utilizar la acusación constitucional como una herramienta de control de las sentencias, importa abrazar una suerte de vulgarismo antiparlamentario que, de este modo, nos deja sin estándares para evaluar cuándo un Congreso funciona bien y cuando lo hace mal.

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