Paroles et paroles et paroles...



Por Joaquín Trujillo, investigador del Centro de Estudios Públicos

La omisión de una palabra clave tensionó a la aplastante mayoría en la Convención. El asunto era si el Estado social de derechos debía o no apellidarse “garante” de derechos. Algunos objetaron que sin la palabra “garante” dicha garantía podía quedar en nada. Otros -que yo hubiese jurado eran positivistas y no metafísicos- alegaron que la palabra “garante” debía entenderse incluida en la idea de Estado social de derechos, pues ¿cómo podría haber un “Estado” de ese tipo que no fuera también “garante” de esos “derechos”?

Las palabras ya no dicen exactamente lo que supuestamente dicen; faltan otras que reafirmen lo que deberían decir. Menudo problema típicamente ius-poético. Así que las palabras irán en aumento, engendrarán páginas y más páginas, tantas como sea forzoso, hasta que se hagan de negación imposible. El barroco jurídico en su salsa.

Mientras tanto, los neoclasicistas intentarán borrar aquí y allá las que no les parezcan estrictamente necesarias. Como el adjetivo que no da vida, la quita, se esforzarán por resucitar a esa deidad que el barroquismo cree eterna por el solo hecho de serlo. Puesto que las palabras en toda Constitución, especialmente cuando es nueva, son un conjunto de letras que arriesgan volverse letra muerta, los neoclasicistas más que la pluma constitucional, precisarán la tecla retroceso.

Sin embargo, me temo, la lucha de palabras no se reduce a barrocos y neoclásicos. Hay un tercer partido, que es toda una amenaza. Se trata de quienes no ven en la lucha por las palabras la batalla verdaderamente decisiva. No importan tanto las palabras que logren letras de molde constitucionales como aquellas que susciten prácticas constitucionales, vale decir, cuestiones que se sienten en la realidad, no realidades que se cuajan a fuerza de poner o sacar palabras. Este es el partido romántico. Los usos y abusos que la comunidad quiera hacer de todas esas palabras juridificadas se impondrán tarde o temprano. En todo caso, prefieren que las palabras de la nueva Constitución no entorpezcan el paso de las costumbres inveteradas y los sueños populares. Las palabras románticas se contentan con relatar y esperar. Toda imposición de las mismas les resulta superposición artificiosa. Y acaso el futuro Congreso -bajo una fisonomía más o menos irreconocible en que sobreviva- se saldrá tarde o temprano con la suya. Porque la reescritura, también la de una constitución, no se acaba nunca. Es una saga, especialmente si el quorum de reforma es un arco triunfal y no un pórtico cruzado de trancas.

Lamentablemente, hay que decirlo, el espíritu de la vanguardia no aletea por ninguna parte. La Convención es, estilísticamente hablando, lo más convencional que se haya visto en la historia reciente de nuestras escrituras. En ella, los más modernos son decimonónicos, los otros, dieciochescos, quizá porque les entusiasma tanto un género literario propio de ese siglo de pelucas empolvadas y corsés ajustados. Somos conservadores hasta en eso.

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