Preocupante normalización de la violencia en La Araucanía



Ha sido una semana especialmente violenta en la zona de La Araucanía, donde una vez más ha quedado a la vista la crudeza del llamado conflicto indígena. Un atentado incendiario a una forestal llevado a cabo con armamento de grueso calibre, en el cual resultó muerto uno de los atacantes tras intercambios de disparos con Carabineros -también fue gravemente herido un trabajador de la empresa- ha desatado una ola de ataques en distintos puntos de la región. De alto impacto fueron también las escenas en que el velatorio del joven fallecido contó con la presencia de encapuchados que hicieron gala de potentes armamentos; luego, en el funeral, al que asistieron decenas de personas, también hubo disparos y ostentación de armamento. La escena se extendió por once horas, pero aun así ninguna autoridad se hizo presente para ejercer un control de lo que allí estaba sucediendo.

El gobierno ha respondido con la presentación de una querella a raíz del atentado, la que probablemente caerá en el vacío, como tantas veces ha ocurrido. Pese a la flagrancia de los hechos, ni el Ministerio Público, ni Carabineros ni tampoco el jefe de la Defensa Nacional de la región -considerando que el país sigue bajo estado de excepción constitucional- se manifestaron mientras se desarrollaba este despliegue de fuerza. Tampoco parece haber habido mayor acción del delegado presidencial para la macrozona sur. Es evidente que esta ominosa ausencia requiere de una mejor explicación, pues resulta desconcertante que frente a un quebrantamiento tan evidente del estado de derecho las entidades llamadas a restituirlo una vez más llegaron tarde o sencillamente prefirieron no involucrarse.

Pero no solo los estamentos del Estado estuvieron ausentes. Las voces de condena al atentado de que fue objeto personal de la forestal, así como a la seguidilla de hechos que han seguido a continuación, han sido tibias, siendo evidente que estos hechos no han conmovido mayormente a la opinión pública. Desde el mundo político tampoco se ha visto la reacción que cabría haber esperado frente a hechos tan graves como estos, en que grupos fuertemente armados han estado por días haciendo ostentación de su poder de fuego y permitiéndose desafiar al Estado.

La Coordinadora Arauco-Malleco (CAM) ha emitido un comunicado en que, junto con reivindicar la acción del joven muerto, señala que la única vía posible para la liberación nacional mapuche es la confrontación directa “contra las expresiones del capitalismo en el Wallmapu (…) donde la base concreta de esta estrategia debe ser, en primer lugar, la declaración de guerra directa contra las forestales y toda expresión de capitalismo en nuestro territorio”. En su comunicado, la CAM también reivindicó una serie de atentados, y desacreditó la participación mapuche en la Convención Constitucional, tachándola de un sometimiento al pacto colonial. Siguiendo la misma tónica, estas incendiarias declaraciones no han encontrado el repudio social y político que merecerían, alimentado la impunidad.

Todo esto es señal de que el país está cayendo en una peligrosa normalización de la violencia en La Araucanía, aceptando como inevitable el altísimo costo de que extensas zonas queden sin el amparo del estado de derecho, con todo el impacto que ello conlleva en vidas y destrucción. Esta indiferencia social es totalmente contradictoria cuando por otra parte para más del 70% de la población existe “un gran conflicto entre mapuches y el Estado chileno” (Encuesta Bicentenario UC), pero aun así las secuelas de este conflicto -el de mayor envergadura que enfrenta el país, conforme estos datos- no parecen estimular el interés colectivo.

Es también escandaloso que en los debates presidenciales de cara a las primarias que se celebran hoy el tema del conflicto indígena apenas haya ocupado algunos minutos. La mayor preocupación ha seguido centrada en su dimensión política, pero escasamente las candidaturas han buscado sensibilizar el tema y adoptar compromisos creíbles para enfrentar la dimensión de la violencia. Por su parte, también constituye una señal profundamente equívoca que la Convención Constitucional fomente la noción de que hay “presos políticos mapuche” y exija su liberación, sin formular reproche alguno a la violencia de estos grupos, tampoco saliendo al paso con energía de la desacreditación de que fue objeto por parte de la CAM. A la luz de todo esto, resulta evidente que los políticos y la gran mayoría de los convencionistas también están contribuyendo a naturalizar la violencia en esta zona.

Los intentos por encauzar los conflictos sociales a través de una deliberación constitucional, así como el proceso en marcha para elegir un nuevo gobierno y Congreso son ciertamente importantes, pero no se puede pretender que hay plena normalidad en el país cuando a diario se atenta impunemente contra empresas, agricultores o simples residentes, menos aun cuando la sucesión de víctimas fatales producto de este conflicto sigue en aumento, y a nadie parece conmover demasiado. Naturalizar la violencia no solo supone una profunda alteración del valor que supone vivir en sociedad conforme a la ley, sino también es cruzar un umbral que luego será muy difícil de revertir.

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