Seis meses, un tropezón

piñera


Sebastián Piñera asumió su segundo mandato presidencial con dos activos y un pasivo. El primero de los activos fue una estupenda votación presidencial, numéricamente la más alta de los pasados 24 años, teniendo en cuenta que el número global de votantes sigue siendo más o menos el mismo de hace 30 años. Ese conjunto de sufragios fue, como siempre, el resultado de factores múltiples, aunque esta vez tuvo un mayor peso relativo el rechazo a su contrincante. Para decirlo de otro modo, recibió una votación negativa, un voto "anti", más relevante que en otras elecciones. Esto explica parcialmente el desajuste que sufrió en el Congreso, donde su coalición no consiguió una victoria equivalente. El capital electoral del Presidente es personal.

Como segundo activo debe contarse el alto grado de expectativas económicas que comenzó a generarse desde antes de las elecciones, cuando ya se percibía la probabilidad de que recuperase la banda presidencial. Las depresivas cifras que venía registrando el gobierno de Bachelet en este campo lo rodearon con una aureola de esperanzas en trabajo, crecimiento e inversión que no habían tenido gobiernos anteriores. De esas cifras se desprendía, precisamente, que era innecesario subrayar el magro desempeño de la administración saliente, pero su recién nombrado equipo económico -y en especial el titular de Hacienda, Felipe Larraín- malinterpretó este panorama y gastó un tiempo valioso en patear a un adversario caído. El rencor del adversario nunca ha de subestimarse.

El pasivo era, por raro que suene, él mismo: Sebastián Piñera. La misma persona que gobernó cuatro años antes y que volvió a erguirse como única alternativa, sin competidor que lo pudiera relevar en la derecha, con cuya constituency mantiene un matrimonio de conveniencia, sin amor. Es totalmente humano que las personas crean ser mejores de lo que objetivamente son, como también es humano que quieran volver al poder y emplear su experiencia para mejorar la anterior (lo que puede decirse igual de Piñera que de Bachelet). Pero objetivamente no es positivo -por prudencia, por decoro, por distancia, por discreción, por renovación- que la ambición, también humana, se haga tan presente en la más alta posición de la República.

La alternancia en el poder -el rasgo distintivo de las democracias libres- significa alternancia de ideas, no de personas; de ninguna manera significa que dos personas se repartan 16 años en La Moneda. ¿Qué se dirá de este fenómeno en los libros de historia de los niños futuros? ¿Algo serio, algo ejemplar, edificante?

En estas condiciones, con una elevada conciencia de sus activos y probablemente alguna muy débil -si es que la hubo- de su pasivo, asumió de nuevo Piñera en marzo pasado. Dos acechanzas: la mayoría de opositores en el Congreso y el siempre brumoso fantasma de "la calle", que en la versión romántico-marxista se llama "movimientos sociales" y en la cínico-capitalista se llama "libertad de pataleo".

El Presidente, que suele ir un paso por delante de los suyos, caracterizó este panorama como algo similar a lo que vivió Patricio Aylwin en el alba de la transición: sólida mayoría presidencial, consistente minoría parlamentaria. Razones diferentes, situación semejante. Anunció el mismo remedio: una política de grandes acuerdos nacionales. ¿Será que el Presidente ignora que hay grandes desacuerdos nacionales, o será que vislumbra un camino para resolverlos?

La cuestión es peliaguda. El segundo gobierno de Bachelet eligió doblegar los desacuerdos usando su mayoría, con el eslogan de "correr el cerco", esto es, ganando unos metros sobre sus oponentes. El de Lagos intentó lo mismo, pero pasando al adversario para adentro del cerco. Piñera pretende cambiar la idea del cerco forzado por la del cerco acordado. En fin: las metáforas políticas dan para todo.

Así partió el 11 de marzo pasado. Tuvo un movimiento de "la calle" muy poco predecible, el de los reclamos feministas y de género, y logró contenerlo, no solo gracias a la propia indeterminación de ese activismo (que, sin embargo, podría haberse tornado contra el gobierno), sino sobre todo gracias a una ministra, Isabel Plá, muy subvalorada por los fetichistas de los lugares comunes. Plá es la heroína del comienzo del gobierno, porque su conservadurismo adaptativo (casi una contradicción en los términos) se acomoda bien con el conservadurismo reivindicativo del reclamo de los géneros.

La "política de los acuerdos" avanzó muy poco -infancia, La Araucanía- y vino a estrellarse en el proyecto del salario mínimo, que fue como el campanazo con el que cada quien recordó cuál es su papel en esta breve comedia: el gobierno, gobernar, y la oposición, oponerse. El aumento del salario mínimo se desplomó en el debate y los costos de ese fracaso se distribuyen a partes similares entre el gobierno y el Congreso. La discusión es bastante fea y su resultado, harto peor.

Pero lo principal es que el gobierno escogió esta polémica para confrontar a sus opositores. Su aparato de comunicaciones confirmó esta decisión al crear el hashtag #NoAlBloqueo, un eslogan con la amplitud necesaria para emplearlo más de una vez. No es una reacción para sorprenderse, después de que la oposición anunciara que podría derribar el proyecto siguiente, el de la reforma tributaria, antes de que ingrese a debate. Algunos grupos de oposición muestran un entusiasmo muy de aficionados con este tipo de gestos. Suelen pasar por alto los costos que entrañan para una institución cuyo prestigio laboral no pasa por su mejor momento.

La oposición tendría que tomar nota de la eficacia del dispositivo de comunicaciones que ha funcionado en este gobierno: un Presidente más cauto (excepto cuando él mismo decide exponerse, como fue el caso de Quintero esta semana), reacciones muy rápidas ante los descriterios de los debutantes, control y aislamiento de daños en episodios críticos y una agresiva política de respuesta a los ataques. Como siempre ocurre, los aficionados del oficialismo siempre culparán a las comunicaciones de sus propias flaquezas, pero la oposición más inteligente tendría que cuidarse de esa trampa intelectual.

La otra cara de la decisión del gobierno es un llamado a las oposiciones radicadas en el Congreso para ordenar sus liderazgos: en lugar de consolidar interlocutores autorizados, los partidos se han dedicado a descalificarlos, como le ocurrió al mejor diputado en materia de Hacienda que tiene la DC, Pablo Lorenzini. Una oposición dedicada simultáneamente a las acusaciones constitucionales, las denuncias administrativas y el sabotaje de proyectos de ley se parece más a un grupo sin vocación de poder que a un proyecto alternativo; personas que carecen de visión sobre el verdadero alcance de negociar, que es justamente la manera de acumular poder cuando no se lo tiene.

El balance de los seis meses no es en ningún caso negativo. La economía recuperó en forma vigorosa el crecimiento, el optimismo sigue prevaleciendo en los mercados y no hay serias perturbaciones en el ambiente.

Lo que ha puesto nervioso al gobierno es la velocidad del deterioro en las encuestas, quizás porque en el primer mandato tuvo un meteórico ascenso con el caso de los mineros atrapados. Pero esa fue la excepción. La norma es la baja actual, que además era esperable, porque la velocidad de la recuperación económica sería naturalmente inferior a la de las expectativas. El Presidente mostró tener plena conciencia de ello cuando exigió a sus ministros del área que pusieran el pie en el acelerador, en una ácida reunión a mediados de año. Pero, por algún recoveco del pensamiento mágico, atribuyó además el mismo deterioro a las desacertadas intervenciones de algunos de sus ministros.

Y entonces, adelantándose a la fecha que él mismo había estimado -septiembre, es decir, a los seis meses- decidió en agosto introducir un cambio de gabinete en ámbitos laterales (Educación, Cultura y Medio Ambiente), que terminó en un desastre luego de que el nuevo titular de Cultura cayera en las 48 horas siguientes.

El cambio de gabinete fue un daño autoinferido. Y parece probable -pero esta es solo una hipótesis- que haya alimentado el apetito de la oposición, que hasta entonces había fracasado en su embestida contra el titular de Salud. Al revés de Aylwin, que no tocó nunca a sus ministros, a pesar de las arremetidas de Pinochet, Piñera fragilizó a su gabinete con un cambio, no innecesario, sino posiblemente prematuro.

El manejo de los tiempos es uno de los problemas más sensibles para los gobiernos. Pero un error no es irreparable. Tanto el gobierno como la oposición necesitan todavía medir con más precisión lo que tienen al frente. No es tan simple botar un proyecto de salario mínimo, y es mucho más delicado confrontarse a una reforma tributaria que corrija el descalabro vigente. Y todavía más lo será la discusión del presupuesto 2019. No es solamente una lucha de comunicaciones. Ni siquiera principalmente.

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