Tomar la decisión de separarse




“Hace exactos dos años, tomé la decisión de separarme. Metí algo de ropa a una maleta, llené el auto con los juguetes favoritos de los niños, y me fui.

Recuerdo perfecto cada detalle de esa escena. Nunca más la voy a olvidar, porque aunque sabía hace tiempo que tenía que separarme, lo postergué mucho porque me sentía culpable por ser yo la que estaba tomando esa decisión.

No vengo de una familia extremadamente conservadora ni religiosa, de hecho, mi mamá también es divorciada. Pero a pesar de eso la culpa pesó sobre mis hombros cada día, cada minuto y cada segundo desde el momento en que partí con mis niños. Y antes también. Mi relación no estaba bien hace años. Me daba cuenta porque no me sentía atraída ni enamorada de mi ex. Muchos dirán que después de diez años juntos eso es normal, pero no lo es, o no debería serlo.

Pero no solo eso. En mi caso no solo era el hastío de la rutina. Yo estaba en una relación injusta, desigual, donde yo era evidentemente la perjudicada. No quisiera ahora entrar en ese detalle pues mi reflexión apunta hacia otro lado: a la necesidad de encontrar razones “de peso” para decir terminar con una relación. ¿Es no sentirse enamorada una razón de peso? ¿No sentirse feliz, es lo único que se necesita para terminar un matrimonio?

Para mí no lo fue. Es más, recuerdo una conversación con una amiga que conocía muy bien mi sentir. Fue un año antes de irme de la casa. Ella me dijo ‘no tienes la obligación de estar ahí; tienes que volver a vivir porque eso que llevas no es vida’. Estuve de acuerdo con ella, pero mi respuesta fue que nunca podría dejarlo, que no podía hacerle ese daño –aunque esa relación me dañaba a diario a mí–; en algún punto me convencí de que ese era mi destino, no ser feliz.

Por esos días vi la película Historia de un matrimonio. Lloré de principio a fin. Esos diálogos de una pareja en crisis los viví miles de veces. En cada una de ellas intenté explicar que no estaba siendo feliz; solapadamente demostraba mi tristeza y mi necesidad de escapar. Tenía la secreta esperanza de que llegaran unos salvavidas que no nos dejaran hundirnos. Pero ya era tarde, a esas alturas cada uno hablaba su propio idioma. En esos diálogos lloramos, nos abrazamos, nos peleamos, nos gritamos y también nos besamos. Pero ya era tarde.

La razón por la que vi esa película, y tantas otras de relaciones en crisis fue la misma, encontrar justificativos. Saber si bastaba con sentirme como me estaba sintiendo para dejar a alguien. Pero aunque esas historias me confirmaban que sí bastaba, yo seguía sin ser capaz. Seguía resignada.

No sé si a todas las personas la culpa les pesa de la misma manera. Tampoco sé muy bien por qué estaba sintiendo culpa. Quizás esa frase tan potente ‘prometo serte fiel, amarte, cuidarte y respetarte, en lo bueno y en lo malo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida’, nos cala demasiado hondo.

Al final la razón de fondo llegó. Da lo mismo cuál fue: infidelidad, violencia, adicciones. Existe un consenso social sobre cuales son las situaciones que uno no puede permitir en una relación, pero lo cierto es que uno no debería permitir nada que nos haga sentir infelices. En mi caso, mi relación llegó hasta ese punto en el que para todos los que nos rodeaban era evidente que tenía que salir de ahí. Y recién cuando eso ocurrió, yo me pude ir. Cuando sentí que nadie podría juzgarme por lo que estaba haciendo. Que nadie me diría ‘¿lo intentaste?’.

¿Llegué a ese punto por el qué dirán? No sé si fue eso o una lucha con mis propios fantasmas y culpas. Pero sin duda esa espera implicó más dolor para todos. Tomar la decisión de separarse, hablar de separación, concretar ese acto, es probablemente de las decisiones más difíciles de la vida. Duele cuando te sientas en una nueva casa a mirar las cajas llenas de recuerdos de ambos; duele cuando tus niños se van fin de semana por medio. Duele ver un proyecto de vida destruído. Pero sin duda duele más mantenerse en un lugar donde no estás siendo feliz. Esa debería ser razón suficiente para separarse”.

Francisca L. tiene 38 años y es madre de dos niños.

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