Columna de Ascanio Cavallo: "Parteros"

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Los últimos gobiernos han acostumbrado al país a las leyes "cortas", que no son sino parchecillos para aplacar alguna cefalea reciente, como las bombas postales. ¿Sería otra la discusión si uno de esos paquetes hubiese volado, por ejemplo, las oficinas de Quiñenco?



Es posible que las trifulcas de esta semana tengan una derivación inteligente y abran por fin el debate de una nueva legislación antiterrorista. Ocurriría esto si se cumple el compromiso del ministro del Interior con algunos senadores opositores para que el Ejecutivo prepare un proyecto que constituya una ley completa, "larga". Otra vez será al costo de haber mostrado a una oposición dividida, a veces rimbombante, a veces malhumorada, y al final ineficaz. Pero ese es otro asunto.

Los últimos gobiernos han acostumbrado al país a las leyes "cortas", que no son sino parchecillos para aplacar alguna cefalea reciente, como las bombas postales. ¿Sería otra la discusión si uno de esos paquetes hubiese volado, por ejemplo, las oficinas de Quiñenco?

La ley "corta" que causó tanta zafacoca es en verdad un agregado a un artículo de la ley vigente, que confiere a los fiscales y jueces la capacidad de ordenar investigaciones con medidas invasivas, como las que ya están autorizadas para el narcotráfico. La fraudulenta Operación Huracán en La Araucanía echó una sombra sobre el uso de estos métodos, pero se suele olvidar que los únicos que tienen la facultad de investigar son los fiscales, y los únicos que pueden controlarlos son los jueces. Nada de esto mejora ni empeora con la discusión "corta".

En realidad, todo el debate antiterrorista se reduce a una sola premisa: ¿Es legítimo el uso de la violencia en una sociedad democrática? Todo revolucionario tendría que responder que sí, porque no hay tal cosa como una revolución pacífica; el hecho de que se dé este nombre a la reunificación de Alemania muestra el contrasentido, porque en realidad solo describe el derrumbe del comunismo alemán. Un colapso no es una revolución.

Peor aún, muchos revolucionarios de América Latina fueron alimentados con esa inexacta traducción de Marx según la cual "la violencia es la partera de la historia". El atavismo con esas soflamas de los años 60 se ha puesto tan de moda, que algunos parecen reacios a rechazar la violencia más para cuidar a sus héroes de afiche que para reservarse la posibilidad de practicarla.

Así como es intrínsecamente incongruente que un verdadero partidario de la violencia política esté en un Parlamento, es absurdo que un violentista crea en las instituciones, incluso en las que podrían defenderlo. De allí su facilidad de alianza con el narco, el secuestro y hasta el tráfico de personas, parteros, a su modo, de una historia alternativa.

La violencia política en democracia es usualmente terrorismo. Para ejercerla sin culpa es preciso que sus promotores retrocedan un poco más, hasta discutir la calidad o la cantidad de la democracia. Y desde luego, en toda sociedad hay alguna psicología flamígera para la cual todo es exclusión y "violencia de Estado", en particular el hecho de que gobierne quien tiene la mayoría.

A la inversa, el terrorismo nunca es otra cosa que violencia política. Es un estado de guerra, aunque sea primeramente psicótico. Igual que la guerra, siempre está cargado de simbolismos, a veces tan abstrusos que no los captan más que sus autores. Pero no se basta del cuco, necesita causar daño, siempre al alza, nunca a la baja. Por eso su tipología humana es tan variada: puede ir desde un encapuchado vociferante hasta un amante de los gatos.

El combate contra el terrorismo tiene al menos dos planos gruesos: inteligencia y represión. El pinochetismo, que vivió gran parte de su existencia como un estado de guerra, creó la confusión entre ambos. Pero se trata de cosas enteramente distintas, aunque esta semana algunos senadores hicieron amplia exhibición de sus rémoras intelectuales exigiendo una reforma de la inteligencia para aprobar el pinche artículo "corto".

Si la actual o cualquiera otra oposición cree que le dará un gran triunfo al gobierno creando un instrumento para enfrentar un peligro que les es común, no habrá ley antiterrorista. Pero el costo se divide por dos. No seamos tacaños.

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