Manal: el viento de los vivos

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En el verano de 1970, el trío de Javier Martínez, Claudio Gabis y Alejandro Medina publicó su primer disco. Con el debut de Almendra, formó espontáneamente un ying-yang inaugural del rock argentino.


La distancia es el eslabón débil de la cadena: un delator. Durante enero de 1970, comenzaron a llegar a las disquerías tanto el primer disco de Manal como el debut de Almendra. La derecha los tachaba por obscenos y la izquierda los acusaba de extranjerizantes, pero el poeta Pipo Lernoud recibió ambos lanzamientos durante un alto de su peregrinaje hippie y el perfume invadió el espacio de su buhardilla europea: esto es Buenos Aires. Inocultablemente. Con el pierrot de Almendra, el disco de Manal formaba un ying-yang inaugural para el rock argentino. De un lado, el lirismo galáctico y barrial de cuatro vecinos de Belgrano. Del otro, las viñetas duras y existencialistas del centro. Cada lado de la moneda contaminaba al otro. ¿O acaso "cuanta ciudad, cuanta sed y tu un hombre solo" no podría ser un verso de Javier Martínez?

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Dos años atrás, Manal existía pero no era una banda: era una conjetura. Era el puñado de átomos dispersos que, magnetizados por la música negra, estaban a punto de colisionar en algún punto de Buenos Aires. A comienzos de 1968, Claudio Gabis dio el primer paso y programó unas horas en un estudio sobre la calle Primera Junta. El objetivo era, en el sentido más exacto de la palabra, hacer una experimento: juntarse en el mismo cuarto con Javier Martínez, Emilio Kauderer y Rocky Rodriguez para observar qué clase de música drenaban. "Durante varias horas improvisamos libremente, sin seguir ningún protocolo previamente establecido –dice Gabis-. Con lo grabado en dos canales, se prensó un disco: solo uno".

"Estoy en el infierno", el tema central de aquellas cintas, era una sesión de magnetismo entre Hendrix y Stravinsky en una de las mesas del Bar Moderno. El chispazo que se produce cuando un pensamiento de orden filosófico se expresa de un modo salvaje. "Vengan a verme / Estoy en el infierno / Vengan a verme / Estoy aquí / Este es mi hogar / Aquí no paso frio / Un diablo azul y otro gris / me protegen a mi / Vengan a verme / yo vivo aquí / Aquí en el infierno / Me estoy quemando / ¿Qué opinan de mí? / ¿Y de mi hogar? / Me estoy quemando / No tengo miedo a las ruinas / Heredare a la tierra / Llevo un mundo nuevo / dentro de mi / Un nuevo mundo / que crece en mi / que ahora está creciendo".

Convocados para participar como banda en vivo en la obra VietRock del Teatro Payró, Gabis y Martínez incorporaron a Alejandro Medina y comenzaron a amasar las bases de su química explosiva: el bajista animal, el guitarrista sibarita, el baterista como maelstrom amargo de la experiencia humana. Dispusieron todas las cartas sobre la mesa de los bares y, con un pase de manos, aparecieron algunas páginas de su primer repertorio como "Jugo de tomate frío". "Eso está un poco en la bruma del pasado, pero se fue desarrollando gradualmente en una semana donde había muchas discusiones y donde estábamos hablando mucho sobre Discépolo y los valores proféticos de sus letras, y fue como una respuesta cínica o sarcástica a lo que proponía ese mundo frívolo –dice Martínez en el libro Yo soy Buenos Aires-. O sea, para salir con una mina tenés que tener un traje de Rhoder's o mocasines de Guido y un auto caro. Como que el dinero determinaba tu éxito social, no había otro valor. El talento, la personalidad, la pinta, el carácter, no existían, solo la billetera. En esa época se hablaba mucho de status, si no tenés tal status social no te van a dar bola, no vas a conseguir un buen trabajo, las minas que están bien no te van a mirar. ¿Y los valores personales? Como ser humano, tus valores personales, ¿no existen? ¿Yo que soy, un ente? Lo único que vale es el pantalón que tengo puesto, cuánto tengo en la billetera, cuánto vale mi casa, lo caro que es mi coche. Eso soy yo. Y yo, como ser humano, no existo. Nosotros veíamos que había una tendencia en el mundo a eso. Entonces todos escribíamos así, no solamente yo".

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En efecto. Las canciones de Javier Martínez eran el emergente subjetivo de un pensamiento colectivo. Capturados por la sintonía generacional, los náufragos de La Cueva salían a buscar el otro lado de la ciudad esgrimiendo una pantagruélica sed espiritual que los mantenía despiertos durante días y días. Llegaban a un bar, pedían un café para todos y alguno arrancaba a cantar para los parroquianos. No su canción, sino la canción de cualquiera del grupo. Así, en el primer simple de Los Gatos, aparecían cuatro compositores: Tanguito y Nebbia ("La balsa"), Moris y Pipo Lernoud ("Ayer nomás"). O tres autores en el simple "La princesa dorada" / "El hombre restante": el propio Tango, Javier Martínez y Lernoud. Esa identidad, colectiva y espontánea, es el comienzo del rock argentino.

Atrincherados detrás de una hipótesis (la música negra aplicada a la Buenos Aires beat), Manal tomó la obra de Martínez y catalizó el ruido nuevo que hacía la ciudad. Eran su encarnación completa: todos los sueños, las rupturas, el vacío, la ansiedad, la furia, los colores. Rayuela y el Instituto Di Tella; el asesinato del Che y la carrera espacial; los Bastones Largos, las revistas literarias de la calle Corrientes y las poleras de los existencialistas. Enmarcados en sus camisas y las gafas de pasta negra, eran la imagen viva de los sesenta: modernos para siempre.

"Una casa con diez pinos", por citar un ejemplo, cifraba una de las tensiones emblemáticas de aquella contracultura. Instalado en una quinta de Monte Grande, Martínez comenzó a trabajar con una balada en la línea de "Sittin on the dock of the bay" de Otis Redding. "Yo no quería volver más a la ciudad: eso es un arranque poético –dice Martínez-. Cuando uno nació en una ciudad, vos te podés ir a vivir al Himalaya, o al Aconcagua y vos la ciudad la llevás adentro. No te podés sacar la ciudad de encima, por más que quieras. Yo nunca quise sacarme la ciudad de encima porque es como querer sacarte a tu papá y a tu mamá de encima".

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Así, mientras el grupo ganaba velozmente su prestigio con algunos conciertos históricos, entró en los estudios TNT bajo contrato con el sello Mandioca. Aunque buena parte de las canciones que se grabaron allí fueron una bomba, TNT no era la sigla de ningún explosivo. Era pura información: Transfer Nova Técnica. Fundado por los hermanos Croatto con la primera grabadora Ampex de cuatro canales de la Argentina, los estudios de Moreno 970 fueron una de las naves insignia del período. Allí se grabaría La Biblia de Vox Dei, el doble de Almendra, Rock de la mujer perdida de Los Gatos, las cintas perdidas y recuperadas de Tanguito (publicadas como Yo soy Ramsés) y, desde luego, este debut de Manal.

Huérfano de pedales, Gabis utilizó como distorsionador una técnica sui generis: la saturación de la línea a través de un magnetófono Geloso monoaural de uso hogareño. En "Avellaneda Blues", sin embargo, su guitarra eléctrica prescinde del artificio. La canción es una deriva casi jazzística sobre el tendido ferroviario que se extiende desde la capital hacia el conurbano: "Vía muerta, calle con asfalto, siempre destrozado". Como apunto el poeta Horacio Fiebelkorn, no hay sujeto lírico: la canción es un mural diacrónico. Los desplazamientos son casi imperceptibles: la melodía permanece estática hasta que la armonía se desplaza de SOL a Lam7; el compositor mantiene la distancia hasta que observa que "un amigo duerme cerca de un barco español". Es un pase de magia. Hay un autor y hay una banda tocando, pero suena exactamente como si fuera obra del aire. O de Dios, si el lector es creyente.

"¿Y qué se puede decir de Manal? –decía la crítica de la revista Pelo, en su primer número- ¿Qué son buenos? Eso ya lo sabe demasiada gente". Ahora lo sabemos todos.

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