El mundo del coronavirus parece una canción de Kraftwerk: adiós a Florian Schneider

Kraftwerk.

La muerte de uno de los fundadores del grupo alemán, pioneros de la música electrónica y cuyo deceso a causa del cáncer se informó hoy, se da justo en los días apocalípticos de la pandemia. En el presente que alguna vez fue futuro para una banda que lo cambió todo.


El mundo que habitamos hoy parece una canción de Kraftwerk.

La gente ya no tiene rostro, nuestro aspecto se ha extraviado al fundirse a diario en una mascarilla, casi todos en las calles se ven iguales camuflados entre el poliéster, de noche las ciudades adquieren un aire huérfano y fantasmagórico, mientras los conciertos desaparecieron, no hay posibilidad de reunirse con otros, son imágenes pretéritas que añoramos, porque apenas podemos aplaudir a aristas que están solos detrás de una pantalla sin opciones de contacto humano.

El mundo de hoy podría haber sido parte de Trans-Europe Express (1977) o Computer World (1981), algunos de los discos con los que el grupo alemán intentó diseñar nuestro futuro. Pero no. Ese mismo futuro escrito en el pasado ahora es presente e hizo que este mundo del coronavirus se pareciera demasiado a una canción de Kraftwerk.

Por eso tiene una pizca simbolismo que uno de los principales impulsores de ese imaginario, Florian Schneider, fundador y mentor del cuarteto pionero en la masificación de la electrónica como un nuevo lenguaje musical, haya fallecido justo en estos días apocalípticos de pandemia. Hoy, aislados y encerrados, caminando a toda velocidad para llegar a refugiarnos en casa, fijando rutinas monótonas y con escasa comunicación cara a cara, somos todos robots, hombres máquina igual como el conjunto de Düsseldorf lo pensó hace 40 años.

Y tal como en el caso nuestro, esa existencia mecanizada fue en Kraftwerk una ruta obligada más que un acto voluntario. Nacido en 1947, justo dos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Schneider formó parte de esa generación de jóvenes alemanes interesados en el arte que no tenía padres ni brújulas: la música de sus progenitores remitía a la era nazi, mientras que los sonidos que venían de Estados Unidos representaban a uno de los países que los había bombardeado y derrotado.

Quizás por eso mismo una de las frases más célebres de los años de gloria de la agrupación vino del mismo Schneider, cuando aseguraba frente a los periodistas que “no tenía padres” o que no poseía ningún incentivo para respetar a la generación que lo antecedió: más que un asunto biográfico –su papá era un renombrado arquitecto alemán- se trataba de un capricho metafórico, una declaración de principios que establecía que su propuesta musical partía de cero, sin sombras, sin ni siquiera influencias sanguíneas. Así de rupturista.

Pero el problema no sólo era no tener padres; esos músicos alemanes tampoco tenían muchos amigos. Aunque trazaron elocuentes vínculos con el pop inglés que irrumpió en Europa y el mundo a partir de los años 60 –The Beatles hizo toda su prehistoria en Hamburgo-, querían diferenciarse de ellos, no mezclarse, sentirse realmente parias en un mundo que los seguía mirando con distancia.

Desde sus ciudades hasta su música, Alemania debió reinventarse desde los escombros y la mirada inquisitiva del mundo externo. Por eso, Schneider -que conoció a Ralf Hütter, al otro cerebro de Kraftwerk, en un conservatorio de Düsseldorf en 1968- empezó a experimentar en música que no guardara relación con el R&B o el rock rentabilizado por Estados Unidos o Inglaterra; o sea, que no tuviera sexualidad, ni baile, ni estética definida, ni rockstars para colgar en un póster, ni coros para la radio o los estadios. Estaba claro que ellos no serían los Stones.

Flautista, violinista y guitarrista, comenzó a filtrar su traversa con decorados electrónicos cogidos de sintetizadores, improvisando y siguiendo los credos de corrientes vanguardistas que tenían al ruido, la falta de tono y la ausencia de melodía como sus ejes.

Todo ello tuvo pinceladas en sus dos primeros álbumes, aunque el golpe a la cátedra definitivo vino en 1974 con Autobahn, el ya conocido canto de amor a las autopistas.

Ataviados como robots, sin un líder claro y con shows donde semejaban maniquíes mecanizados despachando líneas monocordes, Kraftwerk había ido contra un rock que parecía sin contrapesos y había matado a la estrella del pop como una figura hinchada en ego y adulación.

Por lo demás, llevaron el uso de computadoras y tecnología al trabajo de composición de canciones, ampliando hasta niveles incalculables la cantidad de recursos que ahora el pop tenía para su faena creativa. Desde ahí se dispararon géneros tan dispares como el pop electrónico, el post punk, el hip hop o el tecno, además de bandas tan disímiles capaces de tomar ese modelo, como Joy Division, Depeche Mode o The Human League.

Casi desde cero, Kraftwerk había creado una nueva manera de hacer y concebir la música. Por eso, no es desmedido el paralelo que siempre se traza con The Beatles como quizás los dos grupos más revolucionarios de la historia: ambos giraron el pop hacia nuevas fórmulas que dispararon caminos múltiples, como el artesano que descubre nuevos modos de fabricar su artefacto.

La música de ambos, precisamente por tratarse de una herramienta de propulsión hacia tantas direcciones, es reverenciada desde todas las trincheras; en el caso de los alemanes, sus huellas laten en el rap, el sonido de discotecas, la cultura DJ (¿qué más anti rock que esos héroes sin rostro?), o hasta en artistas como Manuel García, que observan en su propuesta un trasfondo poético; o en el proyecto Señor Coconut, del músico Uwe Schmidt, capaz de fusionar las composiciones gélidas de Kraftwerk con el sabor latino de la música tropical. O en el catálogo millonario y corporativo de Coldplay, que reciclaron el riff de “Computer love” para su hit “Talk” (los germanos le dieron su autorización muy en su estilo, a través de un simple correo que decía: “Sí”).

El debut del cuarteto en el estadio Víctor Jara en 2004, con músicos como Jorge González moviéndose entre el público, aún reluce como parte de los mejores espectáculos que han pasado por Chile.

Y hay otra cosa que los une con los Fab Four: ambos son universos irrepetibles. Hombres congelados en el tiempo que hasta hoy parecen sin pares ni competencia. La interpretación cansina de Kraftwerk, su irrupción en un escenario como seres de otra galaxia o astronautas de vuelta de un travesía espacial, su música tan aterradora como embriagante, no ha podido ser replicada por ningún otro artista surgido en los años recientes.

Al parecer, ese gesto estaba en otro lado: sólo la realidad pudo igualar el futuro alguna vez diseñado por ellos. Ese es el mérito de las leyendas.

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