Andrés Nazarala, crítico y escritor: “Los críticos de cine peligran pero también los cajeros de supermercados”

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Un crítico de cine hospitalizado por complicaciones de la diabetes reflexiona sobre el ocaso de su profesión. El recién salido libro Ultima Función se puede leer como una crónica en clave sobre el mundo de las funciones privadas, el cine chileno y lo que rodea a este universo, pero también como la caída libre de un profesional obsesionado por las películas, el punk, el alcohol y la comida.


En una ex iglesia de Valparaíso contruida a fines del siglo XIX frente a la Avenida Pedro Montt, Andrés Nazarala abre las puertas con llaves y pestillos. Las imágenes marianas y de santos de la entrada van dando paso a un moderno espacio de co-work con macbook, café en grano y estética industrial.

Al momento de la entrevista estaba en proceso de preproducción de su película Los años salvajes -protagonizada por el gran Daniel Antivilo junto a Daniel Muñoz, José Soza, Nathalia Galgani, Alejandro Goic y un sobreviviente de la Nueva Ola- y con el libro Última función (Kindberg) recién salido de imprenta, el sucesor de Hotel Tandil (2019).

Este último era sobre la experiencia de vivir el cine en Argentina, un país con una tradición distinta a la chilena. Pero Última función, por una parte, es una crónica en clave sobre la decadencia de la crítica de cine, con sus funciones privadas, colegas que se quedan dormidos en primera fila o que deben dosificar sus opiniones sobre directores locales exitosos en el exterior, aunque sus películas no sean tan maravillosas, porque el medio es chico y rencoroso.

Por otro lado, es una despedida de esa juventud donde —aunque Aldo Romero, el crítico y protagonista sea 20 años mayor que el autor— todos creían que iban a tener una banda exitosa, vivir una vida peligrosa y donde las cotizaciones de AFP no eran un tema, pero terminaron perdidos, fracasados u hospitalizados por algo tan poco glamoroso como la mala alimentación. “Digamos que mis pecados son los mismos de Orson Welles: la comida y el alcohol”, dice al inicio de la novela. Y finalmente esto funciona como un viaje por la mente de alguien que vio demasiado cine, pero a diferencia de autores como Alberto Fuguet, no lo hizo para aislarse sino para entenderse, aunque nunca tuvo muy claro qué es lo que quería encontrar hasta -alerta de spoiler- encontrarse con editores, amigos, enfermeras y ya en la calle a una multitud a lo lejos, que tenía bastante más claro lo que quería.

Nazarala, para los cinéfilos, es un tipo curtido desde al menos dos décadas como jurado de festivales de todas las calañas (desde Moscú y San Francisco hasta el de Lebu) pero sobre todo por sus textos en medios de culto como El Fenelón Ilustrado, revista La Panera y su ininterrumpido espacio en La Segunda, donde analiza los estrenos con precisión, erudición (es quizá la persona que más sabe de cine underground e independiente internacional) e importante dosis de humor heredadas posiblemente de su otra pasión: la escritura de rock a lo Lester Bangs o Jon Savage. Incluso, como rompiendo la cuarta pared, en un momento se pone a reflexionar con un amigo sobre esas novelas tan de moda donde el protagonista habla todo el tiempo lo que no le gusta demasiado.

Mientras pelea con la máquina de café, explica con un montón de referencias que anidan en su cabeza, que tenía muchas ganas de escribir sobre un crítico de cine. “Curiosamente, no hay muchas obras centradas en el tema. Por nombrar algunas, está Sueños de un seductor con Woody Allen, la serie The Critic, la novela Antkind de Charlie Kaufman (que salió mientras escribía el libro) y Les sièges de l’Alcazar, comedia dirigida por Luc Moullet, el crítico y cineasta más subvalorado de la Nouvelle Vague. No hay mucho más. La cosa es que estaba esperando el momento para inspirarme y no llegaba. Lo trajo la pandemia para bien y para mal”.

Y agrega sirviendo el líquido humeante en esta ex iglesia donde lleva viniendo solo varios días: “Como suele ocurrir, terminé traicionando mi propia premisa para escribir una novela de vuelo libre cuyo anfiteatro es principalmente la cabeza de un tipo que le da vuelta a todo: el amor, la muerte, la amistad, la música, el tedio, los matinales, Ricardo Darín, el pesimismo radical de Cioran, la diabetes, la dictadura de la vida sana que se ha impuesto sobre nuestra cultural, el periodismo, la sobre-idealización de París, Frank Sinatra, las tripas del cine de Henenlotter, Dreyer, las revueltas sociales, el solipsismo, la grandeza de Bach, los gatos, los cigarrillos como objetos sublimes. Hay de todo un poco en un libro que propone una dinámica de espejos, con una suerte de conciencia crítica sobre la misma novela que se está leyendo”.

Diabetes y crítica de cine

-La hospitalización por diabetes y sobrepeso es el peor lugar posible que imaginó alguien que admiró las vidas de cineastas y músicos que siempre terminaban en el hospital por adicciones y excesos que los mantenían en estado zombie, pero delgado. ¿Fue una decisión para remarcar el abismo entre el crítico y lo que critica?

La diabetes es una enfermedad seria y no responde necesariamente a una conducta, pero en algunos casos sí. Me parece que en ese sentido es una enfermedad de críticos de cine. Este es un oficio sedentario en el que se puede comer mientras se ejerce. Un cirujano no puede comer mientras opera, pero un crítico de cine sí puede hacerlo en medio de una función. Esa idea, sumada a mi experiencia con el desgaste físico de la adultez, me llevó a configurar a Aldo Romero como un crítico con diabetes. La pandemia hizo el resto. Comencé el libro en marzo de 2020, encerrado, mientras afuera pasaban las ambulancias y el televisor amplificaba el horror. Última función es una novela sobre la pandemia sin pandemia.

-La novela retrata el lado B de una industria que, como el protagonista, ni siquiera está en la UTI, simplemente está esperando la muerte resignado. ¿Cómo ves la crítica de cine que hasta los 90 e inicios de 2000 no solo servía para “conversar” sobre un filme, sino también como un espacio para que las audiencias tomaran decisiones sobre que ver y que no?

Los críticos de cine peligran pero también los cajeros de supermercados, los agentes de viaje, los vendedores de DVDs... La causa es la misma para todos. En lo que nos concierne, esa voz experta –lo digo sin ningún grado de arrogancia– ha sido reemplazada por youtubers efectistas y usuarios que manifiestan sus opiniones a través de las redes sociales. No hay duda de que una crítica publicada en medios ya no tiene el impacto de antes, lo que no quiere decir que el oficio haya muerto necesariamente. Por suerte, hay páginas, revistas y diarios que siguen cultivando la crítica de cine independiente. Uso este adjetivo porque en estos tiempos de streaming y marketeo implacable es necesario ser independiente, aplacar el furor de las campañas millonarias con análisis críticos capaces de abrir diálogos. La crítica no debe nunca pontificar sino abrir puertas. Estas reflexiones las tiene Aldo Romero en su vía crucis. El sabe que ha pasado del entusiasmo a la inercia. Está cansado de las funciones privadas, se duerme en las películas (una práctica habitual y tabú dentro del oficio) y se averguenza de las listas que hizo en el pasado. Eso es algo que a todo crítico le puede pasar.

-El protagonista tuvo una banda de rock garage y admiraba a Lester Bangs, ante el espanto de sus colegas. La crítica de rock y la de cine son mundos irreconciliables? A mí siempre me pareció que la del cine desde el inicio tomó elementos de la crítica de arte por lo que intelectualizó la imagen, a diferencia de la critica de rock que fue armándose al mismo tiempo que Hendrix o Dylan sacaban discos nuevos.

Gonzalo Maier calificó a Ultima función como una “novela psicodélica” por los estados de consciencia que Romero experimenta en esa estadía del hospital. De joven tuvo una banda garage llamada Los Tarántulas y es, digamos, un tipo con mucha curiosidad por la experimentación. Quise construir a un crítico de cine disidente, más pasional que intelectual, menos Daney que Bangs, obsesionado por captar la esencia sensorial del cine, por decirlo de alguna manera. No se puede analizar una película en el momento, en tiempo real, como tal vez sí se puede hacer con la música. Aunque cineastas experimentales como Maya Deren son capaces de arrastrarnos hacia lo desconocido en un segundo.

Colapsando en las premieres

-El protagonista se siente un poco aburrido ante la industrialización del cine, de las películas sobrevendidas (como el western chileno que la rompe afuera) y la neurosis de los propios directores que mandan e-mails a los críticos. ¿Podemos hablar de eso?

Romero colapsa en la avant premiere de un western chileno protagonizado por un actor de teleseries. La referencia no apunta a un filme de festival sino que a una película de vocación masiva, de esas que buscan llenar salas. Me parece que ese es un cine completamente fallido en Chile. Exceptuando ciertas extensiones de la televisión como Stefan vs Kramer (la película más vista en el país), además de las insufribles comedias de López, no existe un cine de vocación comercial que funcione localmente. Lo que sí hay es un cine que busca valoración en festivales internacionales pero que acá es casi invisible. Es un asunto complejo que da para largo. Lo cierto es que Romero cuestiona ambas tendencias. Pero es crítico con todo en verdad, principalmente con el curso que ha tomado su propia vida. También se encuentra perdido en tiempos en que la crítica puede ser leída como una amenaza a una inversión financiera más que un catalizador de discusiones propiamente cinematográficas. Todo se reduce finalmente a eso: el vil dinero.

-Más que una carta de amor al cine, tu libro tiene como marco el poner en valor a directores olvidados, cintas que ni siquiera son de culto, subgéneros como el cine cristiano de explotación, incluso hay casos reales de intentos de rodar películas y personajes inverosímiles que son reales y son chilenos. ¿Por qué elegiste una novela y no una crónica sobre esos mundos que conoces tan bien?

Hotel Tandil era un un homenaje a los fracasados del cine. Ultima función contiene los gustos de un crítico que es canónico pero también disidente. Romero admira tanto a Bergman como a Frank Henenlotter, cineasta B por antonomasia. En su repaso por la representación de la muerte en el cine, ejercicio inevitable si estás con un pie en la tumba, no puede esquivar a los grandes teólogos del cine (Bresson, Dreyer, etc...) pero también cruza la línea hacia el otro lado. Las referencias al cine evangélico de explotación responden a una vieja fijación, especialmente con las películas de la productora mexicana Armagedón. Estas producciones buscan alertar a los espectadores sobre los horrores del infierno. Son aleccionadoras y terroristas al mismo tiempo. El Hitchcock del cine cristiano se llama Francisco del Toro. Vale la pena chequearlo.

-Esto se lo preguntan tanto a Wes Anderson como a Calamaro: ¿cuánto de autobiográfico tiene tu obra?

Me temo que si llego a viejo seré un poco como Romero, aunque en verdad lo construí a imagen y semejanza de algunas personas que he conocido. Es, digamos, un Frankenstein que tiene algo de mí y también de otros personajes con los que me he cruzado. No se puede esquivar la autobiografía, menos cuando se trabaja con el ensayo. Porque creo que este es un ensayo disfrazado de novela. Al mismo tiempo, en el proceso de escritura se aparecen fantasmas de todo tipo: gente del pasado y del presente, ecos de historias escuchadas, lecturas, invenciones, vivencias, referencias, recuerdos. Todo es procesado en la misma juguera hasta que se convierte en otra cosa. La realidad termina siendo ficcionada y transformada.

Es imposible hacerse invisible cuando se escribe en primera persona. Aunque pueda deliberadamente tratar de meterme en la cabeza de otra persona –un ejercicio que Tom Waits hace magistralmente en sus canciones–, no puedo desprenderme de mí mismo. Pero creo que una persona no solo se constituye por lo que es. También están los fantasmas de lo que no fuimos y pudimos ser, o el camino de los antimodelos que esquivamos en el camino hacia la adultez. Todo eso aparece de alguna manera en el proceso creativo. Es algo que le pasa a Romero. Él siente que es todas las versiones de sí mismo: el roquero que no terminó de ser, el crítico académico que no fue, el periodista de guerrilla que desechó en el camino, el cura que pensó ser cuando era niño, la proyección de su padre siniestro, etc... Última función”es, si se quiere, una novela sobre realidades paralelas. El cine es, al menos, una más.

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