Augusto Góngora: la memoria infinita de sus hijos

Augusto Góngora: la memoria infinita de sus hijos

Además de mostrar la conmovedora historia de amor entre Augusto Góngora y Paulina Urrutia, el exitoso documental La Memoria Infinita es también el retrato del afecto inquebrantable entre el fallecido periodista y sus dos hijos. Aquí, Javiera y Cristóbal hablan con Culto de la relación con su padre, de cómo fue vivir con él durante años, de los mails que les empezó a enviar en el último tramo de su existencia y de un legado que consideran imborrable.


El penal errado por Carlos Caszely en España 82. El capítulo más fatídico de la historia chilena en los mundiales de fútbol, servía para que cada cierto tiempo Augusto Góngora reactivara sus recuerdos dentro de los vacíos cognitivos causados por el Alzheimer que le diagnosticaron en 2014.

“La idea era conectarlo con las cosas que vivimos juntos. Yo siempre le mencionaba el penal de Carlitos Caszely del 82 y se retorcía de la risa. Sabía perfecto de lo que estábamos hablando. Se lo recordaba todo lo que podía. Hasta que llegó un minuto en que yo se lo volvía a decir, pero ya no cachaba mucho de lo que le estaba comentando”, cuenta su hijo menor, Cristóbal Góngora Neut (43).

Ahí junto a su hermana Javiera -los únicos hijos que tuvo el periodista- advirtieron un detalle. El hombre que por décadas los sentaba para narrarles los hechos más disímiles, el profesional habituado a emitir en televisión relatos de profundo alcance social y cultural -primero en el noticiario clandestino Teleanálisis y luego en sus espacios en TVN-, ahora se situaba del otro lado: eran ellos quienes debían contarle historias para mantener viva su memoria.

Góngora en 1984. Foto: Archivo Cedoc.

“En el fondo, se dio vuelta la tortilla”, define Javiera. Luego sigue: “Esta enfermedad tiene muchas etapas. Y hubo una etapa, muy larga y bonita, en que a mi papá le gustaba que yo le contara historias. Y esas historias tenían que ver con todo lo que habíamos vivido nosotros. Historias de cuando éramos niños, de nuestros cumpleaños, de nuestras vacaciones, de nuestros paseos. De cuando íbamos a la playa y escuchábamos esas bandas sonoras medias repetidas, aunque exclusivas para cada verano. Por ejemplo, el disco Corazones de Los Prisioneros. O los Beatles. Me gustaba mucho sentarme con él y hablar, hablar, hablar, porque su cara relucía. Lo que más le gustaba era conversar. Enterarse de cosas que para él eran, entre comillas, nuevas. Relatárselas le provocaba una gran felicidad”.

Dentro de esas narraciones, había un recuerdo en particular que lo iluminaba. Cuando era niño, un cercano le regaló una parka y, alguien al verlo refugiado del frío, le comentó: “Calentito el rotito”. La frase se convirtió en un chiste familiar durante décadas y en una bocanada de brillo en los instantes más adversos de su enfermedad.

“Todo el tiempo se reía de eso. Le recordaba a él mismo cuando era niño, le recordaba a su propia vida”, comenta Cristóbal.

De hecho, en el documental La memoria infinita de Maite Alberdi -el suceso cinematográfico del cine chileno en 2023-, Javiera en una secuencia va a ver a su padre a su casa y, mientras él está acostado, le dice: “Calentito el rotito”. Ambos ríen.

Porque, de alguna forma, el filme es el retrato de la conmovedora relación de amor de Góngora con la actriz Paulina Urrutia, pero también es la historia de afecto inquebrantable con sus propios hijos. El amor infinito hacia Javiera y Cristóbal que nunca se olvida. Los dos aparecen en fotos, videos caseros ochenteros y en los llamados desesperados de su padre cuando comienza a lidiar con las crisis más profundas detonadas por el Alzheimer. Son las otras grandes presencias que cruzan la película. Como tal, ambos también participaron de las primeras reuniones con Alberdi para definir el proyecto y entregaron su apoyo para que se materializara.

“Con mi hermano nos juntamos con la Maite, sin conocerla. Yo la conocía en su dimensión profesional, había visto sus otras películas, sabía su historia. Y nos juntamos con ella para entender qué quería mostrar, cuál era la historia que quería contar, y presentarle también nuestros temores o aprensiones de hacer público algo tan íntimo”, rememora Javiera.

-¿Cuáles eran los principales temores de ustedes?

Javiera Góngora: Mi principal aprensión era que hubiera un resguardo por la intimidad más privada, por momentos más cotidianos. No por los problemas de la enfermedad en sí, sino que en el fondo queríamos conocer cuáles eran los límites a los que ella había pensado enfrentarse. Fue una conversación bien participativa, familiar, y también con amigos muy cercanos. Amigos de mi papá y amigos nuestros. Y amigos que se van mezclando en la vida. Agradezco mucho eso, que mi papá me ha heredado muchos amigos que se mueven también en el mundo audiovisual, de la cultura y del periodismo. Entonces, podían ayudarnos a tener distintas miradas de todas las dimensiones que se iban a abordar y de todas las maneras que esta historia iba a mostrar.

Javiera Góngora Foto: Juan Farias /La Tercera

Cristóbal Góngora: Mi viejo siempre, en todas las decisiones de su vida, nos integró a mí y a la Ja. Cosas que fueran desde remodelar una pieza hasta hacer este documental. Y sobre todo tuvo la delicadeza de integrarnos en este proyecto, en algo que nos podía repercutir en algún sentido al abrir nuestra intimidad familiar. Habíamos conversado con la Javiera, la Paulina y mi viejo que estaba esta idea, y llegó un minuto en que él decidió que quería hacerlo. Nosotros le dijimos ‘bacán’, que lo íbamos a apoyar, que lo respetábamos. Al principio de las grabaciones nos juntamos con la Maite para conversar un poquito, para hablar de cuáles eran las expectativas de ella, cuáles eran nuestros miedos, pero todo fue muy compartido. Maite hizo un gran trabajo, muy respetuoso. Pero la decisión pasó por él.

Quizás la principal razón de los hijos para respaldar La memoria infinita guarda nuevamente relación con la posibilidad de contar historias.

Javiera explica: “Él quería hacerlo, porque él siempre contó historias de otras personas. Y esas personas nunca le cerraron la puerta, confiaron mucho en él. Tenía la misma capacidad de llegada que puede tener la Maite, que es una mirada especial, con talento, pero además con cariño, con una preocupación y una dedicación personal. Además, las realidades que mostraba él no eran fáciles. Y había distintas maneras de mostrarlas, pero él siempre buscó formas cariñosas, reflexivas, responsables. Y muy consciente del valor social y colectivo que tenía mostrar esas historias para el país”.

“Hubo una decisión muy personal de él de asumir esta enfermedad y enfrentarse públicamente a este cambio de vida, pero de manera generosa con el resto, preocupado de que esto ayudara a otras personas, de servir de guía a gente que estaba pasando por lo mismo, hablar de la vulnerabilidad y de las debilidades”, continúa Javiera.

Cristóbal agrega: “Esta película es una historia de amor en muchos sentidos. Y agradezco mucho que también aparezcamos nosotros y todo lo que compartimos con él. Es el reflejo de que siempre estuvimos unidos. Nuestros padres se separaron y nosotros nos fuimos a vivir con él cuando éramos bien chicos. Mi viejo se hizo cargo de dos niños cuando los hombres no vivían con sus hijos. Fue muy disruptivo en ese sentido”.

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Javiera y Cristóbal son hijos del primer matrimonio de Góngora, con la también periodista Patricia Neut. Ambos se conocieron en los años 70, cuando el fallecido comunicador hacía clases en la carrera de Periodismo de la Universidad Católica y ella se convirtió en su alumna. Según cuentan sus hijos, Patricia aún no ha visto la película.

Cuando Javiera tenía 12 y Cristóbal 10, la pareja se separó. Sus hijo se fueron a vivir con él y fueron testigos íntimos de la etapa en que se padre se transformó en encargado del área cultural de TVN, conduciendo programas como Cine video, o produciendo otros igual de emblemáticos, como El mirador o El show de los libros. Por esos días, era algo así como el ícono de la pantalla chica vinculada a las artes. Quizás por lo mismo, con los años ambos también se transformaron en periodistas.

“Que nos fuéramos a vivir con él fue, con toda justicia, un acto de gran generosidad de mi mamá. Habiendo ya terminado la relación que tenían, entendió que mi padre tenía un lazo muy fuerte con nosotros, por lo que le cedió y le entregó el día a día de sus hijos. Estoy segura que para ella no fue fácil. Pero lo hizo por cariño, por amor y porque sabía como era él como padre. Era todo un asunto en esos años que un padre viviera con sus hijos y yo siempre me sentí muy responsable de explicar que era una opción. Quizás por eso se forjó una relación tan linda entre nosotros. A veces la gente que destaca por algunas cualidades, deja olvidadas ciertas tareas y misiones más personales, pero mi papá siempre estuvo muy muy presente”, refuerza Javiera.

Su hermano se suma: “Se supone que vivir con mi viejo sería sólo por un tiempo. Pero se fue alargando y al final fueron muchos años. Fue un período de mucho aprendizaje. Él tenía una inteligencia emocional muy fuerte. Y siempre crecí con él sabiendo que era conocido, cuando la gente lo reconocía en la calle, aunque era muy vergonzoso, le gustaba más bien mantener un perfil bajo”.

Mientras Javiera dejó de vivir con Augusto Góngora cuando cumplió 19 años, Cristóbal estuvo con él hasta los 28. De hecho, alcanzó a residir con él cuando el conductor inició su vida junto a Paulina Urrutia a fines de los 90.

-¿Cómo fue para él conocer a Paulina?

CG: A diferencia de la Ja, a mí me tocó vivir con ellos harto tiempo. Eran el uno para el otro. Se llevaban muy bien, se querían. Una pareja donde había mucha complicidad, pero donde también se respetaban los espacios. Y conmigo la Paulina se llevaba muy bien, nos cagábamos de la risa, porque ella lo único que quería era que yo me fuera, para poder estar sola con mi padre. Entonces, cuando yo me fui, mi viejo entraba a mi pieza y se ponía a llorar, mientras la Paulina me decía que ella era feliz, podía andar hasta en paños menores por la casa. Nos daba mucha risa eso.

Sin embargo, la alegría se puso a prueba a fines de 2014. En esa etapa, Góngora fue diagnosticado con Alzheimer, lo que supuso un golpe mayúsculo para la vida familiar.

-¿Cómo fue ese momento en que ustedes se enteran que tiene Alzheimer?

JG: Yo las fechas las tengo súper mezcladas, porque uno tiene una realidad instantánea y después una realidad procesada. Cuando supimos, me asusté mucho, fue un impacto, no era algo esperable. Mi papá era muy joven, muy activo y yo siempre lo vi como una persona muy intelectual y sociable. No me calzaba su imagen con la de esta enfermedad y eso tiene que ver también porque se habla poco, se revisa poco, se comparte poco. En ese momento no fui capaz de racionalizarlo tanto, pero ahora, con la distancia del tiempo, puedo decir que siempre he admirado a mi papá porque él tenía una capacidad muy distinta para ver las cosas, distinta a cómo las vemos todos. Siempre tenía una mirada que te hacía ver las cosas desde otra perspectiva, desde otro punto de vista, además de los evidentes.

CG: Para mí hubo mucha incertidumbre de lo que venía. Personalmente me puse a investigar mucho sobre la enfermedad, los pasos a seguir, lo que viene, averigüé con gente que había tenido esta enfermedad, cómo lo había vivido. Para cualquiera que le digan que un familiar esta atravesando esto, es complicado, porque tiene un deterioro en el tiempo que no se puede mejorar. Pero bueno, nos tocó.

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Cristóbal cuenta que, con el Alzheimer ya declarado, su padre comenzó a realizar un ejercicio frecuente donde intentaba capturar sus momentos y sus reflexiones: empezó a enviarles correos electrónicos hablándoles de los temas más diversos, como una manera de que sus enseñanzas encontraran un cimiento y no se evaporaran. Quizás un pequeño truco para encapsular el tiempo.

“Cuando cachó que la memoria se le iba aceleradamente, él nos mandaba a toda la familia unos mails de lo que pensaba que era importante transmitir, que hablaban sobre miles de cosas, sobre la creatividad, la esencia de las personas, o cosas bien adelantadas, como el mundo líquido, de que las cosas fluyan, de la capacidad que hay que tener para adaptarse, de desaprender para aprender, de poder reinventarse. Nos mandaba textos muy elaborados y después empezaron a ser más sencillos”.

El periodista revela que tales escritos tienen su cuna muchos años antes, cuando Augusto Góngora de forma muy seguida les escribía decenas de cartas para felicitarlos por sus logros o para compartir ideas que deseaba que quedaran inscritas en el tiempo. “Tengo muchas cartas guardadas de mi viejo. Ahora me ha tocado releerlas y fue un regalo muy lindo que él nos dejó. Tiene mucho que ver con la memoria a la que apela la película, porque él tuvo la intención de dejar plasmado algo que permaneciera, que quedara para siempre”, explica su hijo menor.

Tal como lo demuestra el documental, la llegada de la pandemia del Covid-19 abre un momento particularmente duro para el ex rostro de TVN, donde es evidente un deterioro pronunciado en su estado de salud.

“La pandemia fue particularmente difícil para su proceso. Empezamos a verlo de manera muy limitada, con el miedo de que se pudiera contagiar con un virus que no sabíamos qué consecuencias podía tener en un cuerpo que ya tenía debilidades. El encierro y la falta de contacto atentó directamente contra las armas que él tenía para enfrentarse a las dificultades, como eran salir, conversar, pasarlo bien, ver gente, estar con nosotros, con sus amigos, con sus nietos”, recapitula Javiera, en alusión a los cinco nietos que tuvo Góngora.

Finalmente, el comunicador falleció el pasado 19 de mayo, a los 71 años.

-¿Cómo recuerdan la última vez que estuvieron con él?

CG: Mi viejo ya estaba bien deteriorado. Lo recuerdo con mucho cariño. Recuerdo su dolor, su piel. Estar con él, tomarle la mano, acariciarlo, besarlo, sentirlo… es difícil transmitirlo. La última etapa fue un período bien largo, bien difícil, no sabría explicar con palabras cuando estás con una persona que amas tanto, y que te enseñó tanto, verlo en una situación tan delicada. Es complejo.

JG: Ya era, evidentemente, un momento de despedida. A pesar de que su enfermedad fue larga y uno ya puede saber el desenlace, cuando llega el momento es muy fuerte y muy doloroso. Yo no quería que en ningún momento él sintiera que podíamos quedar desprotegidos, porque sé que esa era una de sus preocupaciones constantes, en todas las etapas de su vida. Al final, no te queda más que decir que nos vamos a cuidar entre nosotros, tal como él nos habría cuidado.

“Pero yo, honestamente, todavía no estoy preparada para vivir sin mi papá. Lo echo mucho de menos. Siempre pienso en él, no hay aspecto de mi vida que no se cruce con su recuerdo, o cuando pienso ‘qué me diría él de esto, cómo saldría de esto, cómo lo resolvería, cómo lo enfrentaría’. Aunque todo está cruzado por una sensación de agradecimiento tan grande, que no te queda más que decírselo y decirle que puede partir tranquilo, porque aquí estamos todos los que lo vamos a querer y recordar para siempre”.

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