Los callejones oscuros del fútbol formativo

La denuncia de una golpiza en Coquimbo hizo mella en el ambiente de los clubes chilenos. A algunos los llevó a revisar cómo y quiénes formaban en sus divisiones menores: un mundo donde la presión, los malos tratos y la competencia salvaje podían marcar a un niño para siempre.


Yohanna Villalobos, inspectora de colegio de La Higuera, relata lo que recuerda del pasado 31 de marzo de 2022. “Cuando llegó Javier, me dijo ‘mamá voy al baño, te saludo altiro’. Y me pareció extraño, porque él no es así”.

Atardecía y su hijo, un niño de 14 años, judoca y fanático del fútbol, volvía de acompañar a su amigo Alexis, cadete de La Serena, a una práctica en el complejo Las Rosas, de Coquimbo Unido (los nombres de los menores no son reales).

Javier, relata Villalobos, llegó directo a acostarse. Y cuando ella prendió la luz, él, según su relato, le dijo “mamá, mírame el ojito. Me pegaron. Fueron los cadetes de Coquimbo Unido”.

Horas atrás, Javier se había subido a un bus junto a su amigo en La Higuera con dirección a Coquimbo. Ya de vuelta en su casa, Javier “vomitaba y orinaba sangre”, cuenta la madre.

Lo llevaron al Cesfam. El primer parte médico indicó múltiples golpes en la cara, un hematoma en el ojo e inflamaciones. Al día siguiente, fue internado en el Hospital San Juan de Dios de La Serena. Estuvo una semana. El diagnóstico fu el siguiente: “Contusiones pulmonares, laceración hepática grado III, contusión renal grado I”.

Cuando lo dieron de alta, Javier prestó testimonio ante fiscalía. Constató que, ya que no estaba a prueba, se sentó afuera a ver la práctica de unos juveniles. Como su celular estaba descargado, pidió un lugar para enchufarlo. Le dijeron que dentro del camarín lo podía hacer. Lo dejó allí, junto al resto de las cosas del grupo que entrenaba.

Al rato el grupo que estaba en la cancha entró al camarín y un cadete empezó a reclamar que le faltaban un par de zapatillas. A Javier le pidieron abrir su mochila. Cuando lo hizo, aparecieron unos zapatos de fútbol y un polerón que no eran suyos.

“Ahí el profe me dio opciones: llamaba a los pacos, me hacían un callejón oscuro o me metían al camarín para que todos me pegaran”, relata.

Javier respondió “pero cómo”. Luego, declaró, “el profe les dijo a los niños que hicieran dos filas y me empujaron al medio. Todos los niños se tiraron a pegarme”.

Luego de que el profesor tocó el silbato -continuó narrando Javier- le dejaron de pegar. Quedó inconsciente unos minutos. Según declaró Alexis, más de veinte niños golpearon a su amigo con pies y puños. Todo en presencia del profesor, que luego sería despedido del club.

A Nicolás Watson la historia le hace sentido.

“¿Los callejones oscuros? Me suenan. Lo hacíamos para las penitencias, o cuando alguien estaba de cumpleaños”.

Watson, hoy de 20 años, pasó toda su adolescencia compitiendo en ese mundo.

“Es algo de broma. Se hacen dos filas y hay que pasar rápido mientras te van pegando patadas, o manotazos en la nuca. Pero el compañero que te tiene mala, es el que te pega más fuerte”.

Hoy, lejos del fútbol formativo, Watson sólo tiene una palabra para recordar ese ambiente en el que Javier asegura haber sido golpeado.

“Resiliencia, por los momentos difíciles a los que uno tenía que sobreponerse”.

La olla a presión

Cada año miles de niños van a probarse a las divisiones inferiores de los principales clubes de Chile, con el sueño de convertirse en futbolista. Las categorías van desde la sub 8 a las sub 18, aunque el fútbol competitivo comienza desde la categoría sub 15, donde se puede entrar con diez años. Nicolás Watson fue uno de esos niños. Quedó en Audax Italiano cuando tenía ocho años.

Ahí el deporte dejó de ser un pasatiempo y se convirtió en una responsabilidad que tenía que compatibilizar con el colegio. Por ejemplo, durante la enseñanza básica faltaba dos horas en la tarde para ir a entrenar. Ahí en la cancha, sus entrenadores vieron en él cualidades para desempeñarse como un volante de contención. Así pasaron los años. Aunque siempre que se acercaba el verano, venía el momento más duro: cuando los entrenadores decidían quiénes avanzaba a la siguiente categoría y quiénes debían dejar el club.

Ese, dice Watson, era un rito para el cual los preparaban.

“Nos decían ‘no pueden ser solo futbolistas, porque después ¿qué van a hacer? La carrera es corta y después no van a tener nada’”.

Siguiendo ese consejo, fue que los padres de Watson le exigieron que no descuidara sus notas y pudo hacerlo. Sólo que en cuarto medio le costó más. Se levantaba a las 5.00 para salir desde su casa en Puente Alto y llegar al colegio en Ñuñoa a las 8.00. A las 9.00 regresaba a su comuna a entrenar y al mediodía debía estar de regreso en su colegio para terminar su jornada escolar.

Estas múltiples exigencias, que vienen desde muchos flancos, ponen a los niños en una literal olla a presión: hay que combinar el colegio y las obligaciones académicas con la alta competencia en el club. Todo esto, considerando que en cada categoría compiten dos, tres o incluso más jugadores por el mismo puesto.

A fin de año, dice Watson, las prácticas se ponían mucho más duras.

“Todos se jugaban la vida”, recuerda. “Algunos iban fuerte. No estaban ni ahí con lesionar al compañero, con tal que no los echaran del club. Yo ya estaba acostumbrado, pero me pasó que a un compañero le dije ‘oye, tranquilo, somos del mismo equipo, me puedes lesionar’”.

A veces el peso más grande viene de los padres, que ven en los niños una oportunidad de obtener un mejor pasar económico.

“La familia pone presión cuando comienza a fantasear con realidades para lo que falta tiempo, porque aún son niños de 14 o 15 años”, constata Ignacio Gallardo, psicólogo deportivo de Unión Española.

“Hay casos de éxito, que son las historias que se cuentan. Pero no se cuenta la de quienes no resistieron la presión. Hubo un caso de un muchacho de otro club que vio que su papá dejó el trabajo para dedicarse a él. Entonces, ya no se jugaba su proyecto, sino que el de la familia entera. La responsabilidad fue demasiado pesada, bajó su rendimiento y se salió del fútbol. Dejó de disfrutar del juego”, ejemplifica Gallardo.

Esta presión de algunos padres se evidencia en los entrenamientos, que se han convertido en reales hervideros.

“En los partidos los papás rivales nos insultaban. Me llamaba la atención, porque son papás insultando a niños”, dice Watson. “Otros, en vez de apoyar a su hijo después del partido, o de decirle ‘para la otra te sale’, lo criticaban, lo presionaban. Esos niños después bajaban el rendimiento”.

Esta situación llevó a Jaime Escobar, quien fue 14 años jefe técnico de cadetes en Palestino, a tomar una medida drástica.

“Los papás interferían mucho. Traían mucha presión en los niños. Les hacían comentarios negativos. Empezaban rumores, cahuines. Entonces, por dos años, les prohibimos la entrada a los entrenamientos”.

La relación con el técnico de la temporada es vital, indican cadetes y excadetes. Una mala relación con ellos podía terminar una carrera.

“En febrero llega el nuevo DT (de la categoría). Uno lo ve como un dios”, dice con reserva de identidad un cadete de un equipo de Santiago. “Y al rato, ese dios va bajando de ese pedestal, porque te va decepcionando. Por ejemplo: que diga algo, pero haga otra cosa. O que hable bien de ti al frente tuyo y atrás te reviente. O que no sepan harto de fútbol o de entrenar. Eso se nota”.

Nicolás Watson también vivió eso.

“Cuando llega fin de año, van cambiando las actitudes de los profes. La relación se vuelve tensa. Uno prefiere ni hablarles. Y si uno les habla, los compañeros piensan que uno hace lobby, de ganárselo por la buena onda”.

Por reglamento de la ANFP, los clubes afiliados están obligados en su rama de fútbol joven a contar con técnicos con título otorgado o reconocido por la Federación de Fútbol de Chile o el INAF.

Desde esta misma institución aclaran que en sus planes de estudio incluyen cursos de psicología, coaching deportivo y relaciones interpersonales Aún así, el ambiente del fútbol juvenil ofrece un panorama preocupante: niños compitiendo contra niños, presionados por sus padres y a cargo de técnicos formados en los duros códigos del fútbol profesional.

Esto, cree Yohanna Villalobos, fue lo que pasó con su hijo. “Algo pasa ahí, en las divisiones inferiores. Todos se creen vivos. Todos quieren ser mejor que el otro. Que si te pego un combo, soy más hombre que tú”.

“Jugar como niñita”

Para muchos en el fútbol, el caso de Coquimbo significó revisar los códigos con los que se enseñaba el deporte. Jaime Escobar, por ejemplo, asegura que en sus equipos juveniles de Palestino nunca hubo callejones oscuros: “Siempre hay penitencias, como apostar completos o bebidas, o rondas de ejercicios. Pero agresiones no. El juego, sí, se presta para roces, y los de reserva van más fuerte, porque se quieren mostrar. Eso es natural. Pero nunca como castigos”.

Los ritos y formas típicas que habían gobernado la competencia juvenil, ya no parecían inofensivos a la luz de los nuevos tiempos.

El psicólogo deportivo Rodrigo Cauas, nombra dos de ellos: cuando rapan a un juvenil que pasa al primer equipo o insultar a jugadores aludiendo a características femeninas.

“Todavía queda esta cosa como agresiva de decirles a los muchachos ‘no jueguen como niñita’, o ‘llorar es de mujeres’. Pero más en lo verbal, no en lo físico. Esas cosas no queremos que se transmitan a los estudiantes”.

Estos códigos, cree Cauas, tienen orígenes distintos dependiendo de la categoría.

“Me da la impresión que en divisiones menores los ritos están dados más por los entrenadores que por los pares, a diferencia del plantel profesional, que es al revés”.

El problema es que, durante mucho tiempo, la preparación de los entrenadores de cadetes no se condecía con las responsabilidades que enfrentaban al formar niños. Cauas lo dice con un ejemplo.

“Hace veinte años yo veía que les pegaban varillazos o cachetadas a los cadetes cuando no cumplían cierta cosa”.

La explicación era obvia.

“Antes nos formábamos solos, por la cantidad de horas jugando en un potrero. Los que se ocupaban de los equipos infantiles era gente de buena voluntad que le gustaba el fútbol”, subraya Fernando Vergara, exfutbolista argentino que oficia de jefe técnico en O’Higgins. “Ahora hay una planificación semanal, mensual y anual, donde desarrollamos contenidos de forma progresiva”.

Por eso es que la denuncia de Javier hizo eco en ese mundo.

“Lamentamos profundamente lo que pasó en Coquimbo Unido”, indica Cynthia Ossa, psicóloga deportiva de Universidad de Chile en fútbol formativo. “Nosotros tenemos protocolos de prevención frente al bullying. Y es estamental: cada cuerpo y departamento busca señales de bullying, lo que garantiza un poco más que no haya conductas aversivas en el fútbol formativo”.

De todas formas, Pablo Ramírez, gerente deportivo de Coquimbo Unido, está seguro de que ni una de estas conductas violentas ocurrieron el 31 de marzo en el complejo Las Rosas

“Según la investigación que nosotros hicimos, durante dos días seguidos se habían perdido billeteras y especies. Al tercer día pasaron estos hechos, donde al niño, que se resistió a abrir la mochila y no se estaba probando, le encontraron un polerón y especies. Como Carabineros se demoró en contestar, vamos a suponer que hubo una omisión del entrenador a cargo, que permitió que los niños le hicieran una camotera. Esto duró unos 25 a 50 segundos. Luego de eso, el profesor expulsó a los que estaban a prueba, amigos de este chico, y a este chico”.

Según la madre de Alexis, el amigo de Javier, había más cadetes de La Serena ese día que fueron a probarse. En tanto, un utilero de Coquimbo reconoció a Javier. Dice en su declaración como testigo que lo había visto antes. Que lo reconoció por un gorro que llevaba. Y nunca vio una agresión.

Ramírez argumenta que “hay testigos que vieron que los de La Serena salieron del complejo Las Rosas y se fueron insultando al muchacho expulsado. Luego, dos cuadras más allá, los agredieron al frente de un colegio. A él lo botaron al suelo y le pegaron”, enfatiza. “Ahí se produjo la agresión mayor, lo que no significa que la otra haya sido una agresión”.

Sobre el despido del entrenador, dice: “No fue por tener una participación física en el hecho”, sino que fue porque cometió errores protocolares, como permitir el ingreso de “civiles” a la cancha, o probar jugadores fuera de fecha.

El entrenador declaró que nunca existió un callejón oscuro. Que él pidió que se retiraran Javier y los cadetes de La Serena, quienes le habrían dicho: “Nosotros no podemos pagar el pato por este delincuente”.

El caso de Javier está siendo investigado por la Fiscalía de Coquimbo. LT Domingo se contactó con varias madres de cadetes y excadetes del club Coquimbo Unido, quienes denunciaron que organizar callejones oscuros era una práctica habitual en el entrenador marginado. Un sistema que, sostienen, incluso provocó menoscabo psicológico en los menores.

A Nicolás Watson no lo sacó del fútbol un callejón oscuro, sino que su propio cuerpo: sufrió tres luxaciones en la rodilla y, además, le decían que era demasiado delgado para su puesto. Después de varios años viendo cómo otros eran sacados de las divisiones inferiores de su club, finalmente le tocó a él en 2019.

Le dieron las gracias y, a los 17 años, su carrera como futbolista se acabó. “Me dolió -dice-. Era toda una vida en Audax”.

Pero agrega: “Sabía que no se acababa ahí”.

Esa vez Nicolás Watson tuvo razón. Hoy es estudiante de Kinesiología. D

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