Un Daniel López de las cecinas

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En 1998, un acuerdo entre Andrés Zaldívar y Augusto Pinochet dio pie a la Ley 19.588, de un único artículo: "Declárase feriado legal el primer lunes del mes de septiembre, fecha que se denominará Día de la Unidad Nacional".

Así, de paso, se cancelaba la ley 18.026 con la que en 1981 Pinochet había declarado feriado el 11 de septiembre. Sin embargo, pronto este intento de alcanzar la reconciliación por secretaría se mostró más feble que argumentación de Patricio Melero y Nicolás Mönckeberg, de tal manera que tres años después otra ley, la 19.793, derogaría el Día de la Unidad Nacional.

Y acá estamos en este país leguleyo, entrando de lleno a septiembre sin feriado y con el fantasma de Pinochet revoloteando. Cuando digo el fantasma de Pinochet no me refiero sólo al recuerdo infausto de ese "soldado sin honor" –como lo hace ver Mario Amorós en su magna biografía–, sino a ese elemento inconsciente que según Armando Uribe subyace a todos los chilenos: un atávico deseo de legitimar la violencia, del cual Pinochet habría sido una encarnación hipertrofiada.  El mayor Arzola, alias "el paco nazi", y su operatoria en Estación Central sería un ejemplo brutal de la vigencia de esto, lo mismo que esos piquetes policiales en el techo del Instituto Nacional.

Y ya que hablamos de la derecha, demos un pequeño paso hacia el ultramontanismo para comentar cómo Kast, en su creciente rimar con el pinochetismo, aparece ahora como un aventurero de los paraísos fiscales, un Daniel López de las cecinas. Solo faltaría que, para completar la rima, reclutara en su equipo programático al mayor Arzola, de manera de asegurar la mano dura que tanto invoca.

Hace unos días murió Leonidas Morales, ensayista y profesor chileno cuyo arrojo intelectual dio frutos que quedarán entre nosotros mucho tiempo, desde sus conversaciones con Nicanor Parra o Diamela Eltit hasta su edición de los diarios de Luis Oyarzún y Mario Góngora y, más generalmente, su aguda reivindicación literaria de los géneros referenciales (testimonios, crónicas, entrevistas, cartas), tradicionalmente mirados a huevo.

Pero hay un trabajo de Morales que fue especialmente significativo y no sólo para la literatura sino para la historia chilena: su recopilación de las "cartas de petición" que durante la dictadura familiares de presos y desaparecidos le dirigieron tan incesante como infructuosamente a las autoridades civiles y militares. Son textos urgentes donde la angustia late y la desesperación apenas se camufla tras cierta retórica protocolar que busca conseguir un dato, una pista, algo a lo que aferrarse. Un testimonio radical de cómo la incivilidad cívico-militar gobernó por casi dos décadas con tanta crueldad como desfachatez. La violencia legitimada, pues, aka el peso de la noche.

Algunas pocas cartas de petición obtuvieron respuestas formales y hueras, pero hay un caso aparte. En 1978, un tipo de apellido Carrasco le escribe, en clave brutalmente irónica o bien, como especula Morales, en estado demencial, una estrafalaria carta a Pinochet para plantearle que aunque él es un "chileno sin ninguna militancia política y bajo ninguna presión internacional", le parece inaceptable la usurpación del poder que el "Sr. General" lleva a cabo y "por lo tanto quiero irme para SIEMPRE de Chile, y esto se lo pido por favor". En un momento, entre pullas y halagos desconcertantes, le espeta a Pinochet que cuando asumió el poder eliminó vehículos de las reparticiones públicas, pero luego dotó de tantos o más a las Fuerzas Armadas: "¿No le parece que fue cambiar los huevos de una canasta a otra?".

He ahí una posible moraleja para toda esta sórdida fábula. En un punto –y sin dejar de lado otros modos de hacerle frente al gorilismo–, hay que burlar a quien reduce los márgenes de nuestra existencia, visibilizando su descaro y su inmensa pequeñez. Por increíble que parezca, Carrasco recibió, por interpósita persona, respuesta oficial: "El que usted salga del país es su problema. Salga pues Ud. de Chile. Aléjese".

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