Discurso de odio, incivilidad y desacuerdo

Si no somos capaces de distinguir entre el discurso de odio con poder manifestar y valorar los desacuerdos como insumo mínimo de la deliberación pública, entonces difícilmente se estará construyendo un mejor tejido social.


Ocurrió con dos días de diferencia.

El pasado 5 de agosto, en la comisión de Derechos Humanos de la Convención Constitucional, la constituyente Ruth Hurtado hablaba sobre el crimen contra el matrimonio Luchsinger Mackay cuando la coordinadora de la comisión le cortó la palabra y dijo que había incurrido en discurso de odio. “Me censuraron”, acusó la constituyente Hurtado.

Dos días después se supo que un exgerente del banco Bice había publicado escritos racistas contra la machi Francisca Linconao. “Guácala… me toca viajar al lado de esta cosa, me cambio de inmediato…, debe ser muy hedionda”, se leía en uno de estos mensajes que subió a su cuenta de Twitter, acompañada de una foto de la machi durmiendo en un avión. Este segundo ejemplo es a todas luces discurso de odio, mientras que el primero no. Veamos.

El Comité de Ministros del Consejo de Europa (1997) definió al discurso de odio como “toda forma de expresión que difunda, incite o justifique el odio racial, la xenofobia, el antisemitismo u otras formas de odio basadas en la intolerancia”. Este tipo de discurso supone un objeto al cual se le atribuyen características o hechos fuera de la realidad. Los dichos inciviles, en cambio, se pueden entender dentro de un área más amplia en el que se incluyen garabatos, insultos, uso de estereotipos y sarcasmo, pero que no necesariamente tienen como objetivo mermar la honra o afectar a un grupo de personas.

La distinción anterior es importante, porque el desacuerdo (incluso incivil) puede traer consigo deliberación, mientras que el discurso de odio opera en sentido completamente contrario al del intercambio racional público.

El discurso de odio tiene un encuentro importante con la desinformación, porque muchas veces es a través de rumores, dichos populares u otros relatos falsos que se trata de desprestigiar y dañar a un grupo minoritario. Hablar del “holocuento” en vez del holocausto para referirse al exterminio de más de seis millones de personas, o poner en duda la existencia de detenidos desaparecidos durante la dictadura en Chile son formas típicas de discurso de odio. En un estudio reciente, Michael Hameleers y colegas (2021) analizaron 894 mensajes previamente verificados por ONGs de fact-checking y demostraron que los mensajes con mayor proporción de desinformación y/o de contenido falso eran donde -al mismo tiempo- se encontraban más discursos de odio.

En Estados Unidos entendieron muy tarde estas diferencias. El expresidente Donald Trump sostuvo su popularidad en el uso de desinformación y del discurso de odio al punto que estos comenzaron a ser naturalizados por parte de dicha sociedad. No fue hasta después del ataque al Capitolio en Washington que los medios de comunicación estadounidenses comenzaron a cortarle la trasmisión al exmandatario cada vez que empleó un discurso de odio y/o emitió información falsa. Incluso le suspendieron sus cuentas de Twitter y Facebook. Si dicho estándar hubiese existido antes, probablemente se hubiesen evitado las cinco muertes en el Parlamento estadounidense.

Volviendo a Chile, los dichos de la constituyente Hurtado no constituyen discurso de odio: estaba mencionando un elemento de un juicio y no hizo, por lo menos hasta donde la cortaron, un vínculo entre el pueblo mapuche y el terrorismo. En el caso del exejecutivo del Bice, hubo discurso de odio: atribuyó mal olor a un miembro de pueblo originario por su misma condición de mapuche, reiterando una típica ofensa que se arrastra por siglos contra nuestras naciones originarias.

Es por esto y otras razones que es fundamental que sepamos distinguir el discurso de odio y lo aislemos del derecho a la libertad de expresión. Incluso si en la Carta Magna se consagra el derecho a la no discriminación como límite de la libertad de expresión, si no somos capaces de distinguir entre el discurso de odio con poder manifestar y valorar los desacuerdos como insumo mínimo de la deliberación pública, entonces difícilmente se estará construyendo un mejor tejido social, que en definitiva es lo que nos une como ciudadanos.

Comenta

Los comentarios en esta sección son exclusivos para suscriptores. Suscríbete aquí.