El ciudadano González

El 21 de marzo del año pasado, Fernando González jugó su último partido como tenista profesional. Entonces inició una nueva vida, lejos de la cancha. 




Un día antes de que Fernando González abriera su departamento y hablara sobre la vida que eligió después del tenis, uno de sus amigos, el músico Angel Parra, había reparado en un detalle que parecía imposible mientras lo contaba por teléfono.

-Fernando tiene unas manos chiquititas. Es raro vérselas. Porque tiene unos dedos como chicos y el huevón es enorme.

Esa tarde, en su terraza del cuarto piso desde donde se ve un horizonte repleto de los edificios y torres que adornan la cara oriente de Santiago, González mostraría, sin saberlo, que las apreciaciones de Parra no estaban tan equivocadas. Tomaría una guitarra Gibson Les Paul roja y la sujetaría como intentando sacar un acorde, repitiendo una y otra vez: "Pero si yo no toco". Manteniendo esa posición, con su mano izquierda sujetando el mástil del instrumento, y los dedos de la derecha sobre las cuerdas, aparecería una dimensión del ex tenista que dio la vuelta al mundo con el apodo de "Mano de Piedra" que, seguramente, pocos habrían intuido: que Fernando González, efectivamente, no tenía una mano amenazante. En sus dedos, su guitarra parecía suspendida con una cuota de suavidad que era inimaginable cuando repartía derechas de 189 km/h y lo que sujetaba su mano no era una Les Paul, sino una raqueta Babolat.

En esa versatilidad desconocida, en la sensibilidad que González tuvo que restringir a las piezas de hoteles para poder llegar a ser número cinco del mundo, está probablemente la clave para entender su primer año fuera del circuito. Porque a pesar de haber dedicado la mayor parte de sus 32 años a pegar y correr detrás de una pelota amarilla, no hay nada o muy pocas cosas en su departamento en Vitacura que digan que ahí vive un ex tenista.

Hay, por ejemplo, un bajo y una batería electrónica en la entrada. Hay parlantes, un amplificador y varios vinilos apilados contra el muro. Cajas con todo el trabajo de los Beatles, Blur, The Rolling Stones y el Bad de Michael Jackson. En su sala de estar, sobre la mesa, está el libro Los Tres, de Titae Lindl, con una dedicatoria escrita por Alvaro Henríquez; un ejemplar de 2.00 AM, con los retratos del fotógrafo Gabriel Schkolnick, y otro sobre Leonardo da Vinci. El último libro que González puso ahí fue La Moneda, que Sebastián Piñera le regaló cuando fue a la recepción que se le hizo a Rafael Nadal.

En el mundo privado que pudo decorar, Fernando González eligió tener la música y su mountain bike, que descansa en la entrada, como sus objetos más visibles. Los recuerdos de su vida tenística, cuenta un amigo, los dejó encerrados en una pieza con sus trofeos.

Desde el 22 de marzo del año pasado que ya no es parte del circuito. Pero aun así, lo primero que dice cuando se sienta es esto: "Sacarte al jugador cuesta. Hasta el día de hoy, cuando hablo de tenis me enredo. Digo 'cuando jugué... cuando juego'. Son cosas así".

Fernando González dice estar feliz con las posibilidades que le ofrece el presente. Pero aún tiene problemas para conjugar su pasado.

Hay un tipo de historia que Fernando González cuenta que permanece en la memoria de sus amigos. La historia puede estar localizada en Alemania, Australia, Estados Unidos o cualquier ciudad donde hubiera un torneo esperándolo, pero siempre refleja la misma idea: que la carrera por el éxito individual y deportivo es en verdad una carrera contra el desgaste de la soledad.

El dice que "fueron contadas con los dedos las veces en que me fui feliz de acá. Cuando venía para Chile dormía poco, porque quería hacer de todo. Entrenaba, me iba a ver al amigo, a la amiga, a la familia. El tiempo no me duraba nada. Me iba más cansado y no me quería ir. Por eso a veces no me gustaba volver, porque la pasaba bien, pero salir me costaba mucho".

En las piezas de los hoteles, Fernando descubrió que la música podía servir como el catalizador de sus penas. En su computador o en su walkman ponía canciones de Los Tres, su banda favorita y una de las que más sonaron a mediados de los 90, que fueron los años en los que González comenzó a girar en la suerte de circo romano que es la ATP. Los Tres le daban canciones que podían levantarlo o hundirlo. Y, sobre todo al principio, lejos de su familia, muchas veces buscaba lo segundo.

-De repente uno es medio masoquista cuando anda viajando y echa de menos. Estás un poco deprimido y quieres estarlo más. Entonces ponía Déjate caer, que es buenísima, pero te daña. Para mí, no es una canción que pasa fácilmente.

Fernando usó la música como una forma de aislarse de las rutinas del circuito. Veinte minutos antes de cada partido se ponía sus audífonos. Lo mismo en los trayectos del hotel al club.

-Amigos y entrenadores me molestaban. Decían que era medio autista, que me ponía la cuestión y no pescaba. Era algo que me relajaba, que me podía hacer entrar en una suerte de trance. A mí me gusta escuchar música. Aunque también era para que no me huevearan.

Durante los espacios libres que le permitió su carrera, González asistió a los conciertos que pudo. En California conoció a Los Prisioneros, en la Yein Fonda a Los Tres, y a través de amigos y amigas en común llegó a Los Bunkers, Tomo Como Rey y Primavera de Praga.

Varios meses antes de su retiro, en la misma sala de estar en la que ahora habla de su nueva vida, un amigo músico le preguntó si tenía una guitarra.

-No.

-Tienes que comprarte una.

-¿Para qué?

-Puta, para tocar.

-¿Pero cuál me compro?

-Mira, los músicos somos felices cuando sabemos que tenemos lo mejor.

La respuesta le ofreció a González la rara opción de elegir la herramienta que sostendrían sus manos. En octubre de 2011, mientras caminaba por Miami con su kinesiólogo, Sergio Valdivia, Fernando entró a una tienda de guitarras sin entender mucho lo que tenía al frente. Hizo consultas por WhatsApp a sus amigos y salió con una Gibson Les Paul roja -cuyo valor bordea los US$ 1.100- y un bolso negro para acarrearla. Fernando también llevaba su bolso de raquetas y le preguntó a la gente que pasaba: "¿Con cuál tiro más pinta? ¿Con la raqueta o con la guitarra?".

Todos respondieron que con la Gibson.

***

Con las posibilidades que nacían de su libertad repentina, Fernando González diseñó un itinerario que, sólo en su primer año como deportista jubilado, lo paseó por Miami, Nueva York, San Francisco, Milán, Brescia, Barcelona y Lima. Fue a visitar a amigos como su antiguo entrenador Larry Stefanki, el ex tenista peruano Luis Horna y a su amigo de infancia, el futbolista Nicolás Córdova. Con él salió en Italia a comer, sin las restricciones que maneja la dieta de un deportista: sin culpas, se engulló siete helados al hilo. Ahora tiene en la mira un viaje a Camboya y Vietnam.

Para una persona que programó cada minuto en la cancha, la nueva vida de González apuntaba, como explica, "a bajar las revoluciones de la vida que he tenido". Sus días ya no comienzan a las 7 a.m., sino a las 9 a.m. Aunque a veces, especialmente en las noches, lo olvidaba.

-Me pasaba que estaba retirado y decía: "Pucha, es tarde. Me tengo que ir a acostar". Pero después decía: "Pero, ¿y para qué? Ya no es necesario. Eso ya pasó".

Hace un año, antes de iniciar su última gira tenística, Fernando decía que, aunque trataba, no lograba imaginar recuerdos de su existencia que no lo tuvieran persiguiendo una pelota de tenis. También decía que, a pesar de tener su propio departamento y que su ficha en la ATP indicaba que fijaba su residencia en Santiago, nunca consiguió tener un domicilio. Un lugar estable donde pudieran ubicarlo. Durante los días y meses que acompañaron su despedida, pareciera que se hubiera dedicado a eso. A fabricar recuerdos y a establecer su ciudadanía. El músico Claudio Narea, su amigo, dice que es común verlo en el Liguria de Manuel Montt, en el Opera Catedral, el barrio Lastarria, el bar Constitución o algún restorán de Bellavista. González diría en su departamento que le gustan los barrios un poco más antiguos, porque ahí, siente, está el Santiago de verdad.

Una salida con González, explica Narea, nace así: con un llamado suyo al celular en la tarde, totalmente espontáneo, diciendo que está con amigos y que le gustaría que se uniera. Para moverse con tranquilidad, González se traslada con un taxista amigo, conocido como "el 44", cuando sale a un bar.

La amistad que ha cultivado con músicos hace que sea común verlo en conciertos. Se le puede ver, como hace unas semanas, en la tocata de Pedropiedra en Amanda, en un local de Seminario para escuchar a Bloque Depresivo -el proyecto del "Macha" y Alvaro Henríquez- o, como recuerda Angel Parra, presentando a Los Tres el año pasado, en un show acústico en el Teatro Caupolicán.

Muchas veces, la música sale desde su departamento. Ahí se dan asados con tocatas improvisadas o fiestas con disc jockey, como cuando González invitó al tenista francés Gaël Monfils, y Narea, en la tornamesa de Fernando, pinchó discos de música africana.

Sólo a veces Fernando guitarrea con una de sus cuatro guitarras. Además de la Les Paul, tiene una Gibson Songwriter y el modelo de Angus Young, el guitarrista de AC/DC, en Miami. Aquí, además, guarda una que le regaló Alvaro Henríquez. Fernando es capaz de sacar acordes gracias a las clases que desde marzo pasado, unas dos veces a la semana, o cuando puede, le hace Marcel Soto, guitarrista de Tomo Como Rey. Soto dice que al principio Fernando tenía "las manos duras. Ponía los dedos en las cuerdas y era muy rígido. Se frustraba. Yo le decía que lo hiciera lento. Es súper metódico y se va con la guitarra de vacaciones. Un par de veces me sorprendió. Para hacer el fa y el si mayor, hay que poner todos los dedos. Es complejo. El le dio y le dio, y un día que volvió de vacaciones me dijo: '¡Ahora me suena el fa!'".

Con Angel Parra también guitarrea, mientras el músico de Los Tres le cuenta los compases y arman secuencias sencillas de dos o tres acordes. Para Fernando, eso es un paso para lograr lo que siempre ha querido: tocar, en la intimidad de su pieza, He barrido el sol.

Dice Fernando: "A mí me da envidia la pasión que tienen los músicos. Con mis colegas (tenistas) íbamos a jugar y después a comer. Si salíamos, jamás íbamos a agarrar la raqueta. Ni siquiera íbamos a jugar pimpón. Los músicos tocan, salen a comer y tocan de nuevo para huevear. Nosotros ganábamos o perdíamos. Era uno contra uno. Los músicos dependen de la gente, de si les gustan o no las canciones. Siempre se los digo: cuando ustedes dan un concierto, están preocupados de entretener a la gente, que es mucho más noble que lo que hacemos nosotros. Porque, para nosotros, el primer objetivo es ganar. Y ojalá que la gente se entretenga. Pero hay que ganar".

En diciembre, González se subió al escenario del bar Constitución con Claudio Narea. Los dos habían estado tomando y Fernando le dijo, apuntando al escenario, "si tú te atreves, yo me subo contigo". Narea respondió que sí, subió al escenario, se amarró una guitarra y, con el ex tenista al micrófono, cerraron la noche cantando La voz de los 80.

***

Un día, Fernando entendió que los ritmos de su cuerpo eran distintos que los de su cabeza. Ya llevaba un par de meses retirado, había subido un poco de peso y la espalda comenzó a dolerle de nuevo. No con la misma intensidad que cuando jugaba, pero como diciéndole algo. Durante ese tiempo, muchas veces le habían hablado de desentrenar su cuerpo. De volverlo a tener como el de una persona normal. Pero González no quería eso: sentía que lo que sus músculos pedían era que volviera a exigirlos.

Meses antes de retirarse, Fernando había usado la bicicleta estática como ejercicio cardiovascular. Paralelamente, un grupo de amigos, dentro de los que estaba el ex tenista Phillip Harboe, lo invitaba constantemente a salir a hacer mountain biking. Harboe dice que durante mucho tiempo, González no les dio bola. Pero que un día decidió salir a ver de qué se trataba y fue con ellos a la Hacienda Las Varas, en el Km 4 del Camino a Farellones. Harboe, que trabaja como gerente de marketing de Grylan, empresa que comercializa las bicicletas Scott, dice que le pasó a Fernando un modelo Spark Premium negro, con doble suspensión, para ciclistas avanzados. Y arriba de ella, pedaleando por los cerros, González descubrió que su cuerpo "no sentía el esfuerzo". Que podía exigirlo sin dolor y, además, hacerlo al aire libre, recorriendo rincones de una ciudad que estaba redescubriendo. La bicicleta, además, le daba la posibilidad de unir dos cosas que buscaba: encontrar instancias para reunirse con sus amigos y un deporte que también puede hacer solo, lejos del ambiente competitivo del tenis que lo había agotado.

Hoy día tiene dos bicicletas, ambas Scott: la mountain bike en Santiago y una de ruta, modelo CR1, en Miami. Sale entre tres y cinco veces por semana y pedalea hasta 30 km por circuitos como el Camino a Farellones, el cerro San Cristóbal y el Camino El Huinganal. El 29 de septiembre compitió en el Rally Scott Volkswagen, en la Hacienda Los Aromos de Limache. Ahí, en la categoría 40 km, para competidores entre 30 y 39 años, salió 53 de 196 participantes.

-Antes de partir, la polola del Phillip me preguntó: '¿Estás nervioso?'. No, le dije yo. Nada. Pero me dio nostalgia ese ambiente de adrenalina, de competencia. Yo quería estar así. Después, en la largada, igual me puse nervioso. No al mismo nivel que en el tenis, pero lo sentí. Seguían estando las ganas de ganarle al tipo de al lado. Pero me lo tomé con calma.

La relación de González con el aire libre y los espacios abiertos tiene un pasado reciente: en 2009, con su amigo Nelson Flores, sacó un libro de fotografías titulado Chile, el país de los mil paisajes y que les regala a sus amigos extranjeros cuando vienen de visita. Pero esta pasión por la naturaleza tiene también otro rostro, que ahora ha podido disfrutar más: sólo este año ha visitado unas tres veces el campo que hace seis años compró junto a cinco amigos en Tamango, cerca de Coyhaique. Son unas 500 hectáreas, desde donde, dice un amigo, se puede ver el cerro Castillo y que queda a unas dos o tres horas en bicicleta de la Reserva Nacional Coyhaique. En el terreno no hay nada construido. Tampoco electricidad o señal de celular. Cuando va, Fernando se queda en las cabañas de un vecino, que cuenta con generador propio.

Para entender la relación de González con estas tierras, hay que saber que uno de sus mejores amigos es Rodrigo Alfaro, quien fue compañero de tenis de Fernando. Llegó a ser 380 del mundo de juniors en 1995 y jugó cinco rondas de clasificación a futuros, antes de retirarse en 1998, a los 20 años. Después salió de Chile, estudió y hoy tiene una empresa que organiza excursiones de pesca en Coyhaique. Que González haya elegido comprar un terreno allá con Nicolás Córdova, el mismo Alfaro y dos amigos más sólo puede entenderse como el último esfuerzo por acercarse a un compañero que lo remite a su comienzo. A una primera infancia, quizás, desconectada de las ciudades donde Fernando se hizo su nombre. A esa etapa en la que golpear la pelota no había perdido aún la gracia.

***

Probablemente lo que quede sea su voz. El tono catártico de Fernando González repasando su vida, en una charla, como un ejercicio que cumple dos funciones: que su historia no se olvide y que los asistentes encuentren algo en ella que los ayude. De todo lo que ha probado, Fernando dice que las charlas son lo que más lo han llenado. Ha hablado, gratuitamente, para el Banco de Chile, Colo Colo, Enersis y Fosis. Le piden que se enfoque en el trabajo en equipo, pero él, verbalizando momentos de su vida, habla sobre los caminos al éxito y que el deporte trae más frustraciones que alegrías. En esas charlas, Fernando desentraña lo que siente que hizo la diferencia para él: más que su derecha, cuenta que su mejor arma obtenida a través del tiempo fue "saber tolerar el esfuerzo y el trabajo físico".

Enrique Aguayo, el sicólogo deportivo que trabajó con él, dice que para deportistas exitosos que se retiran de deportes amateur, el apremio económico los obliga a encontrar algo que hacer. Pero que en casos como el de Fernando, que sólo en la cancha obtuvo US$ 8.862.276, "el tema económico juega en contra, porque pospone los procesos. En su caso, no es plata lo que necesita, sino ganas. Y antes se pasa por etapas, que no son lineales, para ajustarse. Como invitar a la familia a viajar, juntarse con los amigos, vivir la adolescencia perdida. Es todo muy habitual".

Esos espacios que aún no completa, Fernando los ha llenado ejerciendo su rol como embajador de la postulación chilena a los Panamericanos 2019 y participando en campañas como la de Moving Chile, que apareció en diciembre, donde, como explica Javiera Stipicic, fundadora de la organización ciudadana Alerta Isla Riesco, González criticó "el poder económico que pasa a llevar nuestros recursos naturales".

O, como pasó el 1 de febrero, haciendo de acompañante.

Ese día fue parte de la recepción que se le organizó a Rafael Nadal en La Moneda, durante poco más de una hora. Cuando terminó, bajó con el tenista español al Patio de los Naranjos y se paró detrás, al lado de Nicolás Massú, sin decir nada y siendo, por primera vez en su vida, un invitado secundario al Palacio de Gobierno. Mientras Nadal hablaba a las cámaras con el protocolo obligado de los campeones, González lo miró por la espalda.

Y no tuvo ganas de estar adelante.

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