La inmigración como política de Estado

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Por Teodoro Ribera, rector de la Universidad Autónoma y ex ministro de Relaciones Exteriores

La decisión de Italia de autorizar el ingreso de 70.000 migrantes para paliar la falta de mano de obra ocurre en medio de un mayoritario rechazo de su propia población a la inmigración, sumándose a un evidente desplome de los nacimientos en ese país, considerados los más bajos desde 1860. Con una tasa de fecundidad de 1,2, Italia viene reportando más decesos que nacimientos. Y este cuadro se repite en Europa, golpeando también las puertas de países asiáticos (China entre ellos) y, con menos homogeneidad, algunos de América Latina.

El caso de Chile es singular, ya que no solo registra una de las tasas de fecundidad más bajas del continente (1,63 en 2020), sino que, además, tiene un descenso mayor al pronosticado en 2015 por CEPAL, alejándolo de la tasa de reemplazo poblacional promedio adecuado de 2,1, es decir, que permita que una población se reemplace a sí misma.

El envejecimiento de la población chilena es veloz, pronunciado y probablemente irremontable, dando pie a una de las transformaciones sociales más profundas de la actual era. Según los mismos estudios, si en 2015 uno de cada diez habitantes en el país tenía más de 65 años, en 2050 serán al menos 1 de cada 4. La diferencia crucial con el caso italiano o europeo es que esa región primero se enriqueció y después envejeció, lo cual le permite sostener pensiones y un nivel de gasto social soportable para las nuevas generaciones. Hoy no podemos decir lo mismo de naciones en desarrollo.

Los efectos de los cambios demográficos son en general imperceptibles para la política que está desacostumbrada a ocuparse de cuestiones de largo plazo. Por ejemplo, estudios indican que poblaciones envejecidas son, en general, menos propensas a la innovación tecnológica, tienen más aversión al riesgo económico, son más pacíficas e imponen agendas sociales -y prioridades presupuestarias-, según sus necesidades, gracias a su creciente peso electoral. Ello podría abrir brechas intergeneracionales de proporciones y está en juego evitar un legado de conflictos de ese tipo.

La inmigración es observada como un paliativo al envejecimiento poblacional, pero ello solo es cierto si quienes migran trabajan y aportan a la caja fiscal. Países como Australia, Nueva Zelandia y Canadá tienen políticas amplias, pero selectivas. En general, la inmigración es hoy esencialmente circular y así como miles de extranjeros han llegado a Chile estos años, es probable que emigren si advierten mejores condiciones de desarrollo en otras naciones. Un ejemplo es España, donde 164.794 extranjeros abandonaron ese país en el primer semestre de 2021 por la crisis sanitaria y económica.

Ante ello, si bien la nueva ley de migraciones avanza en la dirección correcta, falta promover en el extranjero políticas proactivas de migración, para acelerar el proceso de desarrollo económico y social de nuestra economía y sociedad. Para aminorar las tensiones, debemos favorecer un asentamiento equilibrado de los migrantes dentro del territorio nacional, generando más presencia física en lugares despoblados, agilizando el pronto reconocimientos de sus estudios y capacidades, evitando que abandonen sus profesiones, lo que no favorece ni a éstos ni a los chilenos.

Es primordial entender que hoy los cambios demográficos que está viviendo Chile se deben transformar en un desafío de Estado y sustraerse del debate coyuntural. Deben confluir miradas estratégicas de corte geopolítico, social y económico de mediano y largo plazo, transformándose en una variable indispensable de estudio y análisis de nuestra política exterior y seguridad.

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