El riesgo populista de las ordenanzas

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Las sanciones por fumar en plazas de Las Condes pueden llegar a $ 240 mil.


Durante los últimos meses se ha generado controversia sobre las decisiones adoptadas por la Municipalidad de Las Condes a través de ordenanzas municipales en temas tan diversos como videovigilancia, agresiones verbales a través de supuestos "piropos" o la regulación de los espacios sin humo en la comuna. Este tipo de decisiones habitualmente enfrentan dos problemas: si con su establecimiento se están abordando materias para las cuales se debe dictar una ley y, enseguida, los efectos que estas decisiones pueden provocar en la implementación de políticas públicas generales, transformándose los municipios en pequeños feudos de excepción normativa según las preferencias de la autoridad de turno. El punto, sin embargo, no es sólo del alcalde Lavín, sino una tentación permanente de cualquier municipio. Algunos ejemplos pueden ser útiles para mostrar esos impulsos.

Desde fines de 2000, un grupo de municipalidades del sur -Puerto Varas, Panguipulli, Cochamó, Hualaihué, Colbún, San Fabián, Futrono, Pucón, Vilcún, Lanco y Villarrica- dictaron ordenanzas relativamente parecidas, donde se establecían exigencias y limitaciones a la actividad apícola trashumante (cajones de abejas), para proteger a los productores locales de supuestos riesgos sanitarios. Con ello no solo se invadían competencias del Servicio Agrícola y Ganadero, sino que se podían provocar consecuencias negativas en el patrimonio fito y zoosanitario del país.

En marzo de 2011, la Municipalidad de Huechuraba emitió una ordenanza en la cual establecía la asistencia obligatoria de los alumnos de las escuelas de dicha comuna, imponiendo normas que permitían, en el caso de ausencia sistemática, la intervención municipal en las familias y multas a los padres, así como días de arresto por incumplimiento si no se cumplía "todavía con la ley".

En octubre de 2017, la Municipalidad de Antofagasta aprobó una ordenanza que, con el aparente propósito de controlar las actividades económicas informales -limpieza de vehículos, limpiaparabrisas y pernoctación ilegal-, castigaba también con multas a personas en situación de indigencia, recordando así la vieja criminalización aristocrática de la vagancia del siglo XIX.

Estos y otros ejemplos similares abundan en las 346 municipalidades del país. En una buena cantidad de ellas, la Contraloría y los jueces han sostenido que es imposible que una ordenanza municipal establezca exigencias más estrictas que las impuestas a nivel nacional, o que en su ejercicio se invadan ámbitos que son de exclusiva responsabilidad del Congreso o el Ejecutivo, creando, además, infracciones de dudosa legitimidad constitucional.

No obstante, casos como estos son reflejo de la condición en la que se encuentran los municipios para reaccionar frente a las demandas locales; que pueden ser útiles cuando están vinculadas a un modelo integral de intervención pública, pero desastrosas si actúan con presidencia de ellos, provocando la deslegitimación del instrumento y de la deliberación comunal que le sirvió de base, precisamente porque muchas de ellas no se podrán aplicar jamás a pesar de la autonomía local de las municipalidades.

Los inconvenientes que tratan de abordar estas ordenanzas son consecuencia de la complejidad que exige la integración coherente entre las políticas nacionales, regionales y locales. La prescindencia o falta de atención a los conflictos locales por parte del centro administrativo puede ser parte de la explicación, pero es cierto también que la reacción oportunista de las autoridades municipales puede generar otro tipo de controversias, alimentando de ese modo un populismo normativo que desconoce límites, salvo los del propio entusiasmo.

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