A los 70 años de César Aira: el espejo trizado

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Son pocos los escritores argentinos que son homenajeados en vida en la Biblioteca Nacional, pero Aira se lo merece: el año pasado llegó a los cien libros publicados y siempre se lo menciona como entre los candidatos al Nobel.


La figura de César Aira ha ido creciendo en los últimos años, de eso no hay duda, tanto para la literatura argentina como para la del mundo; incluso puede decir que la importancia para el mundo es mucho mayor, por eso su nombre ha circulado entre los candidatos al Premio Nobel, pero claro lo de este escritor nacido en Coronel Pringles en 1949 no es la centralidad. Como apuntó la crítica Beatriz Sarlo en su ensayo Borges después de Borges, la centralidad no le interesa, ya que "sabe que ese lugar vacío es hoy imposible de ocupar, que no existe y sobre todo, que no se puede escribir con la fantasía de volver a producir ese efecto de unificación del campo literario". Por eso en una reciente entrevista afirmó que sería un problema ganar ese premio, ya que se volvería una figura pública.

Entendámonos: Aira circula libremente por la Ciudad de Buenos Aires: a veces en bicicleta, otras a pie y algunas en transporte público. Se sienta en bares de su barrio, Flores, y escribe o lee. Creo que fue en 2011 cuando vi a César –no soy su amigo, pero no suelo decirle Aira– en el Bar de Cao, en el barrio de San Cristóbal, que es un bar viejo, de los llamados notables, y que no tienen ninguna particularidad en especial más que conservar el espíritu de los antiguos establecimientos de este tipo. Hace poco un amigo, que vive en el barrio de Monteserrat, salió de su casa y lo vio en la esquina, y aprovechó para sacarle una foto. No son raras las fotos suyas que circulan en las redes sociales; pese a ello, sigue conservando su anonimato, además nunca ha ido a la televisión.

Aira ha leído muy bien a Borges y a toda la tradición argentina, y como agregó Sarlo, ha tomado "la centralidad de Borges para fisurarla por parodia". Aira es un gran lector, en dos sentidos: ha abarcado muchos tipos de géneros y tipos de libros, desde los bestsellers, que durante años tradujo, y libros de todas las tradiciones. De ahí que hace veinte años haya hecho el Diccionario de autores latinoamericanos, que recientemente reeditó Tajamar. En el prólogo advierte que latinoamericano "se refiere exclusivamente a la presencia de autores brasileños, ya que no he tenido la oportunidad de cultivar las letras del Caribe y las Guayanas, ignorancia que extiendo a las lenguas indígenas".

Hace unos años se me ocurrió que podría hacer un libro similar al de Conversaciones con Goethe, de J.P. Eckermann, que es la biografía que escribió el secretario de Goethe; bueno, se me ocurrió que podría plantearle a César que nos juntáramos cada dos semanas a charlar e ir registrando eso y ver qué podía sacar. No sé si era una buena idea, pero lo cierto es que Continuación de ideas diversas, que publicó en Ediciones Universidad Diego Portales, me salvó de semejante empresa. Porque, por un lado, es un libro que recopila las respuestas a todas las entrevistas que se le podrían hacer, ya que se pronuncia del género de la crónica, de la telenovela, de escribir en presente, etcétera, y por otro lado, no sé cómo me hubiera sentido charlando cada dos semanas con él.

Quiero decir que me hubiera encantado conversar con César cada dos semanas durante un año y medio o dos, pero desde que lo conocí en aquella edición 2009 de la Feria Internacional del Libro de Santiago (FILSA) siempre he sentido una incomodidad, aunque aquella primera vez hubo algo de situación de comedia. En este punto no puedo asegurar si el recuerdo es mío, prestado o una mezcla de ambos, así que digamos que él había pasado a buscar una edición de un libro suyo a un stand y yo justo estaba detrás. Luego de presentarse, intentó adivinar quién era la persona que estaba atendiendo. Al no apuntarle, se desconcertó durante unos segundos. En ese momento llegué, o quizá después, cuando él se daba media vuelta. Ahí lo saludé, yo había comenzado a leerlo en 2003 o 2004 con el ensayo Las tres fechas y pronto fue inevitable sentir cercanía y luego admiración; de hecho en 2004 usé un epígrafe suyo para un libro mío. Mi mente había generado la ilusión de que lo conocía, así que en las escalinatas de la Estación Mapocho, quizá el mismo u otro día, le mostré un libro de Braulio Arenas que Francisco Garamona, amigo en común y su editor en Mansalva, me lo había pedido. Para mi sorpresa, me detalló de qué se trataba. No dije nada, y yo me quedé estático en esas escalinatas centrales y luego él siguió de largo. Curioso, pero ahora que lo pienso él siempre me deja pensando, incluso con sus libros, bueno no con todos, con los que me gustan.

El año pasado Ricardo Strafacce publicó César Aira, un catálogo, donde detalló su bibliografía completa, con sus correspondientes portadas. Fue un trabajo exhaustivo que sirvió para saber, entre otras cosas, que había llegado al libro número cien en sus publicaciones. Recuerdo que una noche me puse a ver cuántos libros de Aira me había leído y llegué a 38. Creo que eso no me califica como su fanático, ya que conozco a algunos que han leído si no todos, un porcentaje mucho mayor. Pese a ello tengo mis preferidos: El divorcio, que son cuatro historias independientes pero que parece una historia circular, con esa lluvia imprevista sobre el toldo; Ema, la cautiva, una de sus novelas que va por la línea de parodiar a la gauchesca; El bautismo, con ese impredecible encuentro entre un sacerdote y un niño; La fuente, una especie de cita a los yahoos de Borges; Picasso, uno de sus cuentos más geniales, que trata del dilema que se enfrenta un personaje cuando un genio le da a elegir entre ser Picasso y tener un Picasso; Artforum, una breve pieza autobiográfica sobre la pasión de un personaje por la homónima revista de arte; Evasión y otros ensayos, el mejor ensayo literario que he leído en los últimos años; Una aventura, que trata de cómo una experiencia vital se convierte en experiencia literaria. Podría agregar Un sueño realizado y el ya mencionado Continuación de ideas diversas.

En este punto quizá discuta con Diez novelas de César Aira, que reunió Juan Pablo Villalobos, de ésas la única que coincide es El divorcio. Creo que eso es lo interesante que tiene la lectura de este autor argentino: las múltiples combinaciones que uno puede hacer de sus libros y de los que elegiría como los mejores. Aunque Aira no las escribió para eso, es inevitable, cuando uno se ha transformado en lector de su proyecto literario, hacer un ranking personal de sus libros. Lo he conversado con algunos de sus mejores lectores, como con el poeta platense Mario Arteca. La última vez que lo vi a César, precisamente andaba buscando un libro de Mario en la Feria de Editores, por lo que hay una cuestión recíproca que respeto aún más.

Sigamos con lo anecdótico, que como escribió Ezequiel Alemian, otro gran lector de Aira, es la "síntesis máxima de una narración". Bueno, la primera vez que vi a César en Buenos Aires no fue como la situación de comedia que viví en FILSA. Era 2011 y estaba yo vendiendo libros de La Calabaza del Diablo afuera de la librería de Francisco Garamona. En ese tiempo no pensaba en quedarme en Buenos Aires y era editor de ese sello independiente que dirige magníficamente hace más de veinte años Marcelo Montecinos. Éramos siete puestos afuera de la librería: recuerdo a Damián Ríos de Blatt & Ríos, a Damián Tabarovsky de Mardulce y a otros. Entonces apareció César y recorrió los puestos; cuando se detuvo en el mío, que era una tabla de planchar, me dijo que tenía ganas de llevarse un libro de literatura chilena. Pero no se llevó ninguno. A los dos meses volvió a organizarse la feria y César volvió a preguntarme por los libros, pero tampoco se llevó nada. Damián Ríos se acercó y me dijo entonces que ellos le regalaban los libros a César. Fue como un ubicatex.

Con los años han sido varias veces las que me he topado con él. Recuerdo una en la que estaba en el anterior local de la librería de Garamona, pero tenía algo raro en la cara; supe entonces que había estado grabando Bomba, una película de Sergio Bizzio, en la que actuaba de César Aira presentando un libro que se titulaba El triunfo de la oblicua. No sé si era 2011 o 2012. Como quedé sentado a su lado, me animé a preguntarle si alguna vez un editor le había cambiado el título de un libro. "Nunca", respondió, y su voz provino de unas profundidades que no dio lugar a que siguiera la conversación. Y es que César genera una dualidad paradójica: por una parte, si uno lo lee, parece que lo conociera de toda la vida, pero por otra parte, surge una incomodidad, que rápidamente la traspasa a su interlocutor. Si es tímido, cosa que es, y por tanto la gente tímida suele incomodarse ante charlas impertinentes de cuasi desconocidos, eso se convierte en incomodidad, y esa incomodidad no sé por qué mecanismos la siente uno. Con el tiempo, sin embargo, esa incomodidad hacia mí se ha ido atenuando, o quizá es la timidez la que se ha atenuado. Un par de veces le he escrito a su mail; la última estaba necesitado de dinero y veía que si lo entrevistaba para Chile podía estar más relajado económicamente. Me respondió que charláramos mejor un día en la librería de Francisco Garamona. O sea fue un no, pero muy amable, como siempre ha sido conmigo.

Desde esos 38 libros que había leído el año pasado, creo haber llegado a los cuarenta. Justo ahora estoy terminando El juego de los mundos, una novela de ciencia ficción que escribió en 1998 pero que reescribió el año pasado. Su particularidad es que algunas partes están escritas en un tiempo verbal que él detesta, en presente. En Continuación de ideas diversas señaló: "Casi toda la narrativa joven en la Argentina está escrita con verbos en presente. No sé cómo los autores no se dan cuenta de hasta qué punto eso desmerece su trabajo. El relato se achata, pierde perspectiva y toma un tono oral barato". Sin embargo, me di cuenta de que sólo algunas reflexiones del narrador están en presente y que la acción transcurre en pasado, se trata de un justo equilibrio, en el que no hay contradicción, aunque sí un guiño.

Cuando se habla de César Aira muchos caen en la tentación de referirse a su obra, y me parece que en ahí hay un error, porque para mí el término obra alude a mirar los libros que uno ha escrito en retrospectiva. Si estuviéramos en un auto, sería como mirar por el espejo retrovisor. Pero los libros de César van para adelante, son una acumulación de un título tras otro. En ese sentido sería más preciso hablar de proyecto, ya que esa acumulación siempre está esperando un título más; siguiendo con la comparación del auto, sería como mirar por el parabrisas. Me puedo equivocar, pero la gran diferencia con Borges es ésa: obra versus proyecto. De hecho Borges hizo en vida su obra completa, seleccionando lo que debía ir, es decir excluyendo lo que no. Los libros de Aira, en cambio, están ahí, en pequeñas, grandes o minúsculas editoriales, es decir que además es un proyecto fragmentado, un espejo trizado pero intacto.

El sábado 23, con motivo de su cumpleaños 70, la Biblioteca Nacional organizó el Festival Aira, donde escritores leyeron textos suyos. Entre los convocados estaban Gabriela Bejerman, Mauro Libertella y Ricardo Strafacce. No es común que la Biblioteca homenajee a alguien en vida, lo habitual es velar ahí los restos de autores y editores: Fogwill, Jorge Álvarez y Alberto Laiseca. El sábado era un día particular sobre Buenos Aires, porque estaba cubierto, con lluvia anunciada después de varios días de intenso calor y humedad. Un hecho que algunos podrían calificar de coincidencia es que ese día también cumplía años Mirtha Legrand. Pero sin duda que Mirtha no haya estado al aire ese día y César tampoco haya anunciado que iba a ir a su homenaje dice algo más. Algo que me niego a calificar.

Sería bueno terminar esta nota diciendo qué opina desde la ficción César Aira sobre los escritores. En El juego de los mundos escribe: "El problema estuvo con los escritores. Ellos también, ellos más que nadie, y es comprensible, quisieron saber cuál sería la suerte final de sus obras. Eran tan vanidosos, tan narcisistas, y se sentían justificados porque después de todo, lo que habían hecho, bien o mal, lo habían hecho con vistas a una posteridad que hasta entonces había sido imprevisible y misteriosa".

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