Doce joyas ocultas de la música chilena que puedes encontrar en Spotify

Las portadas de los discos Los pájaros, de Kissing Spell; y Mujer elefante, de Cristián Fiebre.

El repertorio nacional también está integrado por álbumes sólidos que no siempre han ganado toda la atención y popularidad que merecen. Aquí, un repaso que va de los años 50 hasta 2020, cubriendo folclore, rock, Nueva canción chilena, pop ochentero, hardcore, electrónica y fusión latinoamericana.


*Margot Loyola - Selección folklórica (1956)

Puede sonar atrevido situar a Margot Loyola como una suerte de tesoro escondido del cancionero nacional, tratándose sin dudas de una autora omnipresente, seminal en el desarrollo de varias generaciones.

Pero tanto sus discos como sus canciones a veces son material difícil de rastrear, desperdigado y sin un cuerpo discográfico que pueda orientar mejor. Por lo mismo, siempre será atractivo focalizarse en un solo título que revele algunas luces de su grandeza como recopiladora y cantante.

Este compilado de principios de los 60 -cuando ya contaba casi dos décadas grabando y recogiendo el repertorio autóctono- sintetiza su potencial, entre cuecas, tonadas, cantos religiosos, valses, refalosas, ritmos nortinos y baladas que incluso la acercan al bolero, género del que fue contemporánea.

Aquí suenan arpas, guitarrones y sutiles arreglos de piano, además de relatos de pura picardía criolla (El ladrón y la ladrona). Un puñado de canciones que establecen a una creadora fascinante e intrínsecamente chilena.

*Beat 4 - Juegos prohibidos (1967)

Aparecidos en un minuto en que el rock chileno se empieza a escindir de su matriz meramente imitativa, Beat 4 son precisamente parte de esa generación que encuadra un cancionero con personalidad propia, sin cantar en inglés y aportando un tono local a influencias cogidas de la gran escena anglo.

Con Reinaldo Rhino González en la voz y Willy Benítez en el bajo -célebre años más tarde por irrumpir en el escenario del Festival de Viña con un tarro-, este segunda álbum los presenta aún interpretando con el tono fresco y reverberante propio de la música beat, con evidente guiños a The Rolling Stones en Encontrarás otro amor, pero también con ejercicios pioneros en Quiero fugarme con ella a una isla solitaria (donde haya paz) y sobre todo en la muy elocuente Viaje fantástico: ahí hay existencialismo hippie e inspiración alucinógena, dos tópicos apenas abordados en el rock chileno hasta esos días.

Una obra imprescindible para comprender cómo los rockeros nacionales se empezaron a desprender del carácter inocente de la Nueva Ola para acercarse a miradas mucho más agudas.

*Los Fénix - Baile en el mineral (1968)

Una banda con una propuesta imperdible y de sonido único: rock, guitarras, cumbia, velocidad, canciones instrumentales, el norte, Bolivia, Perú y Chuqicamata se cruzan para dar vida a una agrupación absolutamente adelantada a su tiempo. Si la fusión acepta el maridaje de todo tipo de estímulos, aquí la música chilena tiene a uno de sus primeros grandes representantes.

Nacidos en 1966, cuando se conocieron los guitarristas Ricardo Pérez Montalvo y Rubén Sapiaín en el pueblo minero de Chuquicamata, la banda emprende rápido viaje a Bolivia para grabar sus primeras canciones, como una manera también de materializar el influjo de los artistas tropicales que por esos días dominaban los gustos en los países vecinos.

De ellos -en parte- también aprendieron un truco que convertirían en su huella dactilar: la guitarra eléctrica debía interpretarse a alta velocidad y convertirse en una presencia protagónica en la melodía de las canciones, incluso aunque ellas estuvieran adscritas a la cumbia, tal como lo habían demostrado algunas agrupaciones del Pacífico agrupadas bajo la etiqueta de cumbia chicha.

Las canciones de este álbum -varios medleys con distintos covers- tienen el timbre agudo del rock, pero también el nervio rítmico de la cumbia, instalándose como influencia de sucesos posteriores, como Los Viking’s 5. Es la huella de un conjunto de apariencia simple pero de ambición virtuosa.

*Ángel Parra – Canciones de amor y muerte (1969)

Aparecido cuando era un autor de relevancia en el circuito nacional, ya con logros como haber fundado la Peña de los Parra, haber impulsado el debut de Quilapayún y su propia carrera en solitario, este título exhibe todos los dotes artísticos de Parra. Su voz imponente, su destreza en la guitarra, su ligereza melódica y su depurada faena al minuto de despachar piezas emotivas.

Pese a ser una artista profundamente político, aquí hay canciones de amor, evocación y añoranza, como las tres que abren el trabajo (Canción de amor, Milonga para la lluvia, Dos veces te vi mujer), configurando a un hombre que ya a temprana edad se manejaba con el aplomo de un avezado.

Este año, la labor de rescate de su hijo permitió que este disco –y casi todos los de su primera época- llegaran a las plataformas digitales. Enhorabuena.

*Kissing Spell - Los Pájaros (1970)

Hacia principios de los 70 el rock nacional adquiría un cuerpo mucho más elaborado y complejo, inquieto desde lo instrumental y de sustrato humanista o social desde lo lírico, lo que tendría sus mayores expresiones en bandas como Los Jaivas, Congreso o Blops.

Pero hay una agrupación con menos presencia discográfica e histórica que también fue capaz de estirar al rock hacia otros horizontes, entregando uno de los álbumes más sofisticados de la música chilena hasta esos días.

Kissing Spell nació del liderazgo de Juan Carlos “Tato” Gómez, Carlos Fernández y Ernesto Aracena, todos segudores del rock progresivo y del hard rock de naturaleza múltiple según Led Zeppelin, lo que se observa en este debut producido por Camilo Fernández: hay melodías decoradas con muchísimos detalles instrumentales, donde ganan espacio los órganos, las flautas, los pianos, los efectos de distorsión y las armonías vocales bien ensambladas.

Una joya que también ha sido redescubierta en los años recientes.

*Combo Xingú – Xingú (1972)

En días en que la Nueva Canción Chilena hegemonizaba con sensibilidad latinoamericanista y política la música nacional, hubo experiencias que escaparon de ese tronco común. Una de ellas fue el grupo Los Minimás, cultores del funk, el soul y la música negra cuando todo ello aún era un vocablo distante para la escena del país.

En la misma línea, otro nombre fue Combo Xingú. Bajo la conducción del director de orquesta Sergio Arellano, y junto a integrantes del Conservatorio Nacional de Música y exmiembros del conjunto bailable Beat Combo, esta agrupación replicó los modales rítmicos y creativos de las grandes figuras del funk, como James Brown y Stevie Wonder, arropándolos con filo rockero y alto voltaje.

Hay una notable versión de Moby Dick, de Led Zeppelin, como también una composición propia que ilustra su abrazo a la cultura negra: Black power. En días de enorme ebullición activista, con la agenda política bajo altos niveles de intensidad, Combo Xingú –disueltos pocos años después- tomaron un género lejano que pasó casi inadvertido para parte importante del catálogo chileno.

*Panal – Panal (1973)

La fraternidad cultural propia de principios de los años 70 en Chile permitió esta clase de proyectos: una superbanda integrada por varias estrellas de la época ceñidas a una mescolanza de sonidos que fluctuaban entre el soul, el folk, el rock, el blues y los ritmos latinos.

Como director artístico del sello IRT, Julio Numhauser tuvo la idea de reunir a varios colegas que pudiesen replicar la fórmula de Los Jaivas, o sea, cruzar guitarras con expresiones más folclóricas y vernáculas. Para ello, encargó la misión al bajista José Ureta, quien unió al baterista Patricio Salazar, al pianista Pepe Aranda, a Juan Hernández del Clan 91 y a los ya muy célebres Denise y Carlos Corales, de Aguaturbia.

El resultado es un disco fresco y sólido de rock propio de esos años, vigoroso, eléctrico y expresivo, con llamativas versiones para Si somos americanos o Cucurrucucú, Paloma.

Parecían encaminados a un gran destino –estuvieron hasta en el Festival de Viña de 1974-, lástima que el apagón cultural de la dictadura dictó otra cosa.

*Banda Pequeño Vicio - El juicio final (1987)

Si la primera parte de los 70 significó un florecimiento de la escena en las direcciones más disímiles -envión después paralizado por la dictadura-, el último tramo de los 80 también fue tierra fértl para manifestaciones muy distintas, aunque con un curso más subterráneo y menos oficial, con una presencia menor en los escenarios habituales y refugiados en una industria apenas precaria.

Banda Pequeño Vicio fue un buen ejemplo de músicos que optaron por dar un paso al costado del pop comercial que ambicionaba la radio y los grandes festivales, para abstraerse en su propio universo, donde hay reverencias hacia el post punk, la new wave, el synthpop y el pop más sombrío, además de una propuesta que hermanaba teatro, coreografías y maquillaje, una derivación del montaje con el mismo nombre del conjunto que el cantante Hector Titín Moraga y el guitarrista Juan Ramón Saavedra habían hecho para Vicente Ruiz.

De esa forma despacharon un disco de eje melódico, pero reflexivo e irónico, intentado camuflar los dardos a la realidad del momento bajo metáforas cantadas a ritmo estimulante, tal como lo habían hecho contemporáneos como Aparato Raro.

Además, Banda Pequeño Vicio guarda otro mérito: por ahí pasaron Iván Delgado, Andrés Bobe y Luciano Rojas, parte de la primera formación de La Ley. Fueron el germen de una historia mayúscula.

*Supersordo - TzzzzzzzzT (1995)

Leyenda del underground nacida a partir de la escena punk y metalera de principios de los 90, Supersordo tiene su declaración de principios en Supersórdido (1992), el disco que los posicionó como una fuerza urgente, vertiginosa, que arrasa con todo lo posible entre guitarrazos, descargas de distorsión y gruñidos. Eran aquellos jóvenes que empezaban a escupir rabia ante una sociedad que ya en ese entonces, en pleno amanecer democrático, no les parecía equitativa.

Tzzzzzzzzt, su segundo trabajo, quizas no tuvo el impacto del debut, pero sí declara mayor evolución, detalle y meticulosidad en el estudio de parte de sus integrantes, sin nunca perder el vértigo o la estridencia en tracks como Entre resortes o El peso del pasado. Pura furia bien calibrada y ejecutada.

Además, coincide con la etapa en que la agrupación convertia sus shows en performances provocativas, que iban de la insolencia al mal gusto, con su cantante Claudio Fernández lavándose el pelo con shampoo en pleno escenario o autoprovocándose vómitos mientras cantaba.

Supersordo es una buena fotografía del costado menos armonioso de la década de la transición, y en este disco, que desde el título suena como una mosca molesta y chillona, lo demuestra.

*Cristián Fiebre - Mujer elefante (1999)

Para muchos, la gran figura que no fue de la música chilena. Cristián Fiebre lo tenía (casi) todo para convertirse en al menos un nombre de relativa popularidad: fe inquebrantable en su talento, búsqueda creativa, melodías bien armadas, y la barra de la prensa y de algunos de los productores más célebres de la región, como el todopoderoso Gustavo Santaolalla.

Mujer elefante, su segundo álbum, es quizás la mejor radiografía de su prestancia como creador, con composiciones que a veces suenan gráciles, como también vehementes e impulsivas, en un cruce que lo llevó a definirse como un cantautor que transitaba del pop al harcore. Miopia mía y Morder a la niña, entrelazadas al inicio del álbum, construyen ese puente imposible.

Fue lo que llamó la atención del propio Santaolalla, quien se lo llevó hasta México comprando sus dos primeros trabajos y estableciendo un contrato que incluía los dos siguientes. Pero la mudanza geográfica fue puro tropiezo: junto a su banda, Fiebre nunca se acostumbró, no encontraron mánager y su repertorio, pese a seducir a la crítica, tenía cada vez menos eco en las radios.

El proyecto naufragó y sólo tuvo algunas apariciones posteriores en el nuevo siglo. En la distancia queda el relato de una historia de éxito truncada, pero un disco excelente hoy sólo remitido al casillero del culto.

*Señor Coconut - El baile alemán (2000)

Aunque no es un músico nacido en Chile, el alemán Uwe Schmidt -y sus cientos de seudónimos y proyectos- reside en el país desde 1997, donde ha desarrollado un prolífico trabajo, amplio e inclasificable, en que la música electrónica se extiende como un elástico para alcanzar territoros impensados.

Sucedió en El baile alemán, su personal homenaje a Kraftwerk, donde desarma cualquier atlas al llevar el tono marcial del conjunto alemán al ritmo más acelerado del pop electrónico y la marcha bailable de la música tropical, en quizás uno de los experimentos más originales que se han realizado con canciones que tienen su raíz en el krautrock.

Además, Jorge González aparece como cantante principal del disco, en otra muestra de Schmidt por acercar sensibilidades y latitudes. Su cabeza siempre ha funcionado como un laboratorio donde todas las piezas pueden encajar, en particular en este título que asoma como irresistible.

*Paz Mera - Sea mi música (2020)

Un disco más reciente, propio de estos tiempos. Una cantautora que como tantas otras de estos últimos años se ha lanzado con espíritu aventurero a rescatar el cancionero latinoamericano, sin una brújula estable, con dirección tanto a México como a Perú, el mismo tranco seguido por artistas como Mon Laferte, Romina Núñez, Miloska o Belencha.

En el caso de Mera, su mirada se ha concentrado en Brasil y los ritmos cubanos, pero siempre bajo una interpretación minimalista y elegante, a momentos sobrecogedora.

Con este disco ganó el último premio Pulsar en la categoría Mejor cantautor/a, en el reconocimiento a un trabajo sin estridencias, labrado desde el virtuosismo y la tradición.

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