El Ejército: Al filo del quiebre




EL EJERCITO: AL FILO DEL QUIEBRE

El 24 de agosto, el Presidente Allende comunicó el nombramiento del general Augusto Pinochet como nuevo comandante en jefe del Ejército. Era lo que habían recomendado su antecesor, el general Carlos Prats; el ministro José Tohá y otras personas cercanas al Presidente. Pinochet llegaba a la cima de su carrera en el medio de un gobierno socialista. Pero llegaba -y lo sabía- dentro de un territorio minado. El Ejército estaba en estado de alteración y Prats había caído por la presión de su propio alto mando. No había cómo ignorar este hecho, que se precipitó en sólo unas pocas horas.

En la tarde del 21 de agosto, Prats regresó a su casa abatido por la fiebre. Un par de horas después, unas 300 mujeres se reunieron frente a su puerta con el objeto de entregar una carta a su esposa, Sofía Cuthbert. Entre ellas estaban algunas de las esposas de oficiales de la Fach que en la mañana habían gritado consignas en su contra frente al Ministerio de Defensa. Pero el grupo mayor estaba constituido por las señoras de numerosos oficiales del Ejército y, en especial, las de nueve generales. La intervención de un pelotón de Carabineros caldeó los ánimos y la reunión callejera derivó en una bulliciosa protesta contra el comandante en jefe del Ejército.

El general Oscar Bonilla, sexta antigüedad en el mando, entró a la casa y le explicó a Prats que los oficiales lo acusaban de haber apoyado al gobierno en la presión contra el general Ruiz Danyau y que su imagen estaba ya muy deteriorada en las filas. Esto de la "imagen" -una idea repetida varias veces- parecía un eufemismo para significar que el mando se volvía cada vez menos seguro.

Prats hizo salir a Bonilla y luego recibió a los generales Pinochet y Guillermo Pickering, que venían a ofrecerle su respaldo. Tras una noche amarga, Prats llegó a la conclusión de que la afirmación de Bonilla sólo podía ser contrastada en los hechos. Dijo a Pinochet que se mantendría en su cargo sólo si los generales firmaban una declaración pública en su apoyo. Al día siguiente, el 22, después de una seguidilla de reuniones, Pinochet informó que no todos los generales estaban dispuestos a ofrecer semejante gesto. En el intertanto presentaron sus renuncias los generales Pickering, comandante de Institutos Militares, y Mario Sepúlveda, jefe de la Guarnición de Santiago, en protesta por la actitud de sus compañeros. Prats se quedaba cada vez más aislado.

En la madrugada del 23 de agosto, Allende citó a su residencia a los generales Pinochet y Orlando Urbina, inspector general y segundo en antigüedad del Ejército. Acompañaban al Presidente sus ministros Letelier, que se preparaba para asumir en Defensa, y Fernando Flores, secretario general de Gobierno; el director de Chile Films, Eduardo "Coco" Paredes, y el secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán. El Presidente hizo un breve análisis de la situación política y se quedó esperando la reacción de los generales. Pero sólo habló Urbina, quien estimó que el gobierno debía llegar a un acuerdo con la oposición o convocar a un plebiscito. Pinochet asintió sin explayarse.

En verdad, Allende intentaba cerciorarse de las ideas y las capacidades de quienes podrían ser los sucesores de Prats. El comandante en jefe estimaba que quien ocupara su cargo debía ser la segunda antigüedad, para mantener la tradición del Ejército. Pinochet cumplía ese requisito y también otro más importante: había mostrado su lealtad a Prats. Lo mismo opinaba el anterior ministro de Defensa, José Tohá, que había llegado a entablar cierta amistad familiar con Pinochet. Cerraba el círculo el hecho de que los generales más exaltados en contra del gobierno -Manuel Torres de la Cruz, Oscar Bonilla, Sergio Arellano, Javier Palacios, Arturo Vivero- no lo consideraban fiable y tampoco se le conocían vínculos con la oposición política.

Sólo el Partido Socialista puso reparos contra del nombramiento de Pinochet. El secretario general, Carlos Altamirano, se entrevistó con Allende y le planteó que el PS no confiaba en el segundo hombre del Ejército. Su candidato era el tercero, el general Urbina. Pero esto no podía decirlo abiertamente, porque la principal "fuente" del PS era… el propio general Urbina. Nunca se sabrá si este general transmitió esa información al PS o si éste la obtuvo de su hermano, que era simpatizante socialista.

El 23, Allende almorzó con Prats y el ministro Flores, que se había convertido en un amigo cercano del general. Preocupado por su salud quebrantada y por el estrés que vivía, el ministro le había ofrecido al general que se tomara un descanso en una casa de playa de un empresario de su confianza, Andrónico Luksic. Prats lo agradeció y aceptó el ofrecimiento.

En el almuerzo, Prats presentó su renuncia indeclinable, a pesar de la insistencia de Allende. Lo convenció de que su alejamiento le brindaría el espacio a Pinochet para pasar a retiro a los oficiales sospechosos de golpismo, y al gobierno, el tiempo para alcanzar acuerdos con la oposición. Allende terminó por aceptar. ¿Por qué lo hizo, si sabía que Prats era el dique de contención de un golpe? Se lo dijo a su ministro Pedro Felipe Ramírez cuando éste se lo preguntó unos días después: "¿Qué quería que hiciera, si él me dijo llorando que no podía más?".

Al día siguiente fue oficializada la designación de Pinochet, cuya primera medida fue exigir la presentación de las renuncias de todos los generales, según la tradición militar. Bonilla y Arellano se negaron y Pinochet encargó a Urbina que las obtuviera. Pero los generales se las arreglaron para eludir al ahora jefe del Estado Mayor, y cuando el ministro Letelier le dijo a Pinochet que este era un acto de insubordinación, el general prometió que lo resolvería cuanto antes. Nunca lo hizo.

El Ejército hervía de agitación. Los altos oficiales estaban presionados por sus esposas y por sus familias, que les exigían no formar parte de un gobierno que los hacía participar de la inestabilidad política. Entre los jefes con mando de tropas crecía el disgusto por el empleo de sus fuerzas en tareas de orden público y en la vigilancia de bencineras, comercios y carreteras. Para muchos de ellos, Prats, Pickering y Sepúlveda eran los principales obstáculos al golpe, una limitación que se había mostrado decisiva durante el alzamiento del Blindados N° 2, cuando esos generales, además de Pinochet, redujeron a los rebeldes.

Pinochet sabía que un gesto hostil contra los generales sediciosos podría significar la insurrección de una o más unidades. Dos días después de su nombramiento y mientras el general Urbina aún buscaba a Arellano para exigirle la renuncia, el 26 de agosto la Escuela Militar se acuarteló con el fin de defender al principal activista del golpe. Para controlar a un alto mando cada vez más enervado, Pinochet necesitaba cautela y astucia, más astucia que todos ellos. Sólo contaba con dos hombres de confianza: el general Herman Brady, nuevo jefe de la Guarnición de Santiago, y César Benavides, nuevo comandante de Institutos Militares.

En la primera semana de septiembre el Ejército parecía estar rumbo a un quiebre interno. El general (R) Prats estimaba que una acción violenta podría desencadenarse el viernes 14 de septiembre, o unos días antes; se reunió con el Presidente y le planteó que junto con llamar al diálogo pidiera permiso constitucional y dejara el país por un año. La mirada feroz de Allende hizo que no insistiera en ello.

En el gobierno se expandió la percepción de que ese viernes era el límite final y que, si lograba trasponerlo, tendría un nuevo período de alivio. El PS, en cambio, creía que todas estas eran exageraciones de La Moneda y, en algún caso, parte de las argucias del Presidente para seguir cediendo ante la oposición. ¿La opinión del general Prats? Bueno, el general (R) estaba con mala salud.

En los primeros días de septiembre, los complotados en el Ejército aún estaban desconcertados con el silencio de Pinochet. Ya pensaban en sobrepasarlo poniendo al frente al general Torres de la Cruz, incluso con el problema nada menor de que estaba destinado en Punta Arenas. Pero el domingo 9 llegaron a casa de Pinochet el general Leigh y, poco después, los contraalmirantes Patricio Carvajal, jefe del Estado Mayor de la Defensa, y Sergio Huidobro, jefe de la Infantería de Marina, que traían una nota de José Toribio Merino, jefe del Estado Mayor de la Armada, fijando la fecha del levantamiento conjunto para el martes 11, a partir de las 6 de la mañana. Tras algunas vacilaciones, sabiendo que se jugaba la vida, Pinochet firmó el acuerdo.

Quedaba el problema de Urbina, en quien los demás generales no confiaban. Pinochet anunció que lo enviaría a revisar las investigaciones sobre una escuela de guerrillas descubierta en La Araucanía y luego juramentó a un pequeño grupo de generales. Allí estableció que, en caso de no llegar a su puesto de mando al día siguiente, su reemplazante sería el general Bonilla. Autorizaba en ese momento un golpe interno: otros cuatro generales -Urbina, Torres de la Cruz, Ernesto Baeza y Rolando González- más antiguos que Bonilla, serían sobrepasados de facto. Ese mediodía, Urbina partió a Temuco.

Era el costo que pagaba Pinochet por liderar el golpe militar. El costo alternativo era que le pasara por encima.

EL CAMPO: EL PARTO DE LA TIERRA

El proceso que desató las pasiones más intensas durante el gobierno de la UP no ocurrió en las ciudades, sino en los campos. Fue la extensión de la Reforma Agraria. La relación con la tierra es más intensa que con cualquier otro bien de capital. Para muchos, la tierra es la madre -lo que nadie podría decir de una empresa- y en los pueblos originarios se sitúa en la base de sus creencias. Perder un fundo que durante generaciones había estado en manos de una familia debía desencadenar en los propietarios sentimientos tan intensos como contradictorios con los de quienes, después de décadas de privaciones, por fin accedían a la tierra. A escala microeconómica, el conflicto se multiplicó de manera desgarradora en cada predio de Chile.

Para mediados de 1973, con la Reforma Agraria "se había acabado el latifundio en el país", dice Jacques Chonchol, quien dirigió el proceso en los gobiernos de Frei y Allende. La excepción fueron las tierras muy productivas, como las viñas. Pero ese tránsito costó vidas, generó conflictos fratricidas, exacerbó la lucha política en cientos de pequeñas localidades, aportó a la crisis económica -aunque inicialmente subió la producción- y, sobre todo, puso fin a un modo de producción arcaico, que a menudo amparaba abusos y atropellos contra inquilinos en precarias condiciones al interior de los fundos.

La extensión fue extraordinaria. En total, incluyendo la tímida "reforma del macetero" del Presidente Jorge Alessandri, se expropiaron 9,5 millones de hectáreas: tres millones en el gobierno de Eduardo Frei y 6,5 millones en los tres años de la UP. Chonchol fue su motor desde el Instituto de Desarrollo Agropecuario en la mayor parte del período de Frei y como ministro durante dos años en el de Allende. "Como es un proceso que provoca inestabilidad, la Reforma Agraria debe ser rápida, drástica y masiva", fue su receta.

Hoy parece extrema la ley que puso en marcha esta reforma. Pero el Chile de los 60 y 70 era distinto. El campo atrasaba el desarrollo, porque como su producción era insuficiente, se debían importar alimentos. Con el latifundio, muchas tierras se dedicaban a la ganadería extensiva, producían poco, se usaban como garantías, casi no pagaban impuestos y tenían un campesinado servilizado.

La singularidad de la reforma chilena se remonta a fines de los años 30. Para lograr en el Parlamento el apoyo de la derecha a la creación de Corfo y las industrias básicas, el Presidente Pedro Aguirre Cerda accedió a no promover la sindicalización en el agro. El resultado del "compromiso histórico" fue un campesinado sin organización para luchar por sus derechos. Ese pequeño detalle haría que la Reforma Agraria fuese en sus inicios un proceso vertical, desde las instituciones hacia los campesinos, a diferencia de otros países, donde el cambio partió en las bases.

La reforma comenzó, oficial aunque no legalmente, con el traspaso de tierras desde la Iglesia Católica a los campesinos, iniciativas lideradas por el obispo de Talca, Manuel Larraín, y el arzobispo de Santiago, Raúl Silva Henríquez. Sin embargo, el impulso más fuerte provino de la Alianza para el Progreso, creada por la administración de John F. Kennedy, que demandaba a América Latina reformas estructurales como antídotos contra el influjo de la revolución cubana. Así quedó para la historia de Chile algo insólito: fue un gobierno de derecha, el de Alessandri, el que inició la Reforma Agraria.

Allende aplicó la misma ley de Reforma Agraria de Frei Montalva, porque carecía de mayoría parlamentaria para modificarla. Se limitó a usarla a fondo. Establecía que todo predio mayor de 80 hectáreas era expropiable. Si el dueño era muy eficiente, tenía derecho a una reserva de hasta 80 hectáreas y se expropiaba el excedente; si no trabajaba sus tierras productivas, se expropiaba todo. Otra causa de expropiación era que el propietario fuera una sociedad. Cuando el Estado construía obras de riego, las tierras de secano eran expropiables; si eran eficientes, hasta la reserva; si no, no se le devolvía nada. Los terrenos expropiados podían ser entregados a unidades familiares indivisibles por herencia (para evitar el minifundio), a cooperativas campesinas o alguna combinación de ambas.

Las expropiaciones se pagaban a valor fiscal, mediante un bono de la Reforma Agraria, 10% al contado y 90% a 25 años plazo, una renta que sería corroída por la inflación.

El gobierno de Frei dictó en paralelo la ley de sindicalización campesina, que permitió formar sindicatos comunales cuando cien campesinos lo acordaban. Esto expandió la organización de los trabajadores agrícolas.

La ingeniería de la reforma tembló ante lo inevitable: conflictos por doquier. "Cuando uno comienza ese proceso y empieza a acelerarse, la propia dinámica social lo lleva a acelerarse más. Eso ha pasado en todas las reformas agrarias", afirma Chonchol.

Allende tuvo una pequeña ventaja: la disposición de que la tierra mal explotada era expropiable en forma independiente de su tamaño comenzó a aplicarse desde mediados de 1970, de acuerdo con la ley; además, se comenzó a bajar la reserva de 80 a 40 hectáreas. "Eso nos dio más instrumentos", dice Chonchol. Tales terrenos eran, sin embargo, casi la mitad de lo permitido como propiedad privada en la gran reforma promovida por la Revolución Mexicana, a comienzos del siglo XX, acaso la más extensa del continente.

Si un propietario quedaba con reserva, mantenía la maquinaria y el ganado -no expropiables-, y como los campesinos permanecían descapitalizados, con frecuencia se movilizaban para impedir la reserva o exigir que el Estado adquiriera el capital del propietario.

Chonchol trasladó los técnicos del ministerio a Temuco el verano de 1971 y, con el apoyo de Allende, "expropiamos todo lo que era expropiable", para restituir unas 200.000 hectáreas a mapuches. "Pero esto no resolvía todo, porque a veces las tierras usurpadas se habían subdividido, estaban en manos de pequeños agricultores o habían sido vendidas. No podíamos quitárselas. Habría sido una locura". La decisión de no reprimir las tomas ilegales, porque entre ellas había base social que votaba por la UP, las estimuló y extendió.

El MIR captó el potencial político de estas transformaciones. "Primero acompañamos a los mapuches a los juzgados de indios, para que vieran que no había esperanzas por esa vía", relata Andrés Pascal, entonces miembro de la comisión política. Después instaron a los mapuches a correr los cercos para recuperar tierras y más tarde a tomarse los predios. La acción produjo reacción. "Los dueños chilenos, que tienen inquilinos, los pusieron contra los mapuches y hubo enfrentamientos". El MIR acudió donde los inquilinos a convencerlos de avanzar con los mapuches: "Júntense y vamos entre todos a tomar el fundo. No es que nosotros hayamos montado las movilizaciones; nos montamos sobre una dinámica de ascenso creciente", dice Pascal.

En 1971, la producción aumentó 6%, pero el consumo 12% y el déficit debió ser suplido con importaciones. En 1972, esto ya no era posible: no había recursos ni capacidad portuaria para importar más. El desajuste trajo consigo inflación, a lo que se sumó el caos que provocó la huelga de los transportistas, que en la práctica impedía sacar la producción de los puertos y llegar a los fundos con semillas y fertilizantes. Los trabajos voluntarios de miles de personas que viajaban desde las ciudades a apoyar a los campesinos fueron insuficientes.

En la opositora Confederación Democrática (Code) existían visiones diferentes sobre la Reforma Agraria. En la DC había voces contrarias y otras favorables, aunque todos discrepaban de las tomas y la radicalización en la UP. Para la derecha -con fuertes tintes agrarios- la defensa de la propiedad era un tema de principios.

"El golpe comenzó a operar antes en el campo", afirma Pascal. "Había una articulación mucho más desarrollada entre oficiales del Ejército, camioneros y grupos armados civiles, latifundistas con gente leal a ellos, que hicieron la represión del 11 para adelante".

Hacia agosto de 1973, la situación del campo se había vuelto caótica. La administración de las tierras reformadas era muy a menudo ineficiente, los dueños de fundos se armaban para enfrentar las ocupaciones ilegales, la agitación de ultraizquierda movilizaba campesinos hacia predios cada vez más pequeños y la producción no crecía. El campo vivía una guerra civil "de baja intensidad".

El lunes 10 de septiembre, Chonchol llegó agripado a Santiago. Venía de un congreso de antropología en Chicago y había anticipado su regreso ante las alarmantes noticias de Chile. A los pocos días aparecería entre los primeros nombres de los políticos más buscados de Chile.

PATRIA Y LIBERTAD: ALMA DE SABOTAJE

En la noche del domingo 26 de agosto de 1973, la Policía de Investigaciones llegó hasta el concurrido restaurante Innsbruck, en Las Condes, y arrestó al secretario general del movimiento Patria y Libertad, Roberto Thieme, junto a dos militantes, Saturnino López y Santiago Fabres. Thieme se entregó, no sin antes advertir: "Derrocaremos al gobierno de la Unidad Popular sea como sea. Si es necesario que haya miles de muertos, los habrá".

Pero se trataba de un arresto voluntario. Thieme había avisado a la policía sobre su paradero:

-Esto trabajaba como un comité político -recuerda-. Le decíamos el consejo de ancianos. Y pensamos: 'Subió Pinochet, se fue Prats, golpe ad portas, hay que parar los sabotajes'. Para hacerlo creíble, decidí entregarme. Como era un líder clandestino, debía hacerlo en un lugar público.

Tras su detención, su hermanastro Ernesto Müller asumió la dirección del movimiento. Este hecho se conoció a través de una proclama que difundió Canal 13, en la que Patria y Libertad reconoció que había participado en la ola de atentados del último mes. Un comunicado entregado por el gobierno hablaba de 320 acciones violentas, con un resultado de ocho muertos y un centenar de heridos.

A pesar de su continuación aparente, Patria y Libertad cerraba esa noche la etapa más intensa de su breve existencia. Su origen directo se remontaba al segundo semestre de 1970, cuando el abogado Pablo Rodríguez Grez organizó, con otras figuras de la derecha juvenil, como Jaime Guzmán -que después se retiró- el Comité Cívico Patria y Libertad, con el fin de impedir la asunción de Allende. Inspirado en ideales nacionalistas, corporativistas y anticomunistas, el movimiento sostuvo una oposición durísima contra la UP. El famoso símbolo de la araña del grupo (tres eslabones de una cadena rotos en sus extremos), estuvo en todas las manifestaciones de la oposición y sus militantes, premunidos con cascos mineros y lanzas de madera, parecían la garde de corps de las protestas callejeras.

Aunque en número no eran más de 500 militantes, se organizaron en cinco secciones: hombres, mujeres, juventudes, frente de operaciones y el frente invisible, integrado por empresarios que no podían aparecer como miembros oficiales. Entre los más prominentes estaban Benjamín Matte, presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura (SNA), y Juan Eduardo Hurtado, funcionario del Banco Central. "El auto en el que me movilizaba en ese tiempo -dice Thieme- era un Fiat 125 a nombre de Javier Vial".

Después de lo que consideró como el fracaso del paro de octubre de 1972, Patria y Libertad optó por la acción directa y creó unas Brigadas Operacionales de Fuerzas Especiales. Internaron clandestinamente desde Argentina un centenar de fusiles semiautomáticos Marcatti. El adiestramiento fue encargado a oficiales en retiro del Ejército y la Armada, a quienes se les pagaba, según Thieme, con los aportes de las cuotas de los militantes y de los principales financistas, Juan Costabal Echeñique, socio de Ladeco, y el banquero Jorge Yarur. Orlando Sáenz, entonces presidente de la Sociedad de Fomento Fabril, dice que algunos de los dineros que recolectó en el exterior financiaron las acciones de Patria y Libertad.

Los dirigentes del movimiento se involucraron con los oficiales del Regimiento Blindados N° 2, que lanzó a sus tanques a la calle el 29 de junio de 1973, en un esfuerzo fallido por emular el golpe de los coroneles griegos en 1967. Ante la derrota del alzamiento, esa misma tarde se asilaron en la embajada de Ecuador los cinco principales dirigentes de Patria y Libertad, admitiendo que habían sido los inspiradores de la asonada y atribuyendo su fracaso a una traición.

Patria y Libertad podría haberse acabado en ese momento. Pero menos de un mes después fue revivida por una oferta de la Armada. El 18 de julio de 1973, en un departamento en Vitacura, Thieme y su jefe de operaciones, Miguel Cessa, se reunieron con el capitán de navío Hugo Castro y el oficial retirado Vicente Gutiérrez, quienes requerían su participación en dos planes: un gran paro del transporte que se iniciaría el día 25, al que se sumarían luego los gremios del comercio y los profesionales; y algunas acciones de provocación al gobierno que se realizarían en Santiago.

Ambas cosas ocurrieron en la noche del 26 de julio, fecha del aniversario de la revolución cubana. Allende concurrió al cóctel oficial de la embajada de Cuba con su edecán naval, Arturo Araya Peters. Al salir, se despidieron y Araya marchó a su departamento de la calle Fidel Oteíza, en Providencia. Apenas pasada la medianoche, un estruendo y una sucesión de balazos lo hicieron salir al balcón. Estaba en bata, pero portaba su arma de servicio. Un disparo en el tórax lo botó desde el segundo piso y la muerte fue instantánea.

Al día siguiente, el teniente del Servicio de Inteligencia Naval Daniel Guimpert, junto al capitán del Servicio de Inteligencia de Carabineros Germán Esquivel, eligieron a un culpable: el militante radical José Luis Riquelme Bascuñán, que esa noche había sido detenido por ebriedad. Le fabricaron un carné del PS, lo torturaron y lograron una confesión falsa: era el asesino y había actuado bajo las órdenes de uno de los jefes del GAP, Domingo Blanco, y de un grupo de cubanos.

Pero unos días después, Investigaciones detuvo como autores materiales a un grupo de jóvenes de Patria y Libertad, incluyendo a Odilio Castaño, hijo de un empresario panificador, y a Guillermo Claverie, como presunto autor del disparo fatal. Investigaciones puso a su mejor prefecto, Hernán Romero, para encontrar a los culpables. Pero al día siguiente Allende le informó al jefe de la policía civil, Alfredo Joignant, que para que hubiese máxima transparencia, había decidido que actuaran coordinados los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas y Carabineros. A cargo quedaron el general de la Fach Nicanor Díaz Estrada, el capitán Esquivel por Carabineros, el coronel Pedro Espinoza (que después del golpe será el segundo de la Dina) por el Ejército, y por la Armada un comandante de apellido Vergara. Cuando Romero supo de la confesión de Riquelme, pidió interrogarlo. En la Brigada de Homicidios, los policías le dijeron a Riquelme que se bajara los pantalones. Le encontraron los testículos hinchados por las torturas. De inmediato Investigaciones lo dejó de lado y comenzó a seguir el hilo hacia Patria y Libertad.

El caso sigue abierto, pero Thieme sostiene que "la bala que mató a Araya Peters no venía desde abajo, sino desde un lugar más alto y fue disparada por un francotirador", que en su opinión debió ser de la Armada. Las armas que usó el grupo de distracción de Patria y Libertad fueron proporcionadas por el ex oficial de la marina Jorge Elhers.

¿Por qué atentar contra Araya? Los indicios sugieren que los autores del crimen querían sacar de escena a un personaje cercano al Presidente, que compartía la línea del almirante Montero, y enviar un mensaje a la Armada. Araya había sido una figura importante en la defensa de Allende durante el "tanquetazo" del 29 de junio y su muerte tenía el rango suficiente como para propinar un golpe sicológico al Presidente, como en verdad ocurrió. El asesinato contribuyó a dar aliento al golpe y a radicalizar a la ultraizquierda, complicando el clima para el diálogo.

El segundo acontecimiento que se inició en ese mismo momento fue la llamada "Noche de las Mangueras Largas". El objetivo era, mediante una seguidilla de atentados, cortar el suministro de combustible y energía en Santiago. Cuando Thieme planteó que carecían de los recursos para tal empeño, el capitán Castro le aseguró que tendrían las instrucciones y los explosivos necesarios. Patria y Libertad ya era casi un brazo clandestino de la Armada.

Ese día 26 volaron varios ductos de combustible. El 8 de agosto habían dinamitado en Curicó una sección del oleoducto de la Enap que iba desde Talcahuano hasta Santiago. El 14 de agosto, una torre de alta tensión en la planta de Rapel que llevaba energía a la central Cerro Navia en Santiago, produciendo un corte de energía de al menos media hora entre Coquimbo y Rancagua, justo cuando el Presidente llamaba a la conciliación en un discurso que debía ser emitido por televisión y radio: "Estamos al borde de una guerra civil y hay que impedirla".

El 23 de agosto, Patria y Libertad realizó un ataque dinamitero en un puente a la entrada de Concepción, y el 25, una serie de sabotajes en contra de instalaciones eléctricas, vías férreas y camiones no adheridos al paro de los transportistas.

Pero el 27 decidió detener los atentados, a la espera del golpe militar que era cosa de días. Pablo Rodríguez, el líder supremo de Patria y Libertad, regresó a Chile el 10 de septiembre, cuando el grupo ya estaba casi inactivo. Esa noche, sus principales dirigentes sabían que la sublevación militar comenzaría al amanecer. Ese día, junto con el gobierno de la UP, terminaba también la agitada vida de Patria y Libertad.

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