La ciudad que se aburrió de los mineros

Durante el rescate de octubre de 2010, Copiapó fue el lugar más importante del mundo. La ciudad estaba copada, su comercio se movía con dólares. Pero después de que los mineros se hicieran famosos y demandaran por $ 7.750 millones, algo se quebró. Pese a que esta semana partieron aquí los actos por el primer aniversario del tema, hoy Copiapó no quiere saber más de los 33.




Había una pregunta que Nibaldo Luna no quería escuchar. Una duda inocente que lo hacía contestar, sentado detrás del mesón de recepción del Hotel Bordeaux, respuestas explosivas.

-¿No te parece raro que en la ciudad no haya nada que recuerde a los mineros?

La pregunta rutinaria, obvia e incluso predecible viniendo de un periodista, era casi un comentario a la pasada. Casi para generar un poco de conversación. Algo así como preguntarle al administrador de un hotel en Copiapó si no encontraba raro que en la ciudad no hubiera nada que recordara a los 33 mineros que el 2010 la dieron a conocer al mundo. Pero Nibaldo, que más adelante reconocería que durante el rescate de octubre arrendó su casa a unos gringos por seis días a $ 100.000 la noche, y que esos han sido los $ 600.000 más fáciles que ha ganado en sus 52 años de vida, tenía algo que quería dejar en claro. Como hablando en nombre de Copiapó.

-¿No te parece raro que en la ciudad no haya nada que recuerde a los mineros? El año pasado era de lo que todos hablaban.

-A ver, ¿quieres que te conteste lo que tú quieres o como de verdad son las cosas?

-Como son las cosas.

Nibaldo, que desde ese mismo mesón vio cómo su hotel era copado por periodistas y camarógrafos durante septiembre y octubre de 2010, quiso ser enfático. Que no quedaran dudas.

-Los mineros son noticia de ayer.

***

A Omar no le sorprendió la historia.

Y la historia era que Jorge Galleguillos, el undécimo minero en ser recuperado por la cápsula Fénix 2, se había bajado el día anterior de un colectivo a dos cuadras de la Plaza de Armas sin que nadie reaccionara. Y eso, para alguien que había estado en Copiapó días después del rescate, cuando los mineros eran celebridades mundiales, no era algo fácil de creer. Hace un año, la gente se acercaba para darles gracias. Para decirles que su ejemplo los había inspirado y que en su odisea de 69 días estaba la prueba del carácter de la gente de esa región. Pero ahora, después de dar algunos pasos, lo único que Galleguillos pudo escuchar fue el cuchicheo incómodo que Copiapó susurraba a sus espaldas. 

Omar Reygadas, el minero 17 en salir, no encontró nada raro en la anécdota.

- No es tan malo. Hace poco me dijeron minero farsante. Fue una semana después de que se hizo pública nuestra demanda al Fisco. La gente acá es envidiosa, te piden plata. Creen que somos millonarios.

Omar, que ya tiene 57 años y una diabetes que descubrió hace dos meses, cuando se dio cuenta de que iba demasiado al baño y que siempre tenía la boca seca, sigue recordando.

-Una vez que andaba en Vallenar, le pedí prestada la 4x4 a mi sobrino para volver a Copiapó. Cuando llegué acá un tipo me gritó: 'Mira la camioneta con la que andái y así llorái minero conchatumadre'. La personalidad del copiapino es así, hosca. Nosotros ya no les interesamos. Se saturaron. Piensa que transmitieron las 24 horas que duró el rescate. Obvio que no nos quieren ver más.

En el transcurso de ese almuerzo, Omar Reygadas admitiría más cosas. Que todavía no puede dormirse antes de las cuatro de la mañana. Que ya dejó de tomar las cerca de ocho pastillas diarias que le habían recetado para combatir el estrés postraumático, porque a veces le pasaba que se ponía a caminar en un estado medio inconsciente. Que a veces también llora. Y esa sensibilidad nueva lo desconcierta.   

-Yo era un tipo duro. Más duro que la cresta.

Pero ahora, llora. En su casa y en los aviones, si se topa con una película donde hay vidas en riesgo que se salvan en el último minuto. Lo otro son los saludos de la gente. No es que los necesite, pero Omar dice que lo ayudaba que la gente se le acercara para contarle que su encierro, de alguna forma, les había servido de algo.

-Pero eso ya no pasa- explica-. Copiapó se aburrió de nosotros.

-Quiero volver a la mina- le dije.

-Yo subo contigo.

***

Esto era un museo. Al menos intentaba serlo. Había banderas, videos. Había fotos del alcalde, 33 tipos distintos y un cartel amarillo que decía Campamento Esperanza. Aquí estaban las credenciales que donaron algunos de los cerca de mil reporteros que llegaron y se fueron.

Pero de eso, en esta casona antigua frente a la Plaza de Armas, ya no hay nada.

De eso sólo queda el material de la exposición guardado en algún lugar por la municipalidad hasta, quizás, el próximo año. El espacio físico de lo que hasta hace un mes era el museo que Copiapó les había dedicado a sus mineros terminó convertido en la oficina de patentes comerciales.

Adentro, la guardia morena de pelo rubio dice que sacaron la exposición hace rato. En la municipalidad, un asesor del alcalde diría que esa exposición siempre estuvo de forma temporal en esa casona antigua. Que después la trasladaron a un gimnasio frente a las oficinas del municipio, en calle Chacabuco, pero que ahí no tuvieron mucha suerte.

-Debimos sacarla de ahí -contaría ese mismo asesor-. Porque después de un par de días, nos dimos cuenta de que la gente se estaba robando cosas.

Cosas como cascos. Como banderas autografiadas. Cosas que desaparecieron en medio de esa ciudad que a ratos parecía ser la misma del año pasado.

Ese lugar en medio del desierto donde las gitanas viejas persiguen las billeteras de los peatones, los adolescentes intentan piruetas sobre sus skates en la plaza y los viejos pasan las horas sobre bancas, con los brazos cruzados, mirando cómo el tráfico del centro se satura por lo de siempre: porque Copiapó es una ciudad de 180.000 habitantes con demasiadas camionetas y colectivos que se mueven en un diagramado de calles tragicómicamente estrechas.

Aunque había detalles.

Los letreros en los muros que antes decían "Fuerza, mineros" fueron reemplazados por pendones escolares que alegan contra la educación pagada y el lucro, usando esténciles del Chavo del Ocho. Porque, dicen los letreros, incluso el Chavo pudo estudiar gratis. De toda la locura que gobernó a esta ciudad durante esa época del año pasado, lo único que recuerda a los mineros de la San José es un mural en la plazoleta Jorge Rivas Arenas, frente a la nueva ala que construye el Hospital de Copiapó. Ahí, en un muro azul con letras amarillas, dice "Bienvenidos, héroes del bicentenario".

Pero nada más.

Y es raro, porque esta ciudad, a costa del accidente minero más grave de la historia, ganó una cantidad de plata a la que no estaba acostumbrada. No al menos durante esos meses del año. Mario Bordoli, además de ser concejal, jefe de una compañía de bomberos, pequeño empresario minero y dueño de un negocio de balatas, frenos y embragues en calle Atacama, es también el presidente de la Cámara de Comercio de Copiapó. En su oficina, que no es más que un espacio mal iluminado al final de unas bodegas, y que está decorada con carpetas, papeles, un retrato del político radical Pedro León Gallo y la colección completa de 62 novelas de la editorial Zig Zag, explica que el caso de los 33 mineros dejaba al día al menos la misma cantidad de plata que el Rally Dakar.

-¿Cuánto es eso?

-Entre US$ 1,5 y dos millones diarios. Y eso que el rally dura tres días. Acá, calculo yo, no se gastaron menos de US$ 40 millones. 

Aunque eso fue entonces. Hoy, dice Mario, los temas que importan son las escasez de agua, los nuevos proyectos mineros que podrían aprobarse y la inquietante proyección de que, en cinco años, Copiapó casi podría duplicar su población.

-Sin el rescate de los 33, esta ciudad estaría igual. Piensa que con el precio del cobre a US$ 4,45 la libra, hay mucha plata aquí. Está tan buena la cosa, que ni el minero más penca se mueve por menos de $ 500.000. Y estamos hablando de un tipo que con suerte sabe escribir.

Marcos Larrondo, tomándose un agua mineral a las 11 de la mañana, piensa distinto.

Marcos se gana la vida manejando su taxi desde Copiapó al aeropuerto y del aeropuerto a Copiapó. La mayoría de sus clientes son empresarios mineros y dice que en un buen día puede hacerse hasta      $ 30.000.

- Y con el rescate, ¿ cuánto hiciste?

-La France Press me contrató por tres semanas, de lunes a domingo. Me pagaban 80 lucas diarias. Subía a la mina, los llevaba a sus hoteles. Era buena plata.

-¿Ahorraste algo?

-No mucho. Salía a comer todos los días con mi señora. Nos íbamos a la playa. Me la gasté así, en tonteras. Ahora volví a lo que ganaba antes. Es feo decirlo, porque parece como que uno lucró con el dolor ajeno, pero se echa de menos esa plata. Una vez, medio en broma, tiré la talla con mi hermano sobre eso.

-¿Qué le dijiste?

-Que íbamos a tener que enterrar a otros mineros.

***

A la mina San José le arrancaron su memoria. Todo lo que ahí hubo en algún minuto, se perdió. Las banderas y las familias. Las fogatas. Los taladros supersónicos, los 230 medios acreditados y toda la sociedad sin otra opción que la espera.

Y las piedras.

Hoy ni siquiera quedan las piedras que los parientes de los mineros rayaron como un impulso rebelde, cuando toda lógica decía que los 33 tenían que estar muertos. Lo que sí queda es el polvo y el viento que preceden a la camanchaca. La tierra, los cerros y la plataforma sellada por donde Omar Reygadas dice que volvió a vivir un miércoles de octubre a la 1.39 de la tarde, cuando salió de la Fénix medio perdido y la desesperación de no visualizar a su hijo que desde un rincón le gritaba: "Viejo, estoy acá".

El lugar tiene un aire a ruina. A espacio dejado de lado. Y eso puede ser porque meses después del rescate, no muchos más subieron hasta acá. Según el Sernatur de Atacama, un árabe con plata, acompañado de un intérprete argentino, llegó preguntando por la mina en verano. Que en marzo, un grupo de sureños hizo lo mismo. Y que ya después de eso, la gente dejó de hacerlo. Que la última vez que alguien se acercó preguntando por la San José fue la semana pasada. Cuatro empresarios mineros pidiendo indicaciones. Y no mucho más.

Omar recuerda el día que lo cambió todo. Que ese 5 de agosto no quería ir a trabajar, que salió tarde y que el bus que lo pasó a buscar también se atrasó. Que después del derrumbe, sus mayores sustos fueron el día en que le costó respirar y una inflamación en su oído derecho. Que hasta hoy, todos lo que escucha por ese lado suena igual: como una radio con los parlantes rotos.   

Pero Omar no necesita sus oídos para ver que a este lugar se lo está comiendo el desierto.

-Me da pena ver cómo esto se dejó tan en el olvido. Como si acá nunca hubiera pasado lo que pasó. ¿Cuántos sentimientos crees que quedan acá?

Después, Omar camina hacia la entrada del yacimiento que está enmallado y cruzado por una huincha naranja y fluorescente.

-Yo lo único que quiero es que esta mina no la vuelvan a abrir. Que tapen con cemento su entrada.

Atrás, a sólo unos metros, un matrimonio con dos niños saca fotos. Le hablan a Omar. 

-Disculpe -dice el padre-, ¿se podría sacar una foto con mi señora y mis hijos?

Omar dice que sí y posa junto a la mujer, que está embarazada.

-¿De cuántos meses está?- pregunta.

-Nueve ya.

Omar la mira y le contesta.

-Ojalá no le salga minero. No aquí en Copiapó.

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